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NADA SE ACABA

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El trastorno del desarrollo de la lectura o dislexia es una discapacidad para leer en la que el cerebro no reconoce ni procesa de la manera apropiada ciertos símbolos, es por eso que los pequeños que la padecen tienen muchas dificultades para conectar los sonidos del lenguaje con las letras de las palabras. No es un problema de visión.

Ya que este padecimiento tiende a ser hereditario, es muy conveniente que lleves a tu hijo con su pediatra para un diagnóstico y tratamiento certeros si notas que tiene complicaciones para:

Aprender a leer.

Determinar el significado de una oración simple.

Aprender a reconocer los vocablos escritos.

Rimar palabras.

Fuente: Medline Plus

Lo que debes saber de la dislexia

Primera parte Viernes, 29 de octubre de 1976 ELIZABETH No sé cómo debería vivir. Ni yo ni nadie. Lo único que sé es cómo vivo. Como un caracol sin concha. Y esa no es forma de ganar dinero. Quiero mi concha, bastante me costó fabricarla. La tienes tú, dondequiera que estés. Te fue fácil quitármela.

Quiero una concha como un vestido de lentejuelas, hecha con monedas de plata, centavos y dólares superpuestas como las escamas de un armadillo. Un consolador acorazado. Impermeable; como una gabardina francesa.

Ojalá no tuviese que pensar en ti. Querías impresionarme, pero no estoy impresionada sino asqueada. Ha sido un acto repugnante, infantil y estúpido. Como cuando un crío rompe un muñeco en una rabieta, solo que lo que has roto ha sido tu cabeza, tu propio cuerpo. Querías asegurarte de que no pudiera darme la vuelta en la cama sin sentir ese cuerpo a mi lado, tangible aunque ya no esté allí, igual que una pierna amputada. Desaparecido, aunque todavía duela. Querías que llorase, que me lamentara, que me sentase en una mecedora con un pañuelo ribeteado de negro y sangrara por los ojos. Pero no estoy llorando, estoy enfadada. Tanto que podría matarte. Si no lo hubieses hecho tú.

Elizabeth está tumbada de espaldas, con la ropa puesta y sin arrugas, los zapatos están uno al lado del otro sobre la alfombrilla de la cama, una alfombrilla oval trenzada que compró en Nick Knack hace cuatro años cuando aún le interesaba la decoración de la casa, una alfombra de trapos de solterona auténtica y garantizada. Tiene los brazos en los costados, los pies juntos, los ojos abiertos. Solo ve parte del techo. Una

pequeña grieta cruza su campo de visión y se bifurca en otra más pequeña. No ocurrirá nada, nada se abrirá, la grieta no se hará más grande ni se separará, y no pasará nada por ella. Lo único que significa es que el techo necesita una mano de pintura, no este año, sino el próximo. Elizabeth intenta concentrarse en las palabras «el año próximo», pero descubre que no puede.

A la izquierda hay un borrón de luz; si volviese la cabeza vería la ventana, los helechos y la persiana de varillas de bambú a medio enrollar. Después de comer llamó a la oficina y dijo que no iría a trabajar. Lo ha hecho demasiadas veces; necesita su empleo.

No está allí. Se halla en alguna parte entre su cuerpo, que yace tranquilo en la cama sobre la colcha de estampado indio de tigres y flores, con un jersey negro de cuello alto, una falda negra recta, unas bragas malvas, un sujetador beis que se cierra por delante y unos panties de esos que van en huevos de plástico, y el techo con sus grietas finas como un cabello. Se ve a sí misma, un engrosamiento del aire, como albúmina. Lo que sale cuando hierves un huevo y se rompe la cáscara. Conoce el vacío al otro lado del techo, que no es el mismo del tercer piso donde viven los inquilinos. A lo lejos, como un trueno lejano, su hija está haciendo rodar unas canicas por el suelo. El negro vacío absorbe el aire con un silbido suave y apenas audible. Podría absorberla a ella como si fuera humo.

No puede mover los dedos. Piensa en sus manos extendidas junto a sus costados, guantes de goma: piensa en forzar los huesos y la carne para darles forma de mano, un dedo tras otro, como una masa.

A través de la puerta, que ha dejado entreabierta una pulgada por pura costumbre, siempre alerta como el servicio de urgencias de un hospital, incluso ahora aguza el oído por si se oyeran gritos o ruidos de cosas rotas, llega el aroma de la calabaza quemada. Sus hijas han encendido las lamparillas pese a que aún faltan dos días para Halloween. Y ni siquiera ha oscurecido, aunque la luz empieza a disminuir. Les gusta tanto disfrazarse, ponerse máscaras y disfraces y correr por la calle, entre las hojas muertas, llamar a la puerta de desconocidos con sus bolsas de papel. Qué esperanza… Antes le conmovía esa emoción, esa intensa alegría, la planificación que duraba semanas tras la puerta cerrada del dormitorio. Tensaba algo en su interior, algún resorte. Este año están muy lejos. El mudo panel transparente del nido del hospital donde se plantaba y veía abrirse y cerrarse las bocas sonrosadas en los rostros contraídos.

Las ve, y ellas a ella. Saben que algo va mal. Sus modales, su evasión, son tan perfectos que resultan estremecedores.

Han estado observándome. Llevan años observándonos. ¿Por qué no iban a saber hacerlo? Actúan como si todo fuese normal, y tal vez para ellas lo sea. Pronto querrán la cena y yo la prepararé. Bajaré de esta cama, haré la cena y mañana las llevaré a la escuela y luego iré a la oficina. Ese es el orden correcto.

Antes Elizabeth cocinaba, y muy bien. Fue en la misma época en que le interesaban las alfombras. Todavía cocina, pela algunas cosas y calienta otras. Unas se endurecen y otras se ablandan; el blanco se pone marrón. Y así sigue. Pero cuando piensa en la comida no ve los colores brillantes, rojo, verde, naranja, del Libro de cocina del gourmet. Ve las ilustraciones de esos artículos de las revistas que muestran cuánta grasa tiene el desayuno. Claras de huevo blancas e inertes, tiras blancas de beicon, mantequilla blanca. Pollos, asados y filetes modelados con blanda manteca. Así es como le sabe ahora la comida. De todos modos, come más de la cuenta y engorda.

Se oye un golpecito en la puerta, unos pasos. Elizabeth baja los ojos. Ve abrirse la puerta en el espejo ovalado con marco de roble que hay sobre el tocador, la oscuridad del fondo, el rostro de Nate que asoma dando tumbos como un globo pálido. Lo ve entrar en

la habitación tras romper el hilo invisible que ella suele tender a través del umbral para impedirle la entrada, y se las arregla para volver la cabeza. Le sonríe.

—¿Cómo estás, cariño? —dice él—. Te he traído un poco de té.

Viernes, 29 de octubre de 1976

NATE

Ya no sabe qué significa «cariño» para ellos, aunque sigan diciéndoselo. Por las niñas. Tampoco recuerda cuándo empezó a llamar a la puerta, o cuándo dejó de considerarla su puerta. Cuándo trasladaron a las niñas a una sola habitación y él ocupó la cama que quedaba libre. La «cama libre» la llamaba ella entonces. Ahora la llama la «cama extra».

Deja la taza de té en la mesilla de noche, junto a la radio despertador que la despierta cada mañana con alegres noticias a la hora del desayuno. Hay un cenicero, sin colillas; ¿por qué iba a haberlas si no fuma? En cambio, Chris sí fumaba.

Cuando Nate dormía en esa habitación, había ceniza, cerillas, vasos, calderilla. La metían en un bote de mantequilla de cacahuete y se compraban regalitos. «Dinerito loco», lo llamaba ella. Ahora continúa vaciándose los bolsillos de calderilla cada noche; se acumula como excrementos de ratón sobre la cómoda de su cuarto, su propio cuarto. «Tu propio cuarto», lo llama ella como si quisiera recluirlo en él.

Elizabeth alza la mirada, con el rostro lívido, bolsas en los ojos, una sonrisa lánguida. No tiene por qué fingir, pero siempre lo intenta.

—Gracias, cariño —dice—. Enseguida me levanto. —Si quieres esta noche hago yo la cena —responde Nate queriendo ser atento, y Elizabeth acepta con indiferencia.

Su apatía, su falta de ánimo le enfurece, pero no dice nada, se da la vuelta y cierra la puerta al salir. Ha tenido un detalle y ella se ha portado como si no significara nada.

Nate va a la cocina, abre la nevera y hurga en ella. Es como rebuscar en un cajón de ropa amontonada. Restos en tarros de cristal, brotes de soja caducados, una bolsa de espinacas medio podridas que huelen a césped en descomposición. No vale la pena contar con que la limpie Elizabeth. Antes lo hacía. Ahora limpia otras cosas, pero no la nevera. Ya la limpiará él, mañana o al día siguiente, cuando tenga un rato.

Entretanto, tendrá que improvisar la cena. No es tan difícil, ha ayudado a cocinar muchas veces, la diferencia es que antes —en los viejos tiempos, que recuerda como una era pasada, una especie de película de Disneylandia sobre caballeros andantes— siempre había víveres en la nevera. Ahora hace la compra él y carga una o dos bolsas en la cesta de su bicicleta, pero se le olvidan las cosas y a lo largo del día siempre falta algo: huevos, o papel higiénico. Entonces tiene que mandar a las niñas a la tienda de la esquina, donde todo es más caro. Antes, cuando aún no había vendido el coche, no tenían ese problema. Iban a comprar una vez por semana, los sábados, y la ayudaba a guardar las latas y los paquetes de congelados cuando llegaban a casa.

Nate saca las goteantes espinacas del cajón de las verduras y las echa al cubo de la basura, rezuman un líquido verde. Cuenta los huevos, no hay suficientes para hacer dos tortillas. Tendrá que volver a hacer macarrones con queso, pero da igual porque a las niñas les encantan. A Elizabeth no le gustan tanto, pero se los comerá, los engullirá con gesto ausente, como si fuese lo que menos le importase en este mundo, sonriendo como una mártir a quien estuvieran asando a fuego lento, mirando a la pared como si no lo viera.

Nate remueve y ralla, remueve y ralla. La ceniza cae de su cigarrillo fuera de la sartén. No es culpa suya que Chris se volara la cabeza con una escopeta. Una escopeta: eso resume la extravagancia, la histeria, que siempre le ha disgustado de Chris. Él habría utilizado una pistola, en caso de que hubiese pensado hacerlo. Lo que le molesta es la mirada que le echó ella cuando le llamaron para decírselo: al menos había tenido valor. Al menos iba en serio. Nunca lo ha dicho, claro, pero está seguro de que los compara y lo juzga desfavorablemente por seguir con vida. Cree que es un cobarde porque sigue vivo. Que no tiene huevos.

Al mismo tiempo, aunque tampoco se lo ha dicho nunca, sabe que le culpa de todo. Si hubieses sido así o asá, si hubieses hecho esto o lo otro —ignora qué— no habría sucedido. No me habría visto empujada, obligada…, es lo que ella cree: que le falló, y ese fracaso indefinido suyo la ha convertido en una masa temblorosa de carne impotente, dispuesta a pegarse como una ventosa al primer chiflado que se le acerque y le diga: «Bonitas tetas». O lo que quiera que le dijese Chris para lograr

que se abrochara el sujetador. Probablemente fuese más bien «Bonitas ramificaciones», los jugadores de ajedrez son así. Nate lo sabe: antes él también jugaba. Nunca ha entendido por qué a las mujeres el ajedrez les parece sexy. Al menos a algunas.

El caso es que hace una semana, desde esa noche, que pasa las tardes tumbada en la cama que antes era suya, o medio suya, y él se dedica a llevarle tazas de té, una cada tarde. Ella las acepta con ese gesto suyo de cisne moribundo, una actitud que él no soporta ni resiste. Es culpa tuya, cariño, pero puedes traerme tazas de té. Es un parco consuelo. Y una aspirina del baño y un vaso de agua. Gracias. Ahora ve a alguna parte a sentirte culpable. No se puede resistir. Como un buen chico.

Y encima fue él, no Elizabeth, quien tuvo que ir a identificar el cadáver. Pues su mirada abatida le dio a entender que no podía contar con ella. Así que había ido obediente. Plantado en aquel apartamento donde solo había estado dos veces pero al que ella había ido al menos una vez por semana los últimos dos años, conteniendo las náuseas, obligándose a mirar, había tenido la impresión de que ella estaba con ellos en la habitación, una curva en el espacio, una observadora. Más que Chris. No podía decirse que le quedara cabeza. El jinete sin cabeza. Pero reconocible. A diferencia de la mayor parte de la gente, la expresión de Chris nunca había estado en aquella cara pánfila, sino en su cuerpo. Su cabeza había sido una alborotadora, y probablemente por eso Chris había escogido volársela en lugar de dispararse en otra parte del cuerpo. No debía de querer mutilar su cuerpo.

El suelo, una mesa, un tablero de ajedrez al lado de la cama, una cama con lo que llamaron el tronco y las extremidades tendidas en ella; el otro cuerpo de Nate, unido a él por aquella tenue conexión, aquel agujero en el espacio controlado por Elizabeth. Chris se había puesto un traje, una corbata y una camisa blanca. Al pensar en tanta ceremonia —las manos gruesas atando el nudo y enderezándolo ante el espejo, Dios, si hasta se había lustrado los zapatos—, Nate quiso echarse a llorar. Metió las manos en el bolsillo de la chaqueta, sus dedos encontraron calderilla y la llave de casa.

—¿Algún motivo por el que pudo dejar su número en la mesilla? —se interesó el segundo policía.

—No —respondió Nate—. Supongo que porque éramos amigos.

—¿Los dos? —preguntó el primer policía.

—Sí —dijo Nate.

Janet entra en la cocina justo cuando él está metiendo la fuente en el horno.

—¿Qué hay para cenar? —pregunta, añadiendo «papá», como para recordarle quién es.

De pronto a Nate la pregunta le parece tan triste que por un momento no puede responder. Es una pregunta de otra época, de los viejos tiempos. Se le enturbian los ojos. Quiere soltar la fuente en el suelo y abrazar a su hija, pero en vez de hacerlo cierra con cuidado la puerta del horno.

—Macarrones con queso —dice.

—¡Qué rico! —responde ella con voz distante, cauta, con una cuidadosa imitación de alegría—. ¿Con salsa de tomate?

—No, no había.

Janet pasa el pulgar por la mesa de la cocina haciéndolo chirriar sobre la madera. Lo hace dos veces. —¿Mamá está descansando? —pregunta.

—Sí —responde Nate. Luego añade con fatuidad—: Le he llevado una taza de té.

Pone una mano detrás, apoyada en la encimera. Los dos saben lo que pretende evitar.

—Bueno —dice Janet con la voz de una pequeña adulta—. ¡Nos vemos!

Da media vuelta y sale por la puerta de la cocina. Nate quiere hacer algo, actuar de algún modo, estrellar la mano contra la ventana. Pero al otro lado del cristal hay una persiana. Eso le neutralizaría. Haga lo que haga será absurdo. ¿Qué es romper una ventana comparado con volarse la cabeza? Arrinconado. Si lo hubiese planeado Elizabeth no lo habría hecho mejor.

LA NOVELA

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2021-06-14T07:00:00.0000000Z

2021-06-14T07:00:00.0000000Z

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Editorial Televisa