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Colombia secreta

Antes una zona aislada y sobreexplotada, el Pacífico colombiano resurge como un destino turístico sostenible.

POR E RICK P INEDO FOTOGRAFÍAS D E V IRGILIO VALDÉ S

Aislada por su geografía escarpada y explotada por sus abundantes recursos naturales, la región costera del Pacífico colombiano ha tenido que superar una larga historia de violencia, abandono y segregación para resurgir como un nuevo paraíso ecoturístico gracias a los esfuerzos de afrodescendientes, indígenas y mestizos comprometidos con el desarrollo sostenible de este litoral de culturas.

Hoy, el departamento del Chocó y su puerta de entrada, el Valle del Cauca, se posicionan como destinos imprescindibles para transitar hacia un estilo de viaje acorde a las necesidades ecológicas del planeta y en consonancia con las lecciones que brindan los pueblos tradicionales de la región.

Lo último que veo es un bosque invadido por la niebla. Alguien me cubre los ojos por la espalda y una mano se posa en mi hombro para indicarme hacia dónde ir en el frío de la montaña; solo escucho el viento entre los árboles y las hojas a nuestros pies. Tropiezo con las raíces en el suelo hasta encontrar un cable que uso como guía hacia un refugio de madera, donde me piden tomar asiento junto a otras personas que yacen en silencio.

Tranquilos, no es Noticia de un secuestro. Me rodean miembros de la asociación Río Cali, que promueve la conservación en el Valle del Cauca, suroeste de Colombia, y hoy impulsa la Ruta de Aviturismo para Personas con Discapacidad Visual en el bosque de niebla de San Antonio, un remanso forestal a 20 minutos de Cali.

Colombia, segundo país más biodiverso del planeta, alberga la mayor cantidad de aves del mundo con 1 954 especies; 30 % se encuentra en la cordillera Occidental, una de las tres vertientes en las que se dividen los Andes colombianos. Aquí, en el kilómetro 18 de la carretera que parte hacia el mar, está la meca de la ornitología.

Ojivendados, los sonidos de la naturaleza revelan la vastísima pluralidad de avifauna. Un trinar por ahí, un piar por allá; luego un graznido, un chillido, un ulular. Son incontables los silbidos que se escuchan y es inevitable retirarnos el vendaje.

Un arcoíris de aves se posa en los comederos camuflados de San Felipe Birding, empresa de aviturismo inclusivo creada por Clara Cabarcas y Carlos Calle a partir de estrategias de reforestación, colocación de nidos artificiales y mantenimiento forestal. Aquí se han registrado entre 140 y 160 especies, que también se pueden identificar con una guía sonora.

Primero salieron las tángaras, aves neotropicales de colores tan diversos como sus especies: la coronada con su amarillo, los turquesas de la nuquirrufa, el escarlata de la flamígera, la capirotada y sus verdes eléctricos, el azafrán de la dorada. Siguieron emplumados mayores como el azulejo, con su pálido añil; un mielero verde tornasol, y el blanquiazul de un colibrí collarejo.

Sin embargo, un tucancito rabirrojo cerró el espectáculo para regresar a la hacienda de Clara y Carlos, un espacio ecléctico entre el bosque y sus sinfonías donde no podía faltar un tinto (café negro) para compartir la pasión del matrimonio por el coleccionismo.

En la cercana finca La Florida, conocida como el Bosque de las Aves, los puestos de observación son vitrina de especímenes como el torito cabecirrojo. Pero la vida no solo pasa entre las ramas: una simple pero enorme paloma perdiz gorgiblanca camina a ras de suelo y un guatín se asoma para roer semillas.

Antes de partir a Cali, un gavilán pollero se delata en lo alto de un poste. Sin duda, es el paraíso de las aves.

Conforme descendemos, la frescura se transforma en calor tropical y el bosque, en un escenario urbano salpicado por murales que aluden a las protestas que paralizaron Colombia hace apenas un año. A raíz de las desigualdades, las manifestaciones dejaron huella en la infraestructura pública dañada que aún recuerda un estallido social reprimido por la policía y el ejército.

Hoy día, Santiago de Cali vive un proceso de reconciliación para superar los daños económicos del paro, en un entorno de cambio político sin precedentes; y una de sus apuestas es el turismo. Por ello, la ciudad de los siete ríos no solo hace gala de su riqueza natural sino también de su historia en sitios como San Antonio, un barrio de auténtica tradición caleña.

Pero antes de seguir, es justo saciar el hambre en la Galería Alameda, mercado donde los sentidos se agudizan entre el popurrí de productos vallecaucanos.

La mezcla de culturas e ingredientes de los Andes, el Pacífico y la Amazonía salta en la multiplicidad de frutas, verduras, especias, pescados, amuletos, baratijas y más. Entre la bulla, encontramos el restaurante de Basilia Murillo, quien con sus casi 40 años de representar la cocina de la región nos deleita con un encocado de camarón con patacones (tostadas de plátano verde).

Así quedamos listos para el mítico San Antonio, donde el asfalto se convierte en empedrado y los edificios modernos dan paso a pintorescas fachadas con techos de teja y ventanas de herrería. Aquí, la arquitectura colonial de la Colombia romántica se manifiesta bajo la sombra de tupidos árboles de guayacán.

Pronto nos topamos con una colina rematada por una capilla dedicada a San Antonio de Padua, patrono del vecindario. Envuelto en mitos y leyendas locales, en el barrio existe la creencia de que las mujeres que buscan pareja deben acudir frente la figura del santo y quitarle el niño Jesús que sostiene hasta que se cumpla su deseo. Cuando llegamos al hotel Rossa Palma, adaptado en una casona con restaurante, piscina, bar y sala de baile, la escultura de San Antonio en la recepción aún sostiene su niño. Así que, para seguir la noche, quizá sea mejor probar suerte en otro sitio.

Junto a la ribera del Cali, El Gato del Río descansa sobre el nicho con las cenizas de su creador: Hernando Tejada. Esta escultura de bronce donada por el artista e instalada en 1996, en el sector de Normandía, marca el centro de la vida nocturna en la ciudad.

Lo que sigue es deambular por los restaurantes y bares a orilla del río y frente al Museo de la Tertulia, que exhibe arte moderno y cuyos patios son punto de reunión para jóvenes que practican break dance y skate. Con un aguapanela (jugo de caña) o una lulada (pulpa de lulo), de preferencia envenenada (con aguardiente), no queda más que disfrutar de la noche y la fiesta.

la mañana es nebulosa y no solo por el guaro (licor) del día anterior. Las nubes cubren el día al contemplar

la ciudad desde el mirador del monumento a Cristo

Rey, una estatua de 26 metros de altura en la cima del Cerro de los Cristales que se erige con los brazos abiertos para aludir a otro mote de Cali: la sucursal del Cielo.

En las faldas del cerro nos reunimos con Jhon Esteban Rodríguez, de Nación Joven, organización para el desarrollo de las juventudes caleñas, a las afueras de la estación Unidad Deportiva del transporte público. Desde aquí, un túnel nos lleva al MIO Cable, una red de teleféricos que se deslizan hasta la parte alta de la Comuna 20, sobre suburbios al estilo favela.

Estamos en Siloé, tristemente célebre por ser uno de los sitios más humildes, marginales e inseguros de Cali, pero también de los más fraternales. Aquí se presentaron los disturbios más intensos durante las protestas del año pasado, en medio de señalamientos de abuso policial, violaciones a los derechos humanos, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y violencia sexual. En toda Colombia, Siloé se convirtió en el símbolo de la lucha por una sociedad mejor.

Hoy día, la comuna trabaja por superar su pasado pandillero y de segregación mediante labores sociales de colectivos que buscan generar un impacto positivo en su vecindario. Cimentados en el arte y su cultura urbana, los siloeños hacen uso de las leyendas y murales que crearon en el sector para organizar recorridos bajo el título de turismo de barrio.

“95% de los visitantes no sale del teleférico y sus alrededores. Queremos que eso cambie, que la gente se quite el miedo y venga a conocer las maravillas que tenemos. Porque Cali es Cali, señores, y la loma también”, comenta Jhon al bajar en la última y más alta estación del recorrido, donde se muestra una exposición sobre mitos como duendes que persiguen a los menores o apariciones del diablo.

En los callejones empinados y estrechos, las pintas proclaman la lucha por la paz, el recuerdo de los caídos y el sentido de pertenencia. Los hogares son precarios y muchas construcciones están en obra negra; hay impactos de bala en casas abandonadas. En contraste, existe un gran ahínco por mostrar las alternativas para vencer la desigualdad y el estigma social.

Así conocemos a Freddy Llamicaes “Pikachú”, del Colectivo Cancha Grande La Estrella, con quien compartimos unas empanadas para aguantar el camino ladera arriba hasta las ruinas de lo que fue una base militar contra el grupo guerrillero M-19. Hoy, el mirador de Los Bloques es un lienzo para los lugareños que tapizaron sus muros y techos derruidos frente a una de las panorámicas más completas de la ciudad.

El punto culminante del recorrido es una cisterna grafiteada sobre la que se levanta una estructura repleta de focos: la estrella de Siloé, símbolo del barrio que se enciende por la noche para convertirse en un pesebre.

Uno de los atributos más conocidos de Cali a nivel internacional le ha dado otro seudónimo a esta ciudad de ritmos: la Capital Mundial de la Salsa. Así que nos dirigimos a la plazoleta Jairo Varela, un espacio dedicado al máximo exponente del género. Fundador del icónico grupo Niche, la muerte del compositor instauró su leyenda en la sociedad caleña, que hoy le rinde tributo con la escultura de una trompeta en la que se escuchan canciones como “Cali pachanguero” o “Gotas de lluvia”.

Se dice que, en los años cuarenta, un acetato de Estados Unidos llegó a Cali tras desembarcar en un puerto. Era la época del son cubano, el jazz y el blues, y una nueva mescolanza llamada salsa había cautivado los barrios latinos de Nueva York. Por alguna razón, la estación de radio local reprodujo el disco a mayor velocidad (de 33 a 45 revoluciones), dando como resultado un ritmo que ahora es patrimonio cultural e inmaterial.

Por eso la salsa caleña se baila rápido, con “la candela en los pies”, en las más de 400 academias, discotecas y viejotecas de la ciudad, estas últimas para los de la tercera edad que aún gustan de “tirar paso”. Aquí rumbean la abuela y hasta el perico, pero la salsa también es un modo de vida para quienes profesionalizan sus pasos en sitios como Delirio, una enorme carpa de circo con un show de danza, luces y sonidos latinos.

La gozadera (fiesta) de esta noche, sin embargo, será en El Mulato Cabaret, hogar de la compañía artística El Mulato y su Swing Latino que ofrece una experiencia salsera única a través de la historia y evolución del género con coreografías y música de Héctor Lavoe, Celia Cruz, Willie Colón y Johnny Pacheco, entre muchos más. Después, la pista es del pueblo.

La rumba puede durar hasta que amanezca, así que es preferible no caer en la tentación e irse a enchuspar (dormir), pues mañana nos internaremos en uno de los sitios más silvestres y misteriosos de Colombia.

desde cali un vuelo rápido en avioneta es suficiente para arribar a Quibdó, capital del Chocó, el departamento con mayor extensión litoral en el Pacífico y el único que, a su vez, tiene costa en el Atlántico. Esta es una de las zonas con mayor diversidad natural y cultural de Colombia, en la que comunidades indígenas como los emberá y los waunanas conviven con una población afrodescendiente mayoritaria (82 %) y una minoría paisa (mestiza).

Dicha pluralidad se refleja al entrar al Hotel Etnias, propiedad de Aura Castillo, emprendedora local que invita a “disfrutar las diferencias culturales” en sus habitaciones decoradas según las tradiciones regionales.

“Dios me eligió el mejor lugar para nacer: un paraíso de selva, ríos y mares que hacen que mi espíritu se sienta agradecido”, afirma esta odontóloga que cambió de profesión para fundar Viajes Truandó, en 1996.

“Las chocoanas somos matronas, protectoras, dueñas y señoras del hogar. Estuvimos relegadas a la familia, pero ahora somos proveedoras sin necesidad de un hombre –explica Aura con un plato de sancocho (sopa) de gallina a nuestras narices–. Fui de las primeras en Quibdó en demostrar que somos excelentes administradoras, tanto en la casa como en las empresas".

Castillo nos guía por la historia de la ciudad en sitios como la catedral de San Francisco, la diócesis, el palacio municipal, el episcopal y el convento de los claretianos. También visitamos joyerías artesanales que dan cuenta del pasado minero y el moderno Megacolegio MIA (Mestizo, Indígena y Afro).

Frente al caudaloso río Atrato –reconocido por el Estado como entidad sujeta de derechos–, el malecón permite disfrutar la vía fluvial por donde los españoles colonizaron y poblaron la zona con esclavos. Hoy es la principal ruta de transporte por la que se trasladan embarcaciones con banano, yuca, chontaduro, lulo y más.

Una de estas largas y delgadas canoas nos lleva por un brazo que se interna en el manglar; algunas trampas de pesca de los emberás se dejan ver entre las raíces donde descansan las garzas, hasta salir de los canales laberínticos. La línea costera revela fachadas coloniales, lanchas atracadas y un barco de vapor encallado y oxidado que se usa como unidad habitacional en el agua achocolatada. En tierra, seguimos al otro extremo del malecón, donde un mercado sostenido por pilares compone un escenario de autenticidad quibdoseña.

Ruidoso, desordenado, de olores y sensaciones intensas, este conjunto de locales ofrece una diversidad de productos exuberantes entre frutas, verduras, pescados tan frescos que aún se mueven sobre las mesas y hierbas para todo tipo de uso: limpiar los riñones, regular la presión, aliviar dolores, calmar los nervios, evacuar las “cosas malas”, amansar gente rebelde, atraer el amor y sacar las malas vibras. “Esta es una farmacia, un consultorio", asegura la hierbera.

Es la herencia africana de Colombia. Un mundo de contrastes y tradiciones antiguas que pervive en la selva chocoana tras una larguísima historia de opresión, emancipación, lucha y resistencia. Y no hay mejor sitio para comprender su legado que en el Centro de Memoria Afrodiaspórica Muntú Bantú, una fundación dedicada a la investigación de la ancestralidad negra en el Chocó.

Los colores panafricanos (rojo, amarillo, verde y negro) rugen en las paredes del centro cuando ingresamos por un acceso con dos esculturas metálicas: los cuerpos hacinados de esclavos, unidos por el cuello con cadenas y candados, que fueron transportados en los barcos negreros durante el infame comercio trasatlántico. Frente a un mural del génesis humano en África, la gerente María Fernanda Parra nos da la bienvenida a este proyecto del historiador afrochocoano Sergio Antonio Mosquera.

“Recuperamos la memoria de la presencia negra en Colombia, luego de la travesía por el Atlántico, que nos ayude a sanar, a revindicar y construir el futuro en el presente, sin odiar el pasado”, explica Parra.

Los pisos subterráneos exponen la religiosidad, etnohistoria y antropología del Muntú (“el hombre”, sus ancestros y dioses) que el profesor Mosquera ha rastreado hasta su origen en el Bantú (África Central), cuna de la humanidad. Los objetos, artesanías, imágenes, mapas, pinturas, fotos, esculturas y películas hablan de las relaciones mágicas con los animales, los afrodescendientes más ilustres, costumbres religiosas y los crímenes que significaron el sometimiento y comercio de esclavos durante el episodio más vergonzoso de nuestra historia como especie.

Para templar la conmoción, nuestro siguiente punto es el restaurante Río, donde la herencia negra se expresa en gastronomía y canto. Rodeados por decoración tribal, un viudo de pescado (guiso con plátano, yuca y papa) aparece sobre la mesa con una limonada de panela. Las suculencias costeras se suceden por un grupo de mujeres con vestidos blancos y púrpuras que se ubica al centro del local; las acompañan cinco hombres en trajes blancos. Son las cantadoras de gualíes y alabaos Dios te dé, un conjunto que vela por las costumbres mortuorias de la región.

En la cultura afrocolombiana, a los difuntos adultos se les despide con alabaos; pero cuando el fallecido es un menor, los cantos se denominan gualís, que representan la alegría y el dolor ante la salvación de su alma pura. Cuando una de las mujeres toma el micrófono y comienza a cantar, las sensaciones son acogedoras y desgarradoras, pero la última canción nos deja sumidos en una melancolía que anticipa la conclusión del día.

De regreso en el hotel, con la cabeza sobre la almohada, las voces de las mujeres permanecen constantes rumbo al sueño profundo.

no es tanto la lejanía, sino la accidentada geografía del Chocó colombiano, lo que impide que se llegue con facilidad al Pacífico por vía terrestre. Así que la manera más sencilla de hacerlo es mediante un vuelo corto abordo de un pequeño Jetstream 31.

El río castaño bajo nosotros desaparece cuando atravesamos una cortina de nubes que nos cubre por completo. Comienza a llover y la turbulencia estremece el fuselaje de la aeronave en un silencio angustioso que se apodera de la cabina. Maldición, creo que así comenzaba Alive!

“Gracias, Dios mío”, repiten unas mujeres cuando por fin tocamos tierra en Nuquí, un paraíso playero en el golfo de Tribugá. Pero antes de penetrar este mundo de sol y arena, hay que apaciguar los nervios con una cazuela de mariscos que da la bienvenida desde las entrañas.

La música tropical aumenta al acercarnos a Bombillo Rojo, un bar decorado con acetatos donde Enrique Murillo y su agrupación Cumbavi narran los sucesos de las comunidades niquiseñas con un ritmo autóctono llamado cumbancha. “Música, vida y viche” es el lema de la zona, célebre por el licor de caña que se usa para aliviar desde dolores de parto hasta para el vigor sexual y la fertilidad. “Me dio los cinco hijos que tengo”, afirma Enrique a carcajadas al ofrecer sus destilados.

Elaborado por las mujeres, el viche ha sido fundamental en la cultura y economía afrocolombiana por generaciones, e incluso sufrió persecución por parte del gobierno en el siglo pasado, cuando un aguardiente del Estado se impulsó sobre la producción rural. “La gente destilaba por la noche para que no la encarcelaran o quemaran su casa. Nuestros ancestros resistieron para que esto se convirtiera en patrimonio del Pacífico. Cuando lo hacemos, recogemos los frutos de esa lucha”.

Envichados, embarcamos una lancha durante media hora de oleaje hasta tocar tierra en Joví, un edén playero para volver a lo esencial en sus ecohoteles frente al mar. Ahí, La Joviseña dispone cabañas, jardines frutales y vegetación silvestre en un santuario de paz natural. Lo único que permanece luego de una suculenta cena de pescado frito es el sonido de las olas que rompen en la cercanía al desvanecerse la tarde.

el vaivén de las olas se apacigua al atravesar la desembocadura de la quebrada Jagua e ingresar al río Chorí, donde los manglares se cierran a nuestros costados y las aves se reflejan en la corriente. Conduce Julio César Sanapi Sauza, emberá de Boca de Jagua y delegado de la Etnoaldea Kipara Te, un proyecto de turismo comunitario que impulsa este pueblo autóctono.

Cuando el mangle da paso a cultivos de plátano y un hombre aparece de entre la maleza con machete en mano, en busca del venado que se le escapó, es evidente que llegamos al resguardo.

La experiencia da un acercamiento al conocimiento ancestral que enseña a coexistir con la naturaleza en este presente de cambio climático. De tal manera que Julio César nos guía por la aldea –solo se puede pasear acompañado de un emberá– para ser testigos de las formas de vida más antiguas del Chocó.

Los niños se asoman desde los pórticos de las chozas, sostenidas sobre pilares, mientras los perros olisquean bajo de los hogares y las gallinas se pasean por la calle. Una cabaña de colores funciona como escuela para los hijos de las 67 familias que habitan la comunidad.

De regreso a los tambos, las mujeres se ofrecen para dibujarnos el kipará, un tatuaje natural que se usa como protector solar, repelente contra mosquitos y para embellecer el cuerpo. Con la tinta obtenida del fruto de la jagua, las artistas crean patrones con diseños tribales en nuestra piel. Lástima que no sean permanentes.

Grabados con arte, tomamos asiento en el tambo principal para ser testigos de las danzas rituales del pueblo. Un grupo de niñas avanza en círculos, con pasos y saltos sobre los tablones de madera, imitando el movimiento de los animales en un ritmo marcado por el tambor. Sus collares de chaquiras y faldas coloridas encarnan el espíritu selvático en cada danza, y el efecto es enternecedor. Luego, un anciano de la comunidad comparte las leyendas de su cosmogonía que explican el origen del universo, los animales y los humanos.

En cama, la noche se mezcla con el recuerdo de una cosmovisión fantástica. Es la espiritualidad de la selva.

las aguas vuelven a ser turbulentas al salir a mar abierto y dejar atrás la aldea. Navegamos hacia el Parque Nacional Utría, un crisol de biodiversidad representado por bosques húmedos, manglares, estuarios, playas, acantilados y arrecifes de coral. Parte del golfo de Tribugá es un templo para la conservación que se declaró Punto de Esperanza por Sylvia Earle –bióloga exploradora de National Geographic– gracias a su importancia para especies migratorias como la yubarta (ballena jorobada), que llega entre julio y noviembre para reproducirse y saltar con sus crías en un mar plano que sirve de paritorio para las madres de 36 toneladas.

Media hora más de lancha nos deja en El Almejal, una inmensa franja de arenas negras en Bahía Solano donde el paisaje está salpicado por rocas volcánicas, hostales de playa, grupos que liberan tortugas, jóvenes que juegan y gente que hace yoga en espera del ocaso.

Caída la noche, el ecohotel Kipará brinda una exhibición de cultura y destreza a cargo del grupo Yemayá, conjunto de danza que se mueve a ritmo del abozao, el tamborito, la polca y el mechón. Con vestidos y trajes tradicionales, mujeres y hombres se confrontan descalzos en un intercambio que recrea el movimiento de las olas con el vuelo de las faldas; luego se involucra el fuego.

Las antorchas y la música marcan el final de una incursión hacia el lado más oculto de Colombia, un hervidero de culturas, goce, lucha y naturaleza que se mantiene auténtico e inesperado. Desde lo remoto de estas tierras paradisíacas, emprendemos el largo regreso a casa; aunque no me molestaría que me volvieran a tapar los ojos para, una vez más, abrirlos en el Pacífico.

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2022-09-01T07:00:00.0000000Z

2022-09-01T07:00:00.0000000Z

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