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SIN PALABRAS

No hacen falta las palabras cuando existe amor, y entre Vania y Andrés había sentimientos que ni el tiempo ni las mentiras de Ignacio pudieron apagar.

POR PILAR PORTOCARRERO

Andrés ató las bridas de su caballo a la rama de un árbol y sin delicadeza desabotonó su camisa. Tenía la piel pegajosa y lo único que quería era bañarse en el río. Desde la muerte de Ignacio, el padre de Vania y empleado de la hacienda, apenas podía descansar, por eso agradecía ese momento de relajación después de un duro trabajo. Pero cuando se acercaba a la orilla escuchó un chapoteo que llamó su atención. Nadie se bañaba en esa parte porque estaba dentro de sus tierras.

Se acercó despacio y su corazón latió con fuerza al ver a Vania flotando, quien dejaba al descubierto su feminidad y tentaba a la distancia, llenando sus ojos con un espectáculo sensual que despertó sus sentidos.

Nadie como ella para alterar cada fibra de su ser, nadaba sin preocupación y disfrutando de ese respiro de frescura, sin saber que Andrés observaba cada uno de sus movimientos. Él estaba consciente de que debía hacer algo para hacer notar su presencia, pero se quedó oculto entre la maleza viendo cómo salía Vania del agua, exhibiendo su cuerpo húmedo que brillaba bajo el sol como el de una diosa: sus formas perfectas, pechos firmes y la pequeñez de su cintura, dando vida a sus caderas que terminaban en unas piernas largas y bien formadas.

La vio vestirse y luego desaparecer por el sendero que llevaba a la finca. Sabía que en cualquier momento regresaría, y pensó que estaría preparado cuando la tuviera enfrente, pero jamás imaginó que tras tantos años el impacto del encuentro sería fulminante para sus sentidos y su corazón.

–Por Dios, ¿dónde has estado? –exclamó su madre, preocupada–, los muchachos de la hacienda fueron al pueblo a buscarte, pero nadie supo dar razón de ti.

–Fui a dar un paseo –respondió Andrés, con un poco de culpa al verla intranquila –, sin darme cuenta me alejé y terminé en la cueva de la cañada.

–¿Qué te preocupa, hijo? –preguntó. Para nadie era un secreto que siempre que tenía un problema se refugiaba en la cueva que un día descubrió con su padre.

La frialdad del interior apagaba el calor

–Pero si no has comido, hijo, ¿no te gusta lo que he preparado para ti?

–Sabes que me encanta la carne asada, pero estoy fatigado y no tengo hambre.

Le dio un beso en la frente a su mamá y salió al patio decidido a encarar a Vania.

Tomó el sendero que llevaba a la cabaña que le asignaron a Ignacio desde que llegó a la hacienda, primero como capataz, y luego como administrador cuando su padre enfermó. Siempre fue un tipo de pocas palabras, pero era eficiente en su labor, y se había ganado el cariño de todos.

Vania miraba a las estrellas mientras se preguntaba si Andrés la buscaría. Le daba miedo enfrentarse a él después de lo que pasó, pero en ese momento no pudo hacer nada, y luego él la olvidó. Pasaron 13 años sin verlo, llorando su memoria, imaginando cómo habría sido la vida a su lado, pero entonces recordaba las palabras de su padre, y pensaba que fue lo mejor alejarse que sufrir luego su abandono.

Nunca fue una chica como las demás, perdió la audición cuando era niña y tuvo que aprender a comunicarse con el lenguaje de las manos. Fue a colegios especiales hasta que su madre murió, y su papá aceptó el empleo en la hacienda para alejarse del doloroso pasado. Nunca sintió que la hacían a un lado por su sordera ni por no hablar, pero cuando fue adolescente le pesó mucho su condición, aunque a Andrés nunca le importó. Él, en cambio, se preocupó por aprender el lenguaje de los signos, y la comunicación nunca fue un obstáculo. Se divertían juntos, y luego conoció la pasión cuando disfrutaron de esa primavera que había marcado su vida.

De pronto sintió que no se encontraba sola, y bastó que mirara de reojo para notar la sombra que acompañaba la suya. Volteó lento, mientras sentía que el corazón se le salía del pecho, y entonces lo observó y se dio cuenta de que el tiempo había cincelado cada línea de su rostro. Ahora Andrés tenía de sus pensamientos, devolviéndole la tranquilidad que necesitaba para enfrentar cualquier situación. Pero a pesar de las horas que estuvo encerrado a voluntad, no pudo calmar el golpeteo de su corazón mientras su mente le recreaba imágenes que nunca pudo olvidar: los primeros encuentros con Vania después de que ella llegara a la hacienda con Ignacio. Desde ese instante quedó fascinado con su largo cabello color miel, sus verdes ojos y las pecas que le cubrían las mejillas.

Tenía 17 años cuando la atracción entre ambos se convirtió en amor y dieron rienda a la pasión que vivieron a escondidas y sin control. No obstante, eso ya era historia pasada, y si a Vania no le importó abandonarlo con todos esos planes que habían soñado juntos, era un desperdicio de tiempo seguir ahondando en recuerdos que debía sacar de su memoria lo antes posible.

–¿Hay algún problema en la hacienda? –agregó su madre ante su silencio.

–Todo está bien, sólo estoy cansado, debo encontrar al reemplazo de Ignacio.

–Vania estuvo aquí –comentó de pronto mientras le servía la comida, ajena a la tormenta que él libraba en su interior.

Cómo decirle que no la nombrara, que no le hablara de ella, que se callara… su madre ignoraba lo que hubo detrás de cada mirada entre ambos, cada sonrisa cómplice y gestos que sólo ellos entendían.

–La pobre está muy triste por la muerte de su padre. Búscala… –agregó sin dejar de mirarlo–, no me gusta que esté sola en esa cabaña. Convéncela de que venga a la casa, ustedes fueron amigos...

“Fuimos amantes, cómplices, compañeros, incondicionales… ¿En qué momento se pudrió todo?”, pensó, mientras una amarga emoción envolvía poco a poco su corazón.

–Creo que lo mejor, por ahora, es irme a dormir –dijo levantándose de la mesa.

la belleza que los años habían dejado sobre su piel. El café de sus ojos seguía tan intenso como siempre, bajo el marco de las cejas pobladas que le daba decisión a su mirada.

–Pensé que nunca regresarías –dijo Andrés con el lenguaje de los signos.

–Yo tampoco creí volver –respondió Vania, moviendo despacio los dedos.

–Llegaste sola, ¿y tu esposo?

Vania no supo qué responder. Por fortuna, él continuó con la plática.

–Tu padre me contó que ya tienes una niña. Muchas felicidades…

Vania percibió el rencor en su mirada y aceptó que su padre había hecho un buen trabajo matando de un tajo la ilusión que un día los había unido.

–Ahora mismo te llevo donde vive tu tía… –le dijo una madrugada cuando la sorprendió regresando de una cita con Andrés.

Entonces tenía 18 años y estaba asustada; fue la primera vez que su padre la miró con rabia mientras le hablaba con las manos.

–¿Acaso crees que Andrés te toma en serio?, es el hijo de un hacendado, y tú una pobre muda a la que sólo utiliza mientras aparece una mujer de su nivel.

Ésa fue la estocada que mató la rebeldía que había en su alma, la cual hizo que lo obedeciera sin chistar, aunque nunca dejó de preguntarse por Andrés, cómo había tomado su abandono, hasta que su padre le contó que estaba comprometido con otra hacendada.

Le dolió mucho que él volviera a enamorarse cuando ella nunca jamás olvidarlo, y aunque Vania trató de rehacer su vida, inevitablemente volvía a sus recuerdos.

–También sé que te convertiste en una gran artista –agregó Andrés, descubriendo que aún tenía facilidad para mover los dedos–, me enteré que tus pinturas están muy cotizadas.

–Siempre me dijiste que un día lo lograría. –Y me siento muy orgulloso de tu éxito. Se miraban atentos, sin darse cuenta de que la Luna reflejaba sus sombras en medio de una noche que ambos enfrentaban con el corazón en la mano.

–Puedes quedarte el tiempo que quieras, aunque me imagino que desearás regresar junto a tu familia –señaló Andrés, acercándose a ella. De pronto, estaban tan cerca mirándose con la respiración acelerada y los nervios a flor de piel.

Era imposible ocultar la emoción que les hizo olvidar el pasado y sus desventuras, para sentir la fuerza de un amor que pedía a gritos el lugar que siempre tuvo entre los dos.

Andrés dejó caer las manos sobre sus hombros y ella tembló ante su contacto.

No quería escapar; deseaba otro recuerdo, otro beso, otra caricia… que casi le suplicaba con los ojos. Él leyó su deseo, y se dejó llevar por la emoción de volver a sentir sus labios sobre los suyos en un beso que comenzó con timidez, y se llenó de fuego mientras sus bocas se reconocían.

Pero la sensatez los hizo reaccionar y ambos se apartaron con brusquedad. Él la miraba sorprendido mientras ella no podía ocultar el sentimiento que estaba latente.

–Estás casada, Vania… –dijo, mientras movía los dedos por inercia.

–Y tú comprometido, me olvidaste.

–Fuiste tú la que se marchó y la que me dejó sin una despedida. Simplemente desapareciste.

Andrés no aguantó más y salió huyendo de una situación que se le había escapado de las manos. Caminó por la hacienda reviviendo el beso que aún quemaba en sus labios.

–Tú me amas –murmuró–. ¿Por qué te casaste? ¿Por qué me abandonaste?

Estaba en medio de un fuego cruzado sin saber hacia dónde mirar. Juntos despertaron la pasión que descubrieron detrás de un beso, sin imaginar que esa felicidad tenía una fecha de caducidad. Ella

se marchó sin importarle el amor que había dejado dentro de él. Fue Ignacio el que más tarde le confesó lo que había ocurrido.

–Vania me confesó lo que ha pasado entre ustedes. Está asustada, y por eso me suplicó que la llevara lejos de la hacienda.

–No puede ser verdad… precisamente anoche estuvimos juntos. No entiendo, Ignacio –agregó desesperado –, no sentí que algo extraño sucediera.

–Vania se ha dado cuenta de que no te ama, y no sabía cómo decírtelo. Esta madrugada la dejé en casa de una prima, juntas viajarán rumbo a Texas, donde vive mi hermana.

–Debo hablar con tu hija… –insistió.

–¿No entiendes, Andrés?, Vania no quiere saber absolutamente nada de ti.

Andrés dejó los recuerdos y volvió a sentir el beso no nada más en sus labios, sino dentro de su corazón y de su alma.

–No entiendo nada… –murmuró enojado–, le perteneces a otra persona y me besaste como si me entregaras tu alma.

Tenía que hablar con ella, despejar sus dudas y saber lo que había ocurrido en realidad.

–Llevas el apellido de otro hombre, pero tu corazón me pertenece –murmuró pensativo.

Sin embargo, la ilusión de saberse correspondido se cubrió de amargura ante una realidad que no podía ignorar. Vania ya no era libre, y debía dejarla marchar para siempre.

Vania se bañaba en el río en medio de un llanto silencioso que la estremecía de dolor. Esa tarde se marcharía de la hacienda para jamás volver, ya había recogido los objetos personales de su padre y no había nada que la retuviera en ese lugar.

Fue a la casona para despedirse de la madre de Andrés, pero cuando pasó por uno de los salones se sorprendió al encontrar algunas de sus pinturas.

–Hay más cuadros en su oficina –escribió la mamá sobre un papel–, ven, acércate para que lo veas. La verdad es que Andrés es tu fan número uno, siempre está pendiente de tus exposiciones.

Y Vania quedó impresionada al presenciar toda una pared tapizada con algunas de sus obras que fueron expuestas en una galería de Nueva York.

“¿Por qué tiene mis pinturas?”, pensaba mientras se sumergía en el agua.

Sólo encontró una respuesta. Andrés también la amaba. Cómo pudo creer que su padre tenía razón, él nunca la habría cambiado por nadie, su compromiso con la hacendada tenía que ser otra mentira. Pero, así como ella había encontrado la verdad, él también debía hacerlo, y era una tarea en donde sólo hablaban los sentimientos.

Entonces Andrés la vio a lo lejos y no aguantó las ganas de querer sentirla, como en los viejos tiempos, cuando aprovechaban cualquier momento para perderse en la aventura de amarse, conociendo cada secreto de sus cuerpos. Caminó hacia el río sacándose la ropa, la amaba con más intensidad que antes, su corazón no entendía de barreras, sólo se contentaba con quererla y llenarse con su presencia. Se metió al agua sin escuchar los gritos de la razón que le repetía una y otra vez que se alejara de ahí, mas no quería escuchar, ella se marcharía y él sólo quería robarle a la vida algunos momentos que pudiera guardar en el alma.

Vania lo vio nadando hacia ella y sonrió ilusionada, la vida le ofrecía ese regalo y disfrutaría cada instante a su lado. Andrés se detuvo a escasos centímetros de ella, y la atrajo con delicadeza hacia su boca.

Se encontraban piel con piel, palpitando con gran emoción; no habría tregua para la pasión que había esperado por tantos años, y que explotó con cada movimiento de sus cuerpos.

Se amaron bajo el sol, embriagados por el deseo que se fundió con cada beso. Sólo existían los dos en medio del paisaje rural, mudo testigo de esa entrega que los rescató de la soledad en donde ambos se habían acomodado.

–Podría jurar que me amas –dijo Andrés con señas, luego de recuperar la calma–, pero debe ser mentira, te casaste y ahora le perteneces a otro hombre. ¿Por qué? –le preguntó, moviendo los dedos mientras sus ojos se llenaban de dolor–. ¿Por qué me dejaste?, no lo puedo olvidar.

Ella se quedó temblando desconcertada mientras Andrés salía aturdido del agua.

Qué tonta fue al pensar que tantos años de ausencia no iban a dejar su huella. Ya era demasiado tarde para volver a comenzar.

¡Cómo dolía!, sentía que el corazón se le hacía pedazos sin poder contener la tristeza.

Meses después de lo ocurrido, Vania presentó una nueva exposición.

–Todo está saliendo a la perfección –comentó el agente de Vania al ver el interés del público en sus obras–. El señor Rebolledo ya separó las dos pinturas colocadas al final del salón, y algo me dice que la galería quedará vacía.

Vania sonrió al ver su entusiasmo, pero sus ojos contradecían su rostro. El encuentro con Andrés revivió la herida que tenía en el pecho desde que su padre la obligó a abandonar la hacienda. ¿Cómo podría seguir viviendo sin él?

El roce de unos dedos la obligó a voltear en sentido contrario, y vio los ojos cafés de su amado mirándola con ansiedad.

–Fui un tonto al no haberme dado cuenta de la verdad tras tu partida.

–No estás casada –afirmó Andrés mientras movía las manos–, y tampoco tienes una hija; por eso te entregaste a mí como lo hiciste.

Vania respiraba agitada sin poder contener sus lágrimas. Era el momento que tanto había esperado.

–Me entregué porque te amo demasiado… –dijo ella muy despacio.

–Mi amor, ¡hablas! –exclamó Andrés emocionado–, esto es una gran sorpresa. –Me cuesta mucho, pero lo sigo intentando –dijo sonriendo. Y sin prisa le comentó sobre el implante coclear que hacía unos años le habían realizado, y que gracias a las terapias de lenguaje seguía avanzando en su pronta recuperación.

–Ahora también puedo escuchar tu voz, y me gusta –agregó Vania emocionada.

–Entonces sólo falta algo...

–¿Qué?

–Que escuches que te amo. Nunca estuve comprometido, Ignacio te mintió, jamás, en todo este tiempo pude sacarte de mi corazón.

–Yo sufrí mucho pensando que me habías olvidado y te habías enamorado.

–No entiendo por qué tu padre quiso separarnos. –Él creía que tú terminarías abandonándome porque no era una mujer como las demás –dijo con tristeza–, y quizá intentaba protegerme a su manera.

–Tu padre veía mi desesperación – agregó indignado–, sabía muy bien que te extrañaba. –Y también sabía de mi dolor.

–Pero no logró lo que quería. ¡Nos amamos, Vania!, regresa conmigo a la hacienda, puedes pintar junto al río, y cuando tengas una exhibición lo dejaré todo para estar a tu lado.

–Ya vi que has comprado mis pinturas.

–Tener un cuadro tuyo era como poseer un poco de ti en la hacienda. Acepta ser mi esposa.

–Es lo que más quiero... –respondió emocionada.

Ya no existían las mentiras de Ignacio, sólo ese instante que marcaba el comienzo de una nueva vida en la cual ambos le daban la bienvenida a la felicidad. Se besaron, entregando el corazón. No hacían falta las palabras para expresar sus sentimientos y conectarse más allá de la piel, donde vibraban y sentían que no había más alegría que tenerse, amarse incondicionalmente, sentirse y saber que siempre estarían juntos.

LA NOVELA

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2023-06-01T07:00:00.0000000Z

2023-06-01T07:00:00.0000000Z

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