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Confesiones sexuales

Las historias de sexo menos seguras que hemos publicado.

Ilustraciones ANNA RUPPRECHT

Préndete hoy, ¡hazlas ya!

1 Perdóname, daddy...

2

Hablemos del juego de la temperatura

3

Aventuras en el cunnilingus

4

Un rapidito entre plato y plato

5

El toque profesional

6

Un exhibicionista introvertido

7

Sueño adolescente hecho realidad

1 La noche en que me convertí en una niña “de papi” cambió para siempre curso de mi EL vida sexual.

Podría decirse que me he acostado con muchos papás. Me refiero tanto a hombres que literalmente han tenido hijos, como a hombres mayores atractivos, dominantes y sexys. Pero, llamarles “papá” en voz alta siempre me ha parecido un poco exagerado. Como adolescente de la década de 2010 que se preparaba para ir a la escuela escuchando el álbum Born to Die de Lana Del Rey, lo de “papi” me parecía más una payasada que una palabra que alguien dijera con algún nivel de autenticidad erótica. Eso, por supuesto, hasta mi noche en la cama de un hotel de cinco estrellas con un hombre lo bastante mayor como para ser mi padre.

Éramos un escándalo laboral en ciernes, el más cliché de los clichés: la asistente de 22 años y el ejecutivo casado con mucha reputación. El tipo de cosas que no puedes imaginar que siguen ocurriendo porque, Dios mío, esto no es Mad Men; sin embargo, de alguna manera, pasan todo el tiempo. Y como tengo una afición a veces incongruente y a menudo mal vista por lo ilícito... no pude evitarlo. Empezó como de costumbre: mails de trabajo inofensivos que se convierten en llamadas telefónicas de trabajo tal vez innecesarias (y bueno... la voz de este tipo es sexy), luego en mensajes de texto a altas horas de la noche. Hablábamos de trabajo y luego ya no. Un día, a eso de las 2:30 de la madrugada, me contó que volvería a la ciudad la semana siguiente (había estado fuera haciendo cosas de Big Shot desde que yo empecé a trabajar, así que nunca nos habíamos visto en persona) y me pidió “tomar algo para hablar de trabajo”. No sabía a ciencia cierta lo que tenía en mente. Incluso nuestros mensajes, aunque no eran estrictamente profesionales, técnicamente no habían cruzado ninguna línea. Así que unos días más tarde me puse mi minifalda más diminuta y tal-vez-apropiada, y quedé con él en el bar de un lujoso hotel para averiguar si “hablar de trabajo” era el eufemismo que suponía.

Esto es lo que hay que entender de Big Shot: no era el típico tipo arrogante de empresa que ladraba órdenes y se acostaba con las becarias. A estas alturas de mi carrera en tener sexo con papás ya me había topado con más de un puñado de autoproclamados “machos alfa” que *cogen* lo que quieren. Este hombre no era así. Era amable y cálido; halagador, pero no sórdido. Tres copas después aún no estaba segura de si *él quería lo que yo quería que él quisiera de mí*. Lo único que sabía era que cada roce, quizá no tan accidental de su mano contra mi muslo, me resultaba eléctrico, de una forma que me hizo comprender, por primera vez, a qué se refiere la gente cuando dice eso. Algunas frases son solo frases hasta que se vuelven realidad un martes por la noche cualquiera.

Como había sucedido desde nuestra primera llamada, su voz era lo que más me atraía. Igual que él, era segura, no arrogante; grave, pero no estruendosa; suave, como imagino que le sabe el bourbon a la gente que gusta del

whisky. Cuando me hizo la pregunta que estaba esperando (“¿Cuántos años tienes?”), sonreí y respondí: “Acabo de cumplir 22”. “Pareces mucho más madura”, dijo. Jaque mate.

Como muchas mujeres –sobre todo las que buscan o son buscadas por hombres mayores–, he recibido alguna versión de este cumplido desde que tengo uso de razón. Quizá aún no lo supiera, pero Big Shot acababa de mostrar sus cartas. Si algo desean los hombres, en particular los de esta clase, es una mujer con el ingenio e inteligencia de alguien de su edad encerrada en el cuerpo de alguien con la mitad de esta. Eso no existe en la realidad, por cierto (aunque ello no impedirá que los hombres lo esperen de nosotras), aunque sé muy bien cómo interpretar eso de “solo soy un alma vieja atrapada en este cuerpo joven y sexy”.

Cerramos el bar y pasamos unos momentos incómodos en el lobby: yo sin ganas de irme y él sin ganas de dejarme ir, ninguno seguro de hasta dónde estaba dispuesto a llegar el otro. “¿Quieres ir al minibar de arriba?”, me preguntó. En su habitación fingimos estar allí con fines inocentes durante unos tres minutos. Tomé dos sorbos del vino que me sirvió antes de que me besara y llevara a la cama. Nos besábamos frenéticamente, rasgándonos la ropa, cuando se detuvo para hacerme una pregunta: “¿Te gustan los insultos?”. Lectora: pese a toda mi indumentaria de mujer sexualmente experimentada, no sabía muy bien de qué me hablaba. Aunque a esas alturas ya había tenido una buena dosis de sexo, la mayoría de mis experiencias habían sido relativamente vainilla y tranquilas. “¿Como qué?”, pregunté, sintiéndome inocente de repente. “Como que me gusta que me llames ‘papi’”. Tal vez fuera el vino, quizá porque me gustaba tanto o porque todo parecía sacado de la época del debut de Lana, pero de algún modo... me gustaba. “Sí, papi”, contesté. Las palabras se me escaparon de la lengua como si hubiera nacido para decirlas. “Buena chica”. Todavía puedo sentir esas palabras recorriendo mi cuerpo. “¿Cómo quieres llamarme?”, le pregunté. Me propuso amablemente varias opciones, la mayoría eran palabras por las cuales habría noqueado a un hombre por decirlas, pero de nuevo, por la razón que fuera... me dejé llevar. “¿Vas a tumbarte y ser una buena zorrita para papá?”, cuestionó. “Sí, papi”.

Encima de mí, dentro de mí, podía oír su voz en mi oído diciéndome cosas en las que pienso hasta hoy mientras me toco. Algo en la ternura con la que me dominaba me hacía sentir no solo excitada, sino segura. La idea de dominación de la mayoría de los hombres implica poco más que tomar lo que quieren y dar una pequeña paliza en el proceso. Esto era lo contrario. Me hizo sentir confiada, pero autoritaria en mi sumisión. Era dominación y sumisión como debe ser: una danza más que lucha. Él tomaba y yo daba, al mismo tiempo, yo tomaba y recibía. Ahora era una daddy’s girl.

—Stella St. Regis*

2 Me cogí A un fortachón canadiense EN su cabaña helada.

Quitó el seguro de la puerta y me abrió. “Bienvenida a la cabaña de pesca de mi familia”. Me sorprendió lo hogareña que era, con paredes de madera, una mesa con un pequeño horno y un catre doble con sábanas de franela. Aunque, a pesar de todos los esfuerzos del horno, la cabaña era más fría de lo que a cualquiera le gustaría. Y permanecimos cerca para mantenernos calientes mientras nos acercábamos a la cama y nos quitábamos la ropa. Se deslizó dentro de mí. Nos balanceamos juntos mientras él enterraba la cara en mi cuello y de mi garganta brotaban gemidos, mientras yo lo cabalgaba con más fuerza y nuestros cuerpos emitían vapor. Shane* me acercó más y tapó mi boca con su mano: “Tenemos que bajar la voz, aún hay gente aquí”. Como soy una mocosa, respondí apretando mi suelo pélvico como prensa mientras lo cabalgaba, arrancándole un gemido involuntario. Le tapé la boca con mi propia mano, sentí su aliento caliente en mi palma. Su mano libre tiró de mis caderas hacia adelante, empujando su verga aún más adentro de mí y el éxtasis aumentó hasta que me vine, instantes antes de que un vecino de la cabaña, que juraba haber oído ruidos, pasara por allí para asegurarse de que todo iba bien. Le dijimos que ambos estábamos bien. Francamente, era casi criminal lo *bien* que me sentía.

—Emma Meridian*

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2023-09-01T07:00:00.0000000Z

2023-09-01T07:00:00.0000000Z

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Editorial Televisa