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Una metrópoli llena de música y vida nocturna

TEXTO: DANIEL STABLES. FOTOGRAFÍAS: BEN WELLER

Bajo la superficie de las tranquilas casas de té de las geishas y los silenciosos santuarios, Kioto es un punto neurálgico de la legendaria música en vivo. Aquí, las actuaciones más singulares y desenfrenadas de Japón se dan cita en los clubes subterráneos, los antros de moda y los cafés históricos de la ciudad

Quizá un pub irlandés no sea el lugar más obvio para encontrarse con el corazón cultural de Japón. Por eso, con cierta inquietud, me acomodo en una mesa de una esquina de Field, un pub irlandés situado encima de un restaurante de udon en el centro de Kioto, donde el cartel de la puerta anuncia la clásica combinación “Guinness de barril, buena música irlandesa y pan con curry de Noharaya”.

Mi aprensión resulta totalmente fuera de lugar. Durante las dos horas siguientes, una sucesión de músicos japoneses de gran talento sube al escenario para tocar el violín, la flauta, el banjo y el silbato de hojalata en una serie de jigs, reels y slides que no desentonarían en los pubs de Dublín. “Los europeos y estadounidenses que vivían en Kioto iniciaron las sesiones de música irlandesa en los pubs en la década de 1990 –me cuenta entre melodía y melodía el gerente Hikaru Sato–. Unos cuantos japoneses curiosos se unieron a ellos y así nació la escena musical irlandesa”.

El género fue aprovechado con aplomo por las siguientes generaciones de músicos japoneses, que lo han asumido con la pasión, el brío y la destreza típicos de esta nación de aficionados. “Los japoneses suelen creer que el dominio de algo conduce a su disfrute, tanto en el trabajo como en los pasatiempos”, dice el violinista y flautista de lata Ryo Kaneko, tras una entusiasta interpretación de la “Polka de Egan”. Incluso hay una palabra para ello en japonés: ikigai, la sensación de motivación y fuerza vital provocada por la búsqueda de las propias pasiones. “Aquí las aficiones son enormes –lo confirma mi guía, Van Milton, de InsideJapan–. Y cuando encuentras una, vas por ella, con todo”.

La modesta escena folclórica irlandesa es solo la punta del iceberg. En las guías se habla de Kioto con un temor reverencial: una ciudad congelada en el tiempo, donde monjes con túnica recorren templos callados y un silencio opaco se cierne sobre los ángulos perfectos de los jardines zen. Sin embargo, el lugar tiene otra cara, moderna, bulliciosa e irreverente hasta la médula. Por la noche, Kioto se pone de cabeza. La contracultura citadina se ha gestado durante mucho tiempo en los locales de música de la ciudad, conocidos localmente como live houses. Se dice que, en la década de 1970, miembros del Ejército Rojo japonés, un grupo comunista militante dirigido por mujeres que pretendía derrocar a la monarquía, se escondían entre las nubes de humo y las paredes de madera oscura del Zac Baran, uno de los bares de jazz más famosos de Kioto.

Mi propio descenso al paisaje nocturno de Kioto continúa en Urban Guild, el principal espacio de música de vanguardia de la ciudad. En las paredes se proyectan fractales. Un hombre con sombrero de pescador y barba de cola de pato fuma un gran cigarrillo de dudosa legalidad. Esta noche, la sala está llena, los espectadores se apiñan en bancos de madera y, sin embargo, hay incluso más gente de pie alrededor del escenario, en espera de la actuación, que entre el público. Un joven hace algunos estiramientos; un anciano con rastas hasta las rodillas, rematado con una gorra rastafari, se inclina repetidamente y golpea sus rodillas con los puños. Están calentando.

La necesidad de preparación física se hace evidente a medida que avanza la noche: un maratón de improvisación de jazz moderno que se prolonga durante varias horas con más de 30 intérpretes,

muchos de los cuales vuelven al escenario una y otra vez. La velada se desarrolla en una fantasmagoría amorfa de música y luz. Se respira un ambiente circense, con niños que corren desbocados por el escenario, agachándose bajo las plataformas de los tambores, los sintetizadores y los micrófonos. Los decibelios suben y los niños se tapan los oídos con los dedos. Un asalariado duerme en un banco de la esquina.

Una de las artistas que repite es la vocalista Fuyuco, con la que charlo entre una interpretación y otra. Me explica que la población de Kioto -la mitad que la de Osaka y 10 veces menos que la de Tokio- y los locales menos conocidos han contribuido a que aquí florezca un tipo de escena musical diferente a la de las grandes ciudades. “Kioto es una ciudad pequeña y profunda –afirma–. Las conexiones de la gente se extienden como raíces; aquí se puede formar una comunidad fácilmente. Además, el costo de la vida es más barato que en otras grandes ciudades, por eso viven aquí tantos músicos experimentales”.

Al día siguiente me reúno con el productor de música ambiental Ferdinand Maubert en Cavalier, un bar de cocteles de estilo oscuro. Mientras calmo la embrionaria sensación de resaca con whiskies Hibiki, me explica que Kioto está a la vanguardia de la naciente escena musical electrónica japonesa. Durante mucho tiempo se enfrentó a un obstáculo único: una ley de 1948, introducida para contrarrestar la influencia corruptora de la cultura estadounidense, que prohibía bailar después de la medianoche. Durante mucho tiempo, la policía se hizo de la vista gorda y permitió que los clubes nocturnos funcionaran de forma más o menos legal, pero una serie de redadas en la década de 2010, conocidas como la “Guerra contra el Baile”, cerraron aún más una escena ya de por sí asfixiada. Siguieron las protestas y la arcaica prohibición del baile en Japón se levantó finalmente en 2015.

Ferdinand me cuenta que las cosas avanzan, aunque el progreso sea lento. “Cuando estuve en Europa en la década de 2000, todo eran raves clandestinos; ahora todo el mundo los quiere aquí en Japón –dice–. Hace diez años, en Japón estábamos en la década de 1980. Ahora estamos en los noventa”. La escena de la música ambiental en particular está creciendo, impulsada por una exposición multimedia en 2022 celebrada en Kioto por Brian Eno, el músico y productor discográfico británico que popularizó el género entre 1970 y 1980.

Ferdinand coincide con Fuyuco en que Kioto es un buen hogar para quienes no se integran tan fácilmente en la vida dominante de Japón. “Estas personas eligen vivir un poco al margen de la sociedad –comenta– y eso se puede hacer en Kioto: es más afable y también está cerca de la naturaleza”. Esto último es especialmente importante para Ferdinand, cuyo álbum debut, Made in Kyoto, está impregnado de grabaciones realizadas en los bosques de bambú de las afueras de la ciudad.

Kioto es también un marco ideal para los locales de música, ya que su arquitectura histórica se salvó de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Los grupos de rock and roll sacuden las vigas de madera de Jittoku, una antigua fábrica de sake de la que se dice que es la casa de música más antigua de Japón, mientras que el swing en vivo resuena contra los azulejos de Sarasa Nishijin, unos atractivos baños de los años treinta que ahora son una cafetería.

MÚSICA REBELDE

“Al clavo que sobresale se le da un martillazo”: este proverbio tradicional japonés lo repiten tanto los observadores extranjeros que me sorprende oírlo a menudo en boca de los propios japoneses cuando describen la sociedad colectivista y conformista del país. La música, sin embargo, es un vehículo de escape para los habitantes de Kioto con inclinaciones más personales. Pasee entre las tiendas junto a los canales y bajo los cerezos de la calle Kiyamachi y le sorprenderá la imagen y el sonido de Chanko Ponchi, un exluchador de sumo que rapea y hace beatbox, tan solo con su mawashi (taparrabos). Otra figura individual de la escena musical de Kioto es Taiji Sato, un guitarrista con una magnífica melena que se ha ganado el sobrenombre de “el Lenny Kravitz japonés” y se ha convertido en una figura destacada en los locales de la ciudad.

En ningún otro lugar es más evidente la fuerte individualidad musical de Kioto que en su defensa de la orgullosa tradición del punk rock japonés, encabezada en la década de 1980 por grupos como Boøwy y Shonen Knife. Entre los que hoy llevan la bandera se encuentran las leyendas de la ciudad Otoboke Beaver, cuyo punk de guitarras abrasadoras y letras satíricas –a menudo condenando el estrecho conservadurismo y las presiones familiares de la sociedad japonesa– ha despertado interés en Europa y Estados Unidos, y se ha ganado elogios de Dave Grohl, miembro de la realeza del rock. “Fue después de que empezáramos a llamar la atención en el extranjero cuando nos etiquetaron como grupo punk –me cuenta la cantante Accorinrin–, pero tal vez nuestra actitud sea punk”. Quizá, dice, tenga algo que ver el hecho de ser de Kioto, donde, al igual que en la región de Kansai, “la gente es conocida por ser directa y franca”.

Incluso aquí, en la escena punk moderna, la influencia de las artes tradicionales de Kioto se hace notar. Accorinrin señala el manzai, una forma clásica de comedia. “Kansai es la cuna de la comedia en Japón, así que no pensamos conscientemente en la comedia; forma parte de nosotros –señala–. El manzai es un tipo tradicional de comedia stand-up, normalmente con dos personas en una conversación –tiene ritmo, una velocidad lenta y rápida–. El tempo cambiante nos fascina y eso influye en nuestra forma de componer”.

La suerte quiso que el grupo diera un concierto en Kioto durante mi visita, así que me presenté en el Sócrates, un antro de mala muerte, con mi guía, Van, a cuestas. El sudor gotea de las paredes mientras la banda hace sonar su punk, con dulces melodías pop que se alternan con estallidos de rabia sobre riffs de guitarra. Las inquietudes de la banda son evidentes en los títulos de las canciones (“No voy a repartir ensaladas”, “No soy maternal”, “Un viejo decrépito espera mi reacción”) y en la furia de las letras, en japonés e inglés, con frases como “Un cabrón tenaz y enfurruñado / buscando un ligue de una noche / Viejo decrépito asqueroso”.

“Esto es lo que pasa en Japón –dice Van mientras asiente con aprobación– cuando se quita la máscara”.

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2023-09-01T07:00:00.0000000Z

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