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FIDELIDAD

POR MARCO MISSIROLI

Tu mujer me ha seguido.

–Mi mujer.

–Hasta aquí. –Sofia lo observó fijamente–. ¿Profesor?

Él miraba hacia la entrada del aula. –Creo que está en el patio.

Carlo Pentecoste se acercó a la ventana y reconoció a Margherita por el abrigo de color amaranto que llevaba desde el segundo día de primavera. Se había sentado en el muro bajo y leía un libro, otra vez Némirovsky, tenía las piernas cruzadas y con la mano libre sujetaba la mochila. Marzo tocaba a su fin y una neblina inesperada invadía Milán.

Carlo se volvió hacia los alumnos. Sofia se prepara en la segunda fila y había sacado el cuaderno y las almendras. No aparentaba los veintidós años que tenía, con su cara diminuta y sus movimientos delicados que suavizaban aquellas caderas inesperadas. Lo miró, con la misma aprensión que cuando el rector los había convocado a los dos después de que una novata los hubiera sorprendido en el lavabo de la planta baja: él encima de ella, acariciándole el cuello con las manos o algo así, en vista de que la novata primero había contado una versión y luego otra, innumerables versiones, todas ellas reforzaban el rumor según el cual el profesor Pentecoste y una alumna suya habían protagonizado un estrecho encuentro de naturaleza ambigua.

No empezó la clase, sino que se puso la chaqueta y salió del aula, bajó la escalera, aminoró la marcha en el vestíbulo y regresó hacia los lavabos. Había vuelto allí con un colega para aclarar el tema, había vuelto con el rector. Y ante cada uno de ellos había escenificado la reconstrucción de lo que él llamaba un malentendido: entrar en el váter de hombres, mear, salir al espacio común, lavarse las manos, la cara, secárselas, escuchar un golpe en el váter de mujeres, darse cuenta de que la puerta estaba entornada y encontrar a su alumna Sofia

Casadei casi desmayada. ¿Qué quería decir con «casi»? Se había inclinado sobre ella y la había llamado varias veces por su nombre, la había ayudado a sentarse y a levantarse –al rector le había explicado cómo– y durante unos momentos la había apoyado en un rincón. La cosa no había durado más de unos minutos, luego la chica se había recuperado y él la había acompañado a lavarse la cara: ni siquiera había visto a la novata.

Se detuvo antes de dirigirse hacia su mujer y consultó su móvil: Margherita no le había dicho que se iba a pasar. Prosiguió en dirección al patio, donde ella aún leía sentada en el muro bajo.

–Tu abrigo es inconfundible –dijo, señalando la ventana del aula.

–Estoy descansando el tendón. Pensaba subir ahora. –Cerró el libro y se puso en pie–. Te lo has dejado –le dijo, mientras le entregaba un frasco.

–Has venido por un antihistamínico.

–Ya tuve bastante con verte mal la semana pasada. –No quiero que fuerces la pierna.

–He venido en metro –dijo ella, mientras le colocaba bien el cuello de la chaqueta–. Yo que tú hoy daría la clase al aire libre, la neblina tiene su encanto.

–Se me distraen –dijo, y le puso una mano en la parte baja de la espalda, como cuando se habían conocido en una cena en casa de la hermana de él. Por la curva en la zona lumbar, había intuido un cuerpo entrenado–. ¿Quieres subir? Tengo que empezar.

A Margherita le gustaban sus manos, que no eran propias de profesor. Dejó que él la ayudara a ponerse la mochila y luego lo acompañó a la entrada.

–De verdad has venido hasta aquí solo para.

–He venido porque he venido –dijo.

Le señaló el reloj y lo animó a darse prisa. Él sonrió y se marchó.

En cuanto lo vio desaparecer más allá de la escalinata, Margherita se apoyó en la puerta de cristal y bajó la cabeza. ¿Por qué no había tenido el valor de acompañarlo hasta la clase? ¿Por qué no tenía arrestos, como decía su madre, de cruzar aquella entrada y dirigirse hacia aquel lavabo? ¿Y por qué temblaba ahora? Se alejó despacio, tenía ganas de pararse pero se obligó a llegar hasta la calle, cruzó la verja y se abrochó el abrigo. Se detuvo y cerró los ojos para buscar en su interior un asidero que le permitiera canalizar su desánimo: pensó en los cincuenta minutos que llegarían dentro de poco y que la hacían sentir distinta. Distinta y seducida. Los anotaba en su agenda con la expresión «Fisioterapia», que significaba también «aventura». Probó con eso y lo atesoró como un antídoto contra la inseguridad mientras dejaba a su espalda la universidad y se dirigía a la parada de taxis. Le dolía la pierna desde que se había despertado. Un tormento que nacía en el pubis y descendía hasta la rodilla, surgido después de haber estado corriendo en el gimnasio, tres meses atrás. Desde entonces, pensaba en detalles que la entristecían: los tacones que había cambiado por zapatillas deportivas, renunciar a las visitas en edificios sin ascensor, no poder correr detrás de un niño.

Cogió el teléfono y vio un mensaje de la propietaria de corso Concordia: «Ya he firmado, querida Margherita. Ahora os toca a vosotros». Y otro de su colega: la agencia había recibido las llaves para iniciar la venta. Tenía una llamada de su madre. La ignoró, se quedó con el teléfono en la mano y consiguió no entrar en Facebook. Cada vez que abría el perfil de Sofia Casadei se le ocurrían ideas raras, la cafetería en la que trabajaba, el bar en el que desayunaba por las mañanas, el barrio en el que vivía, acercarse a todos esos sitios. Llegó a la fila de taxis, dio la dirección de FisioLab, via Cappuccini 6, y se relajó acomodándose en el asiento y cerrando los ojos. El taxista le propuso alargar un poco el trayecto porque estaban haciendo obras en la ronda interior de circunvalación, ella le dijo que vale y ya no pensó en nada más. De vez en cuando echaba un vistazo por la ventanilla, Milán y el ir y venir en las aceras, los porteros delante de los edificios. Luego se acordó de su madre, le devolvió la llamada y la oyó contestar al primer tono.

–Mamá.

–Estaba a punto de llamar al lampista.

–¿Qué pasa?

–La –dijo, y cogió aire–, la mierda esa de caldera. –Buenos días.

–Siempre me ha gustado decirlo, pero tu padre afirmaba que las mujeres deben tener la boca limpia. –Guardó silencio–. En fin, te he llamado para preguntarte por la casa de corso Concordia.

–Justo ahora me acaban de escribir.

–¿Y qué te parece?

–No tiene ascensor, pero es interesante. Envío a Carlo a verla antes de anunciarla en la agencia.

–¿Y la pierna?

–¿Tú qué haces cuando tienes una sospecha?

–Te duele, lo sabía.

–¿Qué haces?

–¿Qué clase de sospecha?

–Una sospecha.

–Una sospecha es una prueba.

–No estamos en Un giorno in pretura, mamá.

–Es la vida, tesoro. –Titubeó–. ¿Quieres contarme a qué te refieres?

–Ya he llegado, te tengo que dejar.

–Hija mía –dijo, aclarándose la voz–, mañana en la visita podrás despejar todas tus sospechas.

–Ay, señor.

Su madre resopló.

–Hace meses que quieres ir y a mí me ha costado mucho trabajo conseguírtela: diez y media, via Vigevano 18, timbre F.

–Recuérdame por qué me dejé convencer. –Porque iba Dino Buzzati. Apúntatelo en el dorso de la mano.

–Y tú apúntate el cumpleaños de mi suegra.

–No voy.

–Oh, sí, claro que vienes.

–Oh, no. Pero tú pasa a ver a tu madre antes o después, solo si te apetece.

Su madre había enterrado al marido y había permanecido despierta tres días, sentada en el sillón donde él solía leer el periódico los domingos por la mañana. Finalmente había dicho Y ahora para quién cocinaré, y durante un tiempo no había querido hablar de aquel hombre que las había acostumbrado a los rituales, a los mercadillos de trastos usados, a Tex Willer, a la moderación. Había sido un hombre de silencios y para notar su adiós, ella y su madre se habían tenido que inventar ruidos. Discutir, telefonearse, mostrarse alegres.

Pagó el taxi y bajó delante de FisioLab. Estaba acalorada, pero sabía que era de impaciencia. Abrió la mochila y comprobó que llevaba el bañador, el gel de ducha, la toalla y el peine. Se presentó en la recepción y se dirigió al vestuario, se puso el bañador debajo de los pantalones cortos –se había comprado uno nuevo después de comprender a qué clase de terapia debía someterse–, se recogió el pelo, se llevó el teléfono y los auriculares y se puso en marcha con la duda de si la esteticista habría hecho su trabajo con prisas. Cogió la botellita de agua que el centro regalaba a los clientes y se dirigió al gimnasio de rehabilitación. Andrea era puntual y también lo fue aquel día. Le estrechó la mano y le preguntó qué tal iba el dolor, ella respondía siempre «Entrecortado» y se abandonaba al sonido del biombo cerrado con un golpe seco, acostumbrada ya a compartir aquel espacio reducido con un joven muy serio de veintiséis años que intentaba aliviarle una inflamación casi crónica. Él la invitó a tenderse, ella se rozó la cinturilla elástica de los pantalones cortos y lo miró, él asintió y ella se los quitó. El joven cogió el electroestimulador y se lo apoyó en la cara interna del muslo, subió hacia la ingle e insistió en el pubis aplicando la presión adecuada. Cuando eso sucedía, Margherita se concentraba en uno de los paneles del biombo y se obligaba a respirar despacio. Aquel calentamiento –como lo llamaba él– duraba los diez minutos que ella tardaba en vencer la incomodidad. Luego se confiaba. La convencía la firmeza de Andrea, la experiencia de aquellos dedos, la vista baja. También él miraba hacia otra parte, excepto cuando –como en aquel momento– guardaba el electroestimulador y se disponía a apartarle el bañador un poco más: era el momento en que Margherita quería ver en él un principio de excitación, quería verlo ignorar la deontología. Intentaba percibir indecisión en aquellos dedos mientras presionaban el pubis y buscaban el tendón. Él utilizaba el pulgar y el dedo corazón, a veces el índice, apretando como si quisiera hacer un agujero. Durante la primera sesión, Andrea le había explicado cómo se iba a desarrollar la fisioterapia: la acción antiinflamatoria de las máquinas, el efecto reductor de las manos, los ejercicios que tendría que realizar en el gimnasio. Necesitaría veinticinco sesiones, además de las visitas de control y las ecografías, todo por un total de dos mil ochocientos veinte euros. No se lo podía permitir, o casi no podía, y lo había intentado a través de la sanidad pública, pero se había perdido en las larguísimas esperas y había sucumbido a la decisión que su padre habría definido como «fácil». Fácil era pagarle tres mil euros a un fisioterapeuta privado, fácil era hacerse regalar un Interrail cuando era adolescente, pese a no haber sacado las mejores notas de la clase, fácil era contentarse con un trabajo de agente inmobiliaria cuando tenía mente de arquitecta. Fácil, probablemente, era confundir una manipulación terapéutica con la lujuria.

Y mientras se dejaba tocar por su fisioterapeuta con la intensidad adecuada en una zona fronteriza, a la espera de comunicarle dónde se encontraba el punto exacto del dolor, Margherita volvió allí: su marido, la puerta de los lavabos, el edificio 5 de la universidad, planta baja, lavabo de señoras. Aquel era el «punto exacto» que le dolía desde hacía dos meses. Eludió el pensamiento, como se había acostumbrado a hacer durante las últimas semanas, subvirtiendo todos los frentes. ¿Era una hija atenta y solícita? Podía serlo muchísimo menos. ¿Era una agente inmobiliaria que no abusaba del tiempo entre una visita y otra? Podía abusar. ¿Era una paciente que nunca se dejaría seducir por tres dedos expertos? Podría dejarse. Cada vez que se le presentaba el recuerdo de aquellos lavabos, ella «podía» subvertir su propia naturaleza, para distraerse de la sospecha.

Andrea le preguntó si el dolor se detenía exactamente donde le estaba dando un masaje. Le habría bastado con decir «Más a la derecha» para hacer realidad su fantasía. Andrea se habría desplazado más a la derecha y el efecto hubiera sido el que deseaba: disfrutar, Dios bendito.

En cambio, dijo:

–Más a la izquierda.

Él desplazó los dedos.

–¿El dolor aumenta por la noche?

–Depende del día.

–¿Haces los ejercicios?

–Depende del día –dijo, mientras se recolocaba sobre la camilla–, en teoría soy una mujer cumplidora. –Eso dicen todas.

–¿Todas?

–Y luego se echan atrás.

–¿Y eso qué significa?

–Que no afrontan el problema de verdad. –Presionó suavemente–. Aquí se ha densificado, ¿lo notas?

Ella guardó silencio. Era «todas» las mujeres que llenaban aquel lugar, el conjunto comprado especialmente para la ocasión, los pendientes de perlas y la casa en el centro de la ciudad, el marido de comportamiento discutible, la docilidad.

–Se nota que te gusta tu trabajo, Andrea. Él disminuyó la intensidad de la presión.

–Quiero decir que eres muy bueno. ¿Te dicen que eres bueno?

–Alguna vez.

Se apartó de ella, rodeó la camilla y frotó con los dedos la parte baja de la pierna, para luego ir subiendo despacio.

Margherita lo notó acercarse a la ingle sin prisas, palpando el tendón centímetro a centímetro. Se permitió imaginar cómo sería Andrea en la cama. Salvaje, tal vez, inexperto, seguramente. Durante un segundo, pensó en los dos inmuebles vacíos a los que habría podido llevarlo: via Sabotino 3, el apartamento que no conseguían alquilar porque los gastos de comunidad eran muy altos, y via Bazzini 18, un piso de tres habitaciones con un pequeño jacuzzi.

–Más a la derecha –susurró de golpe, sorprendiéndose a sí misma.

Él fue un poco más despacio.

–¿Más a la derecha?

–Un poco.

Él sabía que más a la derecha no podía ser. Tenía el tendón entre las yemas de los dedos, en el punto exacto en que dolía, y se lo estaba ya pellizcando lo mejor que podía. Más a la derecha era arriesgado, a menos que fuera un movimiento mínimo: bajar el meñique para saborear el calor, la humedad, la consistencia distinta y después volver a levantarlo, sin haber interrumpido el trabajo. No lo había hecho nunca, pero sus colegas le habían mostrado cómo ejecutar la maniobra conservando una expresión muy profesional. Cada vez que llegaba un caso de tendinitis en los abductores y la paciente era «interesante», se peleaban para ver a quién se la asignaban. Margherita le había tocado a él por su aparente invisibilidad. Una mujer mona, casi pálida. Sin embargo, había resultado tener un cuerpo lleno de sorpresas: y no por la armonía muscular, las piernas sinuosas y fuertes o las caderas lisas, sino que...

LA NOVELA

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2021-05-01T07:00:00.0000000Z

2021-05-01T07:00:00.0000000Z

https://editorialtelevisa.pressreader.com/article/283321820228582

Editorial Televisa