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Cientos de años de historia se esconden tras sus incomparables paisajes en este país de Oriente Medio

TEXTO: OLIVER SMITH. FOTOGRAFÍA SLAWEK KODRAS

Omán, que en su día fue un importante centro de comercio en el océano Índico, puede considerarse hoy un país modesto, pero su historia está grabada en algunos de los paisajes más salvajes del Medio Oriente. Un viaje desde Mascate a través de las montañas de Al-Hayar y la península de Musandam revela sus encantos, con cañones que se elevan hasta montañas ciudadela y puertos repletos de dhows que desembocan en costas dentadas

Los janyares son omnipresentes en Omán. Aparecen en la bandera nacional, los coches de policía, los billetes y las monedas. Esculturas de janyares adornan las rotondas y se han grabado en relojes Rolex. No hace mucho, los janyares figuraban en los alerones de los aviones de Omán, hasta que alguien pensó que quizá los cuchillos y los aviones de pasajeros no eran compatibles. En Omán se llevan en ocasiones tan diversas como bodas, funerales y entrevistas de trabajo: son sinónimo de orgullo y propósito, de una férrea adhesión a la tradición. Durante casi un milenio, estas dagas fueron herramientas para la cría de camellos y la defensa personal. En la actualidad son el símbolo de un país cuya herencia es más profunda que la de la mayoría de los países de la península Arábiga.

Al mirar desde la ventanilla del avión, se me ocurre que la costa del país también se parece vagamente a un janyar. La costa se curva hacia el norte y en un extremo se encuentra la península de Musandam, que se adentra en el estrecho de Ormuz. La espina dorsal central son las montañas de Al-Hayar. Y, en el otro extremo, las playas se adentran en las aguas azules del golfo de Omán. A punto de llegar, mi avión aterriza en la capital omaní, Mascate, una de las más agradables del Medio Oriente, extendida a lo largo de un litoral serrado por pequeñas ensenadas.

“Cuando llevas un janyar, es una forma de demostrar que vas en serio”, me explica mi guía, Jalid Mathrushi, que acaba de regalarle a su hijo su primer janyar (pequeño y romo). “La gente te respeta, te toma en serio”.

Recorro Omán en un itinerario organizado por la agencia de viajes de aventura Wild Frontiers, para hacerme una idea de su historia y sus paisajes a lo largo de su costa septentrional. En Mascate, el viaje comienza en el mercado de pescado de Muttrah. La pesca de la mañana aún se agita en los mostradores mientras el aire bulle con el ruido de los cuchillos de los pescaderos y las carretillas que transportan atunes gigantes. Un delta de tinta de calamar se derrama por el suelo, mezclándose con las vísceras de los pescados. Enseguida se ve que Mascate es una ciudad que lleva el agua salada en la sangre.

Los antiguos griegos la conocían como “el puerto escondido”, ya que su viejo puerto de aguas profundas se ocultaba entre los acantilados. Prosperó entre los siglos XVI y XIX, primero como punto de apoyo portugués en Arabia y después como capital de un imperio omaní que se extendía hasta Pakistán y Zanzíbar. Era un centro neurálgico del comercio en el océano Índico: entre los barcos que anclaban aquí había carracas portuguesas cargadas de especias y oro, dhows que transportaban cerámica china y otros navíos cargados de incienso árabe, con destino a iglesias y templos al otro lado del océano. En el siglo XX, Mascate cayó en una relativa oscuridad a medida que disminuía el comercio oceánico: solo paraba algún vapor ocasional y los nombres de los pocos barcos que pasaban se inscribían en los muros del puerto. En el siglo XXI, sin embargo, ha vuelto a prosperar, pero de forma bastante discreta, sin la arquitectura ostentosa de las cercanas Dubái o Abu Dabi. Es una ciudad de bajo perfil, donde la mirada se desvía instintivamente hacia el agua.

Justo delante del mercado de pescado están amarrados los dos yates de lujo del sultán de Omán, con las chimeneas pintadas con la insignia del janyar. También medallones de janyar adornan las puertas de hierro del palacio de Al Alam, un poco más lejos. El palacio fue remodelado por el padre de la nación moderna, el sultán Qaboos, que derrocó a su padre, Said bin Taimur, en un golpe de estado en 1970 con la ayuda de los británicos, sin derramamiento de sangre, aunque su padre se disparó accidentalmente en el pie con una pistola durante la conmoción y vivió el resto

EL EMBLEMA NACIONAL DE OMÁN ES EL JANYAR, UNA DAGA CURVA CON FORMA DE J

de sus días en el Hotel Dorchester, en Londres. El sultán Qaboos supervisó el renacimiento de Omán: el dinero del petróleo transformó la nación a la velocidad del rayo, pasando de ser un remanso pobre a una potencia próspera y pacífica en el rincón más oriental de Arabia. En una región famosa por gobernantes con inclinaciones tiránicas, el sultán Qaboos amaba a Mozart y construyó un magnífico teatro para la ópera. Falleció en 2020 y le sucedió su primo, el sultán Haitham bin Tariq. Sin embargo, en cualquier rincón del país se ven los retratos vigilantes de estos dos gobernantes, cada uno sentado en un trono dorado y con un janyar dorado en la mano.

Hay janyares más pequeños a la venta cuando visito el zoco de Muttrah, un laberinto de callejuelas cubiertas que se adentra en la ciudad. Al entrar, aromas de incienso y agua de rosas se mezclan con el olor a humedad de las curiosidades de latón, como telescopios y sextantes (instrumentos de navegación), algunos antiguos y otros réplicas hechas en China. Farolillos de hierro esparcen una luz enrejada sobre pashminas pulcramente dobladas.

Antes de abandonar Mascate me detengo en la Gran Mezquita del Sultán Qaboos. La más grande del país, se inauguró en 2001 como referente espiritual del renacimiento nacional. Los minaretes se elevan sobre patios de mármol y las palomas se arrullan bajo arcos abovedados. La nave de oración es fría y cavernosa, construida con materiales procedentes de todo el mundo: candiles de cristales austriacos, teca de Myanmar y una alfombra iraní de 1.7 millones de nudos. Los arcos de estilo omeya recuerdan los diseños de Damasco y Córdoba, mientras que los azulejos evocan el esplendor de Estambul e Isfahán. Es una mezquita para una capital que mira de manera consciente al mundo y está abierta también a los no musulmanes. “Puedes hablar con Dios en cualquier idioma”, dice Sanima, la encargada del centro educativo de la mezquita, donde me detengo a tomar dátiles y café. “Él los entiende todos”.

HACIA LAS MONTAÑAS

El Omán moderno está surcado por carreteras asfaltadas, atravesado por autopistas de varios carriles, inundado de gasolina barata y atestado de coches japoneses. Sin embargo, en el corazón de la nación hay una inmensa cadena montañosa inexpugnable incluso para los mejores esfuerzos de los constructores de carreteras.

“Esta es una ruta seria”, dice mi chofer, Nawaf Al Wahaibi, mientras aceleramos por la carretera de tierra que se adentra en Wadi Bani Awf. “Hay que recorrerla muchas veces para dominarla. No creo que se pueda asfaltar aquí jamás”.

Wadi Bani Awf es uno de los valles que se adentran en el corazón de las montañas de Al-Hayar. En sus contornos se encuentra nuestra ruta, en parte carretera y en parte montaña rusa, por la que suelen transitar los 4x4 de los turistas que vienen a maravillarse con las vistas de las tierras altas y a escapar del calor de las tierras bajas. Las señales de tráfico advierten severamente de los peligros de la ruta, la que solo pueden recorrer conductores con los nervios de un janyar de hierro. Nuestro 4x4 se desploma y serpentea por empinadas cuestas. El motor se calienta, el aire se enrarece y nos zumban los oídos. Los precipicios se ciernen a escasos centímetros de los neumáticos. Al final, la vista se abre a un vasto panorama de roca: montañas ciudadela y cañones excavados en la profundidad de la tierra. Las aves de rapiña surcan las corrientes térmicas. Estamos a un mundo de distancia de la costa.

Las montañas de Al-Hayar, que se elevan a 3000 metros de altitud desde la llanura costera, fueron alguna vez una barrera que preservaba las tradiciones ancestrales y mantenía alejados a los forasteros. En cierto sentido, este es el verdadero Omán: hasta los años setenta, el país era conocido como Mascate y Omán: el primero representaba la costa cosmopolita, el segundo se refería a un interior de montañas y desiertos, una terra incognita para el resto del mundo. Solo en las últimas décadas, los tentáculos de la vida moderna se han extendido a los pueblos tradicionales de montaña. Ahora hay electricidad en lugares a los que antes se llegaba por los caminos de los pastores. Las aldeas donde el agua se transportaba en pieles de cabra disponen ahora de plomería moderna. Los edificios de concreto desplazan a las cuevas. Sin embargo, el paso de

Wadi Bani Awf conserva parte de su antigua naturaleza salvaje. Unos días antes, Nawaf había estado conduciendo por esta misma ruta cuando una repentina tormenta inundó los cañones, lo que arrastró los puentes de concreto y arrancó las palmas datileras. Condujo lo más rápido que pudo montaña arriba y escapó por casi nada del diluvio.

Al adentrarnos, llegamos a Bilad Sayt, un pueblo de montaña donde florecientes jardines de palmeras y plátanos salpican la reseca extensión de las colinas. Sobre este pequeño oasis se eleva un castillo en miniatura, uno de los muchos que custodian los pasos de Al-Hayar y una de las principales atracciones para los visitantes.

No muy lejos de la entrada a Wadi Bani Awf se alza el colosal fuerte de Nakhal, con sus torreones unidos por escaleras de caracol y rematados por cañones de hierro que se calientan al rojo vivo bajo el sol del mediodía. Hay más: Nizwa, con su imponente torre, y Al Hazm, con sus murallas de tres metros de grosor. Sus torres están alineadas para atrapar la brisa refrescante y sus garitas están diseñadas para arrojar desde lo alto calderos de miel hirviendo a los atacantes. El frenesí de construcción de castillos en Omán alcanzó su punto álgido en los siglos XVII y XVIII, cuando el país era un mosaico de dinastías rivales. Los más famosos se han restaurado y, en algunos casos, parece que los últimos obreros dejaron allí las herramientas ayer mismo. Pero lo más evocador son las torres de vigilancia en ruinas, solitarias y sin centinelas, con gorriones que anidan en sus grietas. Los escombros de las murallas se extienden montaña arriba y montaña abajo. A menudo resulta difícil adivinar qué defendían o a quién mantenían afuera.

Finalmente llegamos a la cima. La llamada a la oración de la tarde llega desde una mezquita en algún lugar entre la bruma. Otros 4x4 avanzan en picada por la pista, empequeñecidos por las columnas de polvo que se levantan a su paso, nubes que ondean como colas de pavorreal o algo que surge al frotar una lámpara encantada.

Desde lo alto de las montañas parecería que toda Arabia se despliega bajo nuestros pies: al norte está el mar, que se extiende hasta el océano Índico en el este. Al sur se desvanece el desierto de Rub al-Jali, una vasta extensión de arena donde las dunas se extienden hasta la frontera con Arabia Saudita. Y, al oeste, la hoja de la daga continúa su trayectoria ascendente, culminando en la península de Musandam.

SOBRE EL AGUA

El mar está en calma cuando nuestro dhow sale del puerto de Khasab para pasar el día: un espejo del cielo despejado de la mañana. Los pescadores de ostras revolotean a lo largo de la orilla. Olas poco profundas se deslizan a nuestro paso. Me siento en la cubierta, a la sombra de una arpillera colgada del mástil, sintiendo el traqueteo del motor bajo una gruesa alfombra persa mientras observo el agua en busca de movimiento bajo su superficie.

No tarda en aparecer una presencia fantasmal bajo el casco. De repente, un delfín nariz de botella se desplaza por el agua y emerge entre el oleaje. Durante un rato, un grupo de delfines se acerca a nuestra embarcación; todos los ojos a bordo están fijos en sus acrobacias mientras se arquean entre el rocío. Solo cuando desaparecen podemos alzar la vista y contemplar el dramatismo de nuestro entorno. Musandam es el lugar donde las montañas occidentales de Al-Hayar se elevan desde las profundidades turquesas del golfo Pérsico. Aquí, largas ensenadas –conocidas como khors– se adentran entre las cumbres. Es una colisión extraordinaria entre tierra y mar, donde el agua salada y el arrecife se convierten en cumbre y cresta montañosa.

“Los llaman los fiordos noruegos de Arabia – dice Haneef Bekalam, uno de los tripulantes del dhow–. A veces parecen pintados por un artista”.

Es innegable que la península de Musandam es espectacular. Pero también es un punto de estrangulamiento en la vía marítima de mayor importancia estratégica del mundo. Alrededor de 25% de todo el petróleo crudo del mundo se exporta por la abertura de 40 kilómetros de ancho del estrecho de Ormuz. Si se entrecierra la vista desde la orilla, se puede distinguir una flota de superpetroleros que avanzan por el horizonte hasta Irán, con destino en los puertos de Kuwait, Arabia

Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Catar. El petróleo ha traído una riqueza extraordinaria a esta vía. Rascacielos de cristal y hoteles de lujo; sin embargo, cualquier navegante de un petrolero en dirección sur verá un paisaje casi totalmente inalterado por el paso del tiempo.

Nuestro dhow pasa entre aldeas de pescadores, con los minaretes de sus mezquitas diminutos y puntiagudos contra los acantilados. Aquí y allá hay esclusas tradicionales, casas subterráneas con intrincados cerrojos, diseñadas para que los aldeanos pudieran asegurar sus propiedades junto al agua y llevar sus cabras a los pastos de verano. Muchos asentamientos de Musandam solo son accesibles por mar. En el extremo más alejado se encuentra Kumzar, un pueblo donde los habitantes hablan una lengua que emplea farsi, urdu, árabe, inglés y portugués, una mezcla de vocabulario heredado de los marinos de paso hace siglos. En más de un sentido, estos remotos khors han sido un santuario: los historiadores han debatido si los habitantes de Musandam podrían descender de los pueblos originales de Arabia, que dominaron la región antes de ser desplazados por los árabes. También es uno de los últimos reductos del leopardo árabe, aunque hace muchos años que no se le ve.

Aunque Musandam es una península, sería mejor considerarla una isla: técnicamente es un exclave de Omán, separado del resto del país por una estrecha franja de territorio emiratí. La península aún no estaba asfaltada en la década de 1990 y Haneef llegó aquí como camionero en los años ochenta, conduciendo camiones por carreteras de grava. A nivel del mar, las temperaturas suelen superar los 40 ºC, pero Haneef recuerda las ventiscas en los puertos de alta montaña: sabía, por haber conducido sobre arena, que debía bajar la presión de los neumáticos para transitar durante las ligeras nevadas.

Los fiordos noruegos son una analogía útil para la geografía del país. Si bien los fiordos del norte de Europa se han formado por el retroceso de los glaciares, los khors de Musandam son el resultado de cambios tectónicos: la placa arábiga es subducida por la placa euroasiática. Las montañas se sumergen lentamente en el mar, encogiéndose un poco más cada año.

“Quizá signifique que un día no habrá más Musandam –indica Haneef–. Quizá ahora es un buen momento para venir aquí”.

Anclamos nuestro dhow junto al islote de Jazirat al Maqlab, también conocido por el nombre en inglés de Telegraph Island (la isla del Telégra

fo), donde una escalinata incrustada con erizos de mar sale de las aguas poco profundas. La sigo hasta encontrar los cimientos de antiguos edificios que se cuecen bajo el sol del mediodía. Hay poco que ver; solo un árbol solitario proyecta un poco de sombra.

La isla del Telégrafo parece estar lejos de cualquier lugar y sin embargo en su día fue uno de los emplazamientos más importantes del Imperio británico. A mediados del siglo XIX albergaba una estación repetidora del cable telegráfico que iba de Londres a Karachi. Las órdenes que gobernaban el mayor imperio del mundo se retransmitían desde esta parcela solitaria en un fiordo árabe. Pero las cosas no salieron según lo previsto: los moluscos mordisqueaban los cables y los lugareños amenazaban a los intrusos británicos desde tierra firme. El calor y el aburrimiento llevaron a los operarios a la locura y cosas peores. Dos miembros del personal perdieron la vida. Pero la isla, apenas mayor que un campo de futbol, hizo su propia contribución a nuestro idioma: el tortuoso viaje por el khor y rodear el estrecho de Ormuz era, en sentido literal, “perder el camino”.

Hoy día, la isla del Telégrafo sigue provocando otro tipo de delirio: un enamoramiento loco por la belleza surrealista de Musandam. Me zambullo en las aguas poco profundas mientras pasa un banco plateado de caballas. Debajo de mí, peces ángel; arriba, las dramáticas alturas de las montañas, formadas hace eones a partir de una corteza oceánica, con fósiles de peces en sus cumbres. Por encima y por debajo del agua, la sensación es de amplitud. La península Arábiga es una región acosada por conflictos, obstaculizada por restricciones de viaje, bordeada por ciudades futuristas y repleta de centros comerciales. En este contexto, recorrer los paisajes naturales de Omán es una experiencia a la vez preciosa y excepcional.

Al atardecer, conduzco por las carreteras hasta el punto más alto de Musandam. Abajo hay innumerables embarcaciones, incluyendo dhows y barcos de arrastre, los herederos modernos de una tradición marinera omaní que se remonta a las leyendas de Simbad el Marino y los barcos de la Edad de Bronce sellados con betún. Un sol rojo sangre permanece sobre las cimas de las montañas, mucho después de que la tierra se ha cubierto de sombras y se ha enfriado. Se va con un destello final, como el brillo de una espada antes de ser envainada.

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2023-09-01T07:00:00.0000000Z

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