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ISADORA DUNCAN

Considerada una de las pioneras de la danza moderna, Duncan pasó a la historia de las artes por su carácter revolucionario, pero también se instaló en la memoria colectiva debido a las tragedias que marcaron su vida.

POR MÓNICA ISABEL PÉREZ

No hubo sutilezas al dar a conocer la noticia. “Isadora Duncan, arrastrada por una mascada desde un auto, ha muerto”, publicó The New York Times el 15 de septiembre de 1927. “La bailarina fue lanzada al camino mientras se dirigía a Niza y se fracturó el cuello… Tuvo una premonición de su muerte”. A continuación, el texto citaba unas palabras de Duncan: “Tengo miedo de que pueda ocurrir un accidente”. Aquella nota hablaba de su afección por los diseños extravagantes, de la inmensa mascada de seda iridiscente que llevaba aquel día y que pasó de objeto de lujo a arma mortal. “Es el final de una vida llena de lastimosos episodios”, apuntó el diario, que más tarde giró en torno del suicidio de su marido, la trágica muerte de sus hijos y los rumores de un nuevo matrimonio. Con excepción de un par de líneas, apenas y se hicieron apuntes de su trabajo. Y eso que ella revolucionó el mundo de la danza.

Isadora Duncan, una mujer libre, feminista y dueña de ideas mucho más avanzadas que su época, habría lamentado la pobreza de ese perfil póstumo.

LAS AGUAS NUNCA ESTÁN EN CALMA

Nacida en San Francisco en 1877, Isadora se supo distinta desde pequeña. Esa sensación la reforzaban las historias que su madre le contaba sobre los días previos a su nacimiento, cuando la abordaban fuertes antojos de ostras y champagne. La aquejaba, también, una gran crisis espiritual, al tiempo que la niña que llevaba en el vientre se movía con violencia. “No será normal”, decía su madre. Isadora platica en sus memorias que desde entonces

bailaba, y una vez que vio la luz no hizo más que mover sus manos con frenesí. Atribuía esa ansiedad por expresarse por medio del movimiento al hecho de haber nacido junto al mar. “Mi existencia y mi arte brotaron del mar”, apuntó en Mi vida, su libro de memorias, lleno de una inmensidad bella y profunda, muchas veces violenta y peligrosa. Y justo así, como el mar, sin la poesía de fijarse sólo en los oleajes rítmicos y suaves, fue la vida de una de las bailarinas más importantes en la historia.

UN CAMINO LARGO

Isadora ya era adolescente cuando empezó a cobrar fama, pero su camino no fue pronto ni fácil. Era la más pequeña de cuatro hermanos abandonados por su padre, un hombre de riqueza volátil que pasó su vida entre éxitos y estrepitosos fracasos económicos. Su madre daba clases de piano para mantener a la familia y tuvo la gran visión de involucrar a sus hijos en el mundo de las artes por medio de la música y la literatura. Eran pobres y en su alacena apenas y había alimento suficiente, pero se sentían ricos en espíritu y eso los mantenía en pie. Abrumada por la situación y consciente de su talento para bailar, Isadora dejó la escuela a los 10 años y empezó a dar clases de danza a los chicos de su vecindario. Su hermana mayor se unió a la misión y su madre se encargó de acompañar con música la iniciativa de sus hijas. Pronto tuvieron una escuela exitosa que comenzó a ser requerida por las familias más ricas de San Francisco. Todos participaban recitando poemas, haciendo pequeñas obras de teatro, lo que fuera necesario para nutrir su pequeña academia. Y entonces, Isadora, de espíritu atrevido y ambicioso, convenció a su madre de ir a Chicago en busca de un futuro mejor. La verdad es que la aventura no fue tan fructífera y durante un tiempo sólo pudieron alimentarse de tomates (“sin pan, ni siquiera con sal”, recordaba Duncan), pero fue un trampolín para ir a Nueva York, donde por poco

“Mi vida no ha conocido más que dos motivos: el amor y el arte”.

más de dos años trabajó en un teatro que, si bien no satisfacía sus ideas artísticas, la ayudó a curtirse en los escenarios y, más tarde, a tomar una de sus siempre aventuradas decisiones: marcharse a Londres con su familia para probar suerte en Europa.

La vida de los Duncan nunca fue miel sobre hojuelas. Dedicados al arte en aquellos tiempos, tenían ingresos mínimos. Era normal que los corrieran de los apartamentos que rentaban por falta de pago, pero así habían vivido desde que eran pequeños y poco les afectaba ir y venir como nómadas. Sin embargo, en la ciudad de Londres encontraron estabilidad y entonces llegó la señal definitiva para Isadora: había que ir a París.

EL FOCO MÁS BRILLANTE

‘La Ciudad de la Luz’ fue la que mejor entendió sus pretensiones artísticas. Contrario a lo que había vivido en otros sitios en los que le pedían que se arreglara mejor o que usara zapatillas de ballet para bailar, en la capital francesa tuvieron sentido sus ganas de bailar descalza y despeinada, vestida apenas con una túnica al estilo griego. Isadora estaba convencida de que el mundo de la danza necesitaba volver a sus raíces, a un trabajo completo del cuerpo en la naturaleza, sin los artificios que se utilizan hasta hoy día en el ballet. Bailar de puntas le parecía ‘antinatural’. Prefería tocar el suelo con las plantas de sus pies y dejar que la música y la poesía (que sus hermanos recitaban mientras bailaba) dieran la pauta de sus movimientos, casi siempre enfocados en los brazos que parecían moverse como el agua de tan fluidos, a veces suaves y otras con una agitación difícil de seguir por el ojo. Sin necesidad de luces ni de tutús, podía crear imágenes como flores, alas, mares y conceptos tan abstractos como vida, muerte y amor, una triada que definió tanto su obra como la manera en la que siempre se condujo.

OLA FEMINISTA

No tuvo que conocer el término ‘feminismo’ para comulgar con él. Duncan fue desde joven una mujer de ideas propias. Consideraba que el matrimonio era una idea caduca y decía que las mujeres no lo necesitaban. Hablaba del amor libre, del derecho a tener hijos fuera del matrimonio. Y de sus tormentosas relaciones sentimentales, siempre resultaba ganador su deseo de hacer arte, que algunas de sus parejas intentaron sofocar para conseguir sumisión. Ella nunca lo permitió. Insistía en que ser mujer no debía ser una limitación para conseguir lo que deseaba y fue

bajo ese principio que trabajó en construirse a sí misma. Eso no significaba que no pudiera enamorarse locamente, al punto de preguntarse si valía o no la pena seguir aferrada a sus ideales. Cuando se sintió seducida por el diseñador teatral Gordon Craig, él estaba tan obsesionado con su propia obra que Isadora se sumergió con él en el deseo de conseguir que sus ideas cobraran la forma deseada. Lo hizo a costa de dejar a un lado su danza, lo que le provocaba una gran frustración. Eso se convirtió en una de las principales peleas de la pareja, que en sus momentos más críticos había concebido a una bebé llamada Deirdre. La relación no soportó más, pero Isadora era feliz con su hija, la maternidad le parecía maravillosa y la celebró danzando mientras lactaba, sin importarle que su túnica se llenara de leche en el escenario, lo que provocó la repulsión de unos y la admiración de otros. Para ella no había nada como expresar la maravilla que es el cuerpo. Mostrar el poder de la naturalidad era su motor para exaltar los ideales humanos. Algo que, desde su punto de vista, la rigidez del ballet no era capaz de comunicar. Con esa danza exaltó una feminidad realista, perfecta en sí misma sin necesidad de realizar una transformación excesiva del cuerpo al grado de llevarlo a lo etéreo y lo irreal, como solía pasar en el mundo del arte.

UNA MAREA AGITADA

Siempre que se enamoró lo hizo de manera extrema. Como en sus danzas, en sus relaciones daba todo de sí, lo bueno y lo malo. Cuando conoció a Paris Singer, heredero de la empresa multimillonaria de máquinas de coser,

“Aunque parezca que seguimos viviendo, hay dolores que matan”.

BIOGRAFÍA

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2021-05-01T07:00:00.0000000Z

2021-05-01T07:00:00.0000000Z

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