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EL DÍA QUE APRENDÍ QUE NO SÉ AMAR

POR AURA GARCÍA-JUNCO

El bar simulaba un departamento vintage. Enfrente de nosotras, unos güeros hablaban a gritos acerca de un negocio que iba de poca madre; al fondo, un grupo de jazz tocaba estándares insípidos, pero bien interpretados. Z. y yo estábamos sentadas en un sillón para dos, bebiendo cocteles tan elaborados que desprendían colores tornasol bajo la tenue luz de una lámpara en la mesita atrás de mí.

—Tú nunca te has enamorado —dijo ella. Era parte parte de una conversación que empezó, como tantas otras veces, con la pregunta más común: «¿Tienes novio?». Después de que le contesté que sí, debimos de habernos quedado en la vacuidad cotidiana de una charla previa a emborracharse; o en las confesiones de un romance triste que crean lazos, aunque sea momentáneos, auspiciados por el alcohol. Pero no, llegamos rápidamente a ese momento en el que mi compañía de esa noche afirmaba enfática que yo nunca me he enamorado.

¿Y cómo llegamos a la parte en que se descubre mi estatus de tullida sentimental? Con una respuesta que a lo largo de mi vida ha resultado más traumática para mis interlocutores que para mis parejas: «Tengo una relación abierta».

A partir de ese momento, la frase arriba

señalada se volvió el leitmotiv de la conversación. Venía acompañada de recomendaciones que, sospecho, tenían como finalidad salvar mi alma del infierno emocional. Debía aprender a querer. Nadie en su sano juicio puede pretender que una relación abierta sea otra cosa que la renuncia al Amor Verdadero. Cuando creciera vería. Me iba a enamorar y con ello aprendería lo que es una relación real. Titubeé. Nunca he sabido bien qué hacer en esos casos. Intenté defenderme y murmuré algo así como que de hecho yo sí amaba, y mucho, a mi novio, con quien llevaba años para ese entonces; luego dije también que no era mi primera relación abierta. Por último, hice un leve y bastante tibio intento de justificar mi relación ante la que hasta hacía unas horas era una extraña, pero que ahora actuaba como si me conociera a profundidad.

Pero «tú nunca te has enamorado» fue el juicio de Z., y no hubo manera de que la conversación se escapara grácilmente de ese rellano.

Hay algo que debo precisar: no tengo la intención de imponer a nadie la forma en la que yo deseo, me gusta o elijo relacionarme. Nunca he ido por la calle con una pancarta en letras rojas que diga «¡Muerte a la monogamia!», tampoco he creado una petición de Change.org para que se prohíba la fantasía más «clásica» del Amor, esa en la que uno envejece feliz con una sola persona y nada más (aunque bien nos haría dejar de pensar que ese es el único objetivo). No le he recomendado a mis amigxs que abran sus relaciones, cual testiga de Jehová posmoderna, a menos que me hayan preguntado al respecto de manera explícita. Entonces, no me explico por qué más de una vez, y de hecho muchas, me he encontrado a mí misma irguiendo un escudo, porque ni a espada llego, para evadir los madrazos argumentales que me suelta la gente cuando escucha esa invocación a Belzebú —«relación abierta»— salir de mi boca.

Las reacciones negativas se acomodan en una amplia gradación: desde el menosprecio de todas las relaciones en las que he estado en la vida hasta el coraje puro. Incluso he sorprendido a alguna psicóloga diciéndome cosas como «creí que con él sí querías algo más serio» cuando mencioné estar en una relación abierta. Chanclazos que una recibe en los lugares más inesperados.

De vuelta a la penumbra del bar. Para este momento, Z. ya se había tomado tres whiskies y su dicción no era la misma. Yo, más borracha de lo que sabía que estaba, empezaba a pensar que ella tenía una agenda oculta.

La conocí en un programa que se nos dijo que sería un documental, pero que en cambio resultó ser un quasi reality show chafa sobre artistas jóvenes que participan en retos artísticos y son filmados haciendo cosas «normales» pero fingidas (como leer en el pasillo, regar plantas, encontrarse «casualmente» en medio de un museo), y por ello levemente ridículas. El último día de esa tortura a la que me expuse por un par de meses, Z., que me llevaba unos seis años, se mostró amigable pero cortante, con iniciativa y frenos, interesada y distante, lo que me sumergió en un coctel de contradicciones tan fuerte como los que después tomaríamos en el bar. Al terminar la grabación, me pidió mi número. Después, me dijo que fuéramos a beber algo un día de esa semana. Después, que qué me tomaba. Después, que no sabía amar. Después, que me iba a enamorar un día. Después, previsiblemente… que de ella. Vuelta de tuerca. ¡Ella me iba a enseñar a querer! ¡Pero qué suerte! Llegué a ese bar sin otra expectativa que emborracharme y escuchar alguna versión deprimente de Summertime, y en cambio se abrió ante mí la posibilidad de rehabilitarme y conocer, al fin, luego de 26 años, el amor.

Me paré al baño, más que otra cosa para escapar, y de camino noté que mis pasos estaban más cerca de una quebradita que de un cuatro. Me tomó por sorpresa porque solo había tomado dos tragos y no solía ponerme tan borracha. No tengo que contarle

a la lectora (que seguro lo ha visto en películas) que la experiencia con ese grado de borrachera, en un baño de bar, colinda con lo lyncheano. Quizá por eso, cuando me abrí paso entre las penumbras y volví a sentarme al lado de Z. en el silloncito para dos, lo mejor que se me ocurrió hacer fue... besarla.

Solo por diversión, quisiera ahora desglosar lo mal que estuvo eso. Primero que nada, Z. había pasado más de dos horas diciéndome que yo era «una cuadrada», que nada de lo que creía sobre mí o mis relaciones estaba bien. Después, salpimentó esto con una anécdota exquisita de un músico con quien tuvo un romance. Se entiende por romance: una dinámica de sadomasoquismo puro, en la que él iba a su casa y aullaba (leyó bien, aullaba) en la calle, mientras ella se negaba a abrirle la puerta; pero luego cogían, pero luego se insultaban. Como para probar la autenticidad de toda la cosa, el universo quiso que mientras me contaba eso, recibiera un mensaje del susodicho, que ya quisiera yo tener mejor memoria para poder recordarlo completo, pero decía algo así como «soy un lobo, un lobo en cacería, mi feroz bramido retumba en la noche, auuu».

Luego, hubo un momento en que negó toda atracción hacia las mujeres, y finalmente profirió la ya mencionada línea en que se predecía mi amor por ella.

Al final de todo eso, de una velada que de ninguna manera calificaría como agradable, la besé. A la fecha me sigo preguntando por qué hice eso. No me atraía, no me caía particularmente bien hasta ese momento, su trato tampoco era agradable; en fin, no se cumplía ninguno de los requisitos mínimos para besar con gusto. No sé cómo (hay segundos borrados de esta historia) regresé a dormir con mi pareja. Las palabras «relación abierta» me sabían pastosas.

Al día siguiente, Z. me escribió un mensaje. Quería saber cuándo nos veríamos de nuevo. De hecho, me dijo, ¿qué tal si hacemos de los miércoles nuestros días? Yo estaba cruda y perpleja. ¿Por qué querría que saliéramos de nuevo si la cita había sido horrible? Mientras todo esto ocurría, mi novio se despertó a mi lado. Me preguntó somnoliento qué tal me había ido y yo musité un normal más bien desganado. No podía contarle que me había sentido pésimo, que besé a alguien sin querer y que hablamos de él. Nuestro acuerdo dependía de guardar secretos y asumir que estaban ahí. Digerirlos en silencio.

Esa noche me dejó muchas dudas. ¿Qué un beso no se relaciona con aquella difusa idea llamada «amor»? ¿Qué no lo opuesto es el desagrado? ¿Qué no, si me maltratan, mi instinto de supervivencia debe activarse y, definitivamente, eso no comprende besar a mi maltratadora del momento? Pero más importante, ¿en serio amo a mi novio? ¿Y si es así, no puedo querer estar con otres a la vez? Inmersa en esta confusión empecé la búsqueda de mi propio manual para amar.

El filósofo de la salsa, o ¿qué está pasando?

Nací con dos pies izquierdos y muchas ganas de bailar. He tomado varias clases de baile a lo largo de mi vida con resultados desiguales. En 2017 agoté todos los cupones que internet ofrecía para aprender salsa, y mi recuerdo de las clases es el de un microcosmos de la misma división por géneros, bromas sexistas incluidas, que el mundo de afuera. Desde entonces, un chiste común entre mis amigas gira en torno a un paso llamado «deja que Roberto te toque», que nosotras rebautizamos como «deja que Roberto te toque la chichi» porque al dar la vuelta hubo un buen porcentaje de invasiones corporales que nos disuadieron de regresar. Por eso me sorprendí tanto cuando en el año 2020, en mis nuevas clases, el maestro les dijo a los hombres, con especial énfasis, que no debían incomodar a la mujer al dejarla sin espacio, que no debían jalarla tanto ni con demasiada fuerza, porque de otra manera: «Nos volvemos un novio tóxico. Y si intentamos obligarla a que se quede, con más ganas se va a ir».

El filósofo de la salsa sabe que ya esperamos otras cosas del baile y de las relaciones. La cultura del amor está en movimiento y el territorio precisa un nuevo mapa: Estamos entrando en lo que me parece que es un territorio no mapeado y, por primera vez en la historia, tratamos de tener relaciones que no estén basadas en la coerción. Coerción hacia las mujeres por dependencia económica y legal, coerción hacia las mujeres por sus cuerpos, coerción

a los hombres por las estructuras sociales y económicas. Estamos intentando, creo, encontrar un nuevo balance.1

Estas palabras de Stephanie Coontz, investigadora especializada en historia del matrimonio, apuntan al enorme cambio que experimentamos en piel propia los, las y les* que queremos relacionarnos en este siglo (o sea, todas, a menos que vivamos en el ostracismo). El océano en el que navegamos busca cartógrafas hábiles. Los viejos trazos comenzaron a quedarnos chicos hace tiempo y muchas de nosotras sentimos que estamos navegando en mares tan tormentosos como placenteros. La teoría se mezcla con la práctica: cuando beso a alguien, en ese mismo instante en que las pieles se juntan, un conjunto de elementos besan conmigo. La impronta de los últimos dos siglos, los prejuicios, pero también los deseos de cambiar las cosas y la certeza de que están cambiando.

Mientras internet y las clases de salsa se llenan de advertencias sobre las «relaciones tóxicas», seguimos bailando la misma vieja canción. Después de un par de clases, ya más entrados en confianza y sin tantos pisotones de por medio, el filósofo de la salsa se aventó una joya:

—¿Qué ven aquí? Hay mucho espacio entre ella y yo, ¿no? ¿Y qué pasa si dejo mucho espacio en medio? Se mete un compadre. Si dan mucha rienda, les roban a la mujer.

Y el colofón:

—La mejor forma de control es dar espacio, pero nunca demasiado.

Las mujeres se siguen robando, los compadres se siguen metiendo, la pareja se sigue controlando. La misma vieja salsa en que el hombre guía y la mujer sigue. Muchas veces el discurso progre se queda en la mera enunciación, como una especie de ornamento.

Por un lado, muchas estamos intentando, desde nuestros humildes nidos de amor, romper el statu quo de las relaciones, o al menos cuestionarlo. Tratamos, como dice Coontz, de tener relaciones cada vez menos basadas en la coerción; pero esto no es la regla, y tampoco el resultado es siempre el deseado. Muchas otras personas y producciones culturales están felices de regodearse en los mismos paradigmas de ¿antes? Como exploraremos en estas páginas, el eterno tópico de «todo tiempo pasado fue mejor» embiste con fuerza y se recubre de mil nombres, de naturaleza y hasta de moral. Lo que sí ha cambiado es su capacidad para disfrazarse mejor:

Hola, me gusta que me digan relación laica, pero creo que para estar bien con mi pareja (llegar al paraíso) hay que hacer penitencia, mucho gusto. Hola, me llamo macho ilustrado y soy buena onda, así que dejo trabajar a mi mujer. Hola, soy la heteronorma progre, y está muy padre tu onda de las relaciones abiertas, pero eso no es amor.

El discurso y la práctica están desfasados.

En México, el discurso de las relaciones no coercitivas es una especie de nata; recubre solo a ciertos círculos sociales progres, se anuncia en algunos medios, se predica en las redes, se vive más o menos en las ciudades (incluyendo sus clases de salsa de clase media), se cuela un poco por aquí y por allá, pero sigue en calidad más de mito o deseo que de praxis. Nuestro machismo nacional dice que el hombre es dueño de su pareja; a veces, de la vida al cadáver hay una relación de por medio. No se puede hablar de amor sin mencionar las inequidades de género que llevan a la violencia feminicida. La idea misma de Amor Romántico, como veremos después, está permeada de esos desbalances feroces...

Por economía del lenguaje, este libro está escrito principalmente en femenino, con referencia al masculino y neutro o duplicaciones solo cuando se requiera explicitar algo. Utilizo la e para señalar lo no binario y la x cuando quiero agrupar todos los pronombres.

LA NOVELA

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2022-01-10T08:00:00.0000000Z

2022-01-10T08:00:00.0000000Z

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Editorial Televisa