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DE PRONTO OIGO LA VOZ DEL AGUA

POR HIROMI KAWAKAMI

1969-1996

Las noches de verano se oía cantar a los pájaros. Era un canto breve y profundo. Si me tumbaba en la cama bajo la mosquitera con las contraventanas abiertas, normalmente terminaba por sentir frescor, pero ese año el calor se resistía a abandonar mi cuerpo, como si el día no fuese a acabar nunca.

Salía de mi cuarto al pasillo, y tras el primer recodo estaba la habitación de mamá. La habitación donde murió. La casa tenía una estructura compleja, llena de recovecos. Era la única habitación que siempre estuvo bien iluminada.

Aún hoy, cuando cambio las sábanas de lino y percibo su ligero crujido, pienso en mamá. Tenía cincuenta y pocos años. Tras su muerte, papá se marchó para instalarse en un apartamento.

Regresé a la casa en 1996 para vivir con Ryo y ya llevaba diez años vacía.

Aún recuerdo ese momento después de tanto tiempo. En la puerta principal había tres cerrojos, una medida de seguridad para impedir la entrada de intrusos. No acertaba con las llaves y mi mano vaciló un tiempo entre las tres.

En el pasillo hacía un frío espantoso. Dejé los zapatos en el zaguán. Los rieles de las con

traventanas de las puertas de acceso al jardín se habían oxidado. Abrí de par en par. Me calcé unas sandalias medio deshechas olvidadas por allí y salté encima de la piedra decorativa a modo de escalón que daba acceso al jardín. Era a comienzos del mes de abril. Los cerezos empezaban a perder sus flores. Los arbustos de linderas, de angélicas, el ciruelo enano al pie de las hortensias, las pamplinas y las malas hierbas me rozaban los tobillos. Las sandalias terminaron por romperse tras unos cuantos pasos y no me quedó más remedio que pisar el suelo con los pies desnudos.

Había una habitación que decidí no tocar. Estaba en la primera planta. Puse un candado en la puerta. Cuando Ryo se marchaba a trabajar y me quedaba sola en casa, escuchaba un ruido que venía de allí: kachi, kachi, kachi.

En realidad, solo era el tictac de un reloj. Conocía bien ese sonido, pero aún hoy, a veces, sin poder evitarlo, me parece otra cosa y el miedo se apodera de mí.

Si miro por el ojo de la cerradura, alcanzo a ver un reloj de pared. Es un reloj negro. A papá le encantaban los relojes. Un buen día apareció con no menos de treinta que había conseguido a mil yenes la pieza y empezó a regalárselos a todo el mundo.

Podía llegar a regalar dos o tres a la misma persona. Le parecía una buena idea y lo hacía con la mejor intención, pero a veces podía resultar molesto. Cuando se daba cuenta cambiaba de actitud y ya no era fácil saber si estaba triste o enfadado. Al final, olvidó los relojes de pulsera y se concentró en los de pared y en despertadores que dejaba por toda la casa.

No solo se oye el ruido de ese reloj. En la habitación cerrada hay otros tres más con sus respectivos péndulos, cadenas y repertorios de sonidos diversos: kotsu-kotsu, toto-toto, shi-shi. Parecen sonar al unísono, pero en verdad nunca llegan a solaparse.

Si quiero librarme de ese ruido, abro la ventana del pasillo y dejo que el olor a hierba del jardín inunde la primera planta.

Los olores despiertan recuerdos.

El olor del asfalto caliente al reparar las calles me trae siempre a la memoria el verano de 1969, cuando bebía Seven-Up a todas horas.

Tenía once años. Ryo, diez.

Bebía directamente de una botella de color verde oscuro con el cuello corto, y el líquido descendiendo por la garganta me daba la sensación de quemarme el pecho. Nahoko no decía Seven-Up, sino «Sevena». Hacía dos veranos que había regresado de Estados Unidos, y mezclaba palabras inglesas en la conversación, pronunciando igual que una presentadora de la cadena FEN. «Espérame en la platform de la estación de Fujimigaoka», decía, por ejemplo. A Ryo y a mí nos hacía gracia esa forma suya de hablar, y ella se enfadaba cuando nos reíamos. Teníamos la misma edad. Después de vivir cinco años en Estados Unidos, había vuelto al colegio de su barrio y todos se burlaban de ella.

Nosotros no teníamos lo que se suele decir una familia en el pueblo, ni tampoco en ninguna otra provincia. Nahoko vivía con sus padres en el distrito de Setagaya, en Tokio, pero la casa natal de su madre, que era amiga de la infancia de la nuestra, estaba en Asakusa. Por parte de padre, todos venían de Ueno.

Ryo y yo, al igual que Nahoko, solo teníamos un refugio: Tokio. De todos los barrios de la capital, el más tranquilo era el nuestro, Suginami. En aquel entonces aún había campos de arroz en los alrededores y mucha tierra vacía.

«Llegó del aeropuerto y entró en casa sin quitarse los zapatos. ¿Te lo puedes creer?» A pesar de reprochárselo, su madre no dejaba de reírse. Nahoko arrugaba la nariz con una mueca muy suya cuando su madre contaba una y otra vez las mismas cosas: «Aprendió rapidísimo a hablar inglés, pero yo nunca lo he conseguido. Si veíamos algo en la tele, se reía enseguida con los chistes, pero a mí me costaba un triunfo entenderlos».

Los problemas de Nahoko en el colegio se debían a su inglés americano. A su madre eso no le preocupaba mucho, se limitaba a bromear con las mismas cosas. Sin embargo, Nahoko no tenía con quién jugar durante las vacaciones de verano, de manera que se venía a pasar con nosotros un par de semanas en Suginami. Saltábamos a la comba, íbamos con Ryo al campo a cazar libélulas, jugábamos al escondite con los amigos del barrio; aunque Nahoko, hiciéramos lo que hiciésemos, parecía ausente. Yo le preguntaba si se aburría y ella negaba con la cabeza. Solo se la veía decidida y animada cuando bebía Seven-Up. Acababan de abrir un supermercado cerca y tenían Coca-Cola o Kirin Lemon, pero no Seven-Up. Cuando al fin refrescaba por la tarde, me metía el dinero de la paga de mamá en un monedero pequeño y caminábamos hasta la calle principal. Allí había una

tiendecita, la única en la que vendían Seven-Up.

Si era Nahoko quien lo pedía, la dueña no sabía de qué le hablaba. Entonces intervenía Ryo, y con su pronunciación a la japonesa la mujer le entendía sin mayor problema.

La calle principal estaba en obras. Pretendían ensancharla hasta tres carriles en ambos sentidos. En ese momento solo había uno. La obra se alargaba ya dos años. Las tardes de verano veíamos una especie de calima flotando sobre el asfalto. Nos sentábamos los tres juntos en el banco de piedra de un edificio municipal y mirábamos trabajar a las ruidosas excavadoras. Si caía un chaparrón, el asfalto recién vertido se volvía aún más negro de lo que era. La lluvia no solía durar mucho. El agua caía del cielo y al momento ascendía en forma de vapor, y de nuevo una humedad asfixiante se apoderaba de todo.

Antes de que la casa fuese de nuevo habitable tuvimos que deshacernos de un montón de muebles viejos, de toda clase de objetos abandonados a su suerte allí tras la muerte de mamá. La limpieza nos llevó cerca de seis meses. Empecé por la cocina: cuatro abrebotellas oxidados, dos cucharas aplastadas, un bol de acero echado a perder, un colador deformado, palillos amarillentos, un cuenco agrietado. Tiraba una cosa detrás de otra, pero el proceso no tenía fin. La cocina, tan llena de vida en otros tiempos, había perdido su alma. Las piezas antaño resplandecientes carecían ahora de brillo. Si miraba a mi alrededor, aún era capaz de imaginar ese antiguo esplendor, como si nada se hubiese resquebrajado, como si todo estuviese tan intacto como cuando mamá le daba uso.

Conservé únicamente un juego de cajas superpuestas de bentō para llevar comida que tenían una inscripción sobre un vigésimo aniversario del que no sabía nada. Guardé también una olla de aluminio poco profunda y una de esas teteras que silban cuando el agua hierve. Dudé si quedarme con una rejilla para la parrilla, pero al final la tiré. Me deshice asimismo de un buen estuche de gafas con los colores desvaídos que por alguna razón estaba dentro de un cajón junto al fregadero.

En cuanto terminé con la cocina, la emprendí con los armarios. Había futones, edredones, sábanas, cojines. Pesaban mucho a causa de la humedad, y olían moho.

Pregunté en una tienda de futones si había forma de recuperarlos, pero no me dieron muchas esperanzas. Los tiré poco a poco, no de golpe; si hubiera aprovechado el día de recogida de trastos viejos, la gente del barrio me habría llamado la atención. «¡Qué alegremente tiras las cosas a las que tanto tanto cariño tenía tu madre!» Eran los vecinos de toda la vida.

Mamá había plantado muchos árboles en el jardín. Un melocotonero, un caqui, un ciruelo, un níspero, una higuera. La mayoría eran frutales. No daban fruta todos los años, quizás porque estaban demasiado cerca los unos de los otros. El ciruelo, con suerte, apenas producía cada dos años.

Empecé a soñar con mamá cuando hube terminado de recoger la mayor parte de todo aquello.

Mamá me hablaba con mucha dulzura en mis sueños. «Si no me equivoco, habéis vuelto aquí para vivir juntos.»

Llevaba puesta una yukata, un quimono de verano, con un estampado de mariposas. El fondo era blanco, y los motivos, azul índigo salpicado de tonos rojos. ¿Era la misma que siempre había llevado desde que enfermó? Me preocupaba que tuviera frío. Ya estábamos a principios de otoño.

¿Venía del otro mundo, de ese mundo desde donde se nos acercan los dioses y los ancestros solo cuando estamos dormidos? Mamá estaba muerta. Se había convertido, por tanto, en un ancestro. Por eso me hablaba con dulzura y me hacía sentir perdonada.

«Sí, vivimos juntos.»

En mis sueños me comportaba como una niña mimada.

Mamá se sonrió. «Me pregunto si es buena idea», dijo. Tuve miedo a pesar de su sonrisa.

Desapareció enseguida. Cuando desperté no podía dejar de temblar. No le hablé a Ryo de mi sueño.

Ryo era un niño de pocas palabras.

Por el contrario, su mirada resplandecía, y cuando levantaba un poco la cabeza para mirarme directamente a los ojos me resultaba imposible contradecirle, daba igual de lo que se tratara. Sin embargo, yo debía de ser la única que me sentía así, porque Nahoko le trataba como a cualquier otro niño más pequeño que ella, con toda la naturalidad del mundo.

«Solo nos llevamos un año», rezongaba él a veces.

Nahoko le decía en un tono calmado pero decidido: «No olvides que voy dos clases por delante de ti».

Nahoko y yo teníamos la misma edad, pero por la fecha de nacimiento y el sistema escolar ella estaba un curso por delante.

Ryo era capaz de cualquier cosa. Si se trataba de correr, llegaba el primero; si había que pintar, sus dibujos siempre terminaban colgados del tablón de la clase de trabajos manuales; si entraba en el coro, le encargaban la dirección, y en el resto de asignaturas casi siempre sacaba las mejores notas.

«¿De verdad se puede sacar un diez en todo?», le preguntó Nahoko.

Ryo fue a buscar sus notas y se las mostró. «¡Vaya!», exclamó ella con los ojos muy abiertos. Musitó algo en inglés y le devolvió las calificaciones.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que debe de ser estupendo ser el mejor en todo.

Su respuesta le hizo reír a carcajadas. No era habitual verlo reír así. En ese mismo instante, sentí una punzada de rabia en el corazón.

Debe de ser estupendo ser el mejor en todo.

Debe de ser estupendo ser el mejor en todo.

Debe de ser estupendo ser el mejor en todo.

Ryo repitió para sí tres veces las palabras de Nahoko. Era como si estuviera saboreando un caramelo.

Aquel verano fue especialmente caluroso. Nahoko estaba en sexto y yo en quinto; Ryo, un curso por debajo, en cuarto. Nahoko nos contó que había un concierto de música folk en la plaza, frente a la salida oeste de la estación de Shinjuku. Pronunciaba folk song de tal manera que a nosotros nos sonaba fa-son.

—¿Qué es eso de fa-son? —le preguntó Ryo.

—Pues canciones. Tocan la guitarra y cantan contra la guerra.

Yo no llegaba a entender para qué podía servir una canción contra la guerra.

—Entonces, ¿tampoco os suena Yasuda Kodo? —preguntó Nahoko extrañada.

—¿Tiene algo que ver con la canción de Nabu Osami? —preguntó Ryo. Ella agachó la cabeza.

—Quiero otro Seven-Up —dijo mientras soplaba por el cuello de la botella vacía. No volvió a mencionar nada sobre fa-son ni sobre Yasuda Kodo.

—Imposible. No tengo dinero —dijo Ryo.

Nahoko se encogió de hombros y soltó:

—¡JC!

Ni Ryo ni yo sabíamos que ese JC era una forma abreviada de decir Jesus Christ, y menos aún que se usaba en Estados Unidos. Nahoko siempre escuchaba una emisora de radio llamada FEN. Se pegaba la radio al oído y cerraba los ojos como si atendiese a las palabras de una persona importante.

Aún me acuerdo de la expresión seria de su cara cuando movía el dial y encontraba la frecuencia. En ese instante, cuando el chisporroteo se transformaba al fin en la voz clara de una persona, yo tenía la impresión de ser arrastrada a las profundidades de una zona pantanosa.

En mis sueños mamá llevaba el pelo recogido. Nunca antes la había visto peinada así. Solía llevar el pelo corto, dejando al descubierto un cuello un tanto grueso en relación con la delgadez de su cuerpo. Papá había acariciado su nuca húmeda en una ocasión, como si quisiera limpiar las gotas de sudor que perlaban su piel. A mamá le dio un escalofrío. «No, por favor, se limitó a decir.

Había algo que quería preguntarle a mamá.

Sin embargo, mientras aún vivía nunca me atreví a hacerlo, ni siquiera sabía por dónde empezar.

Cuando despierto de mis sueños compruebo que siempre estoy tumbada sobre el costado izquierdo. Le doy la espalda a Ryo, tumbado a mi derecha. Me pongo boca arriba y escucho su respiración. Extiendo el brazo bajo el edredón y toco su mano. Enseguida me aparto y le miro. Es decir, me vuelvo sobre el costado derecho y me dejo llevar por un sueño ligero.

LA NOVELA

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2021-07-26T07:00:00.0000000Z

2021-07-26T07:00:00.0000000Z

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