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Utah, camino hacia el oeste

Entre monolitos, desfiladeros, mesetas color fuego y el río Colorado, explora esta tierra llena de historias.

POR AARON MILLAR

Exploradores, forajidos y los primeros colonos mormones se abrieron paso a través de la topografía escarpada de Utah; cada grupo dejó su huella en la historia de Estados Unidos. Siglos después, esta aún es una tierra de descubrimientos que se explora mejor en la comodidad de una clásica caravana Airstream, una bala de plata que avanza entre parques nacionales impregnados de mitos locales.

Es el oeste de Estados Unidos en todos sus aspectos, todos los rasgos posibles en una sola mirada: monolitos elevados, desfiladeros escarpados, mesetas color fuego, el río Colorado verde y lento que refleja el cielo como un espejo. Todo intacto, desolado, ardiente y silvestre.

Vine a conducir en esta carretera. La brisa que sopla desde el cañón anticipa la aventura. Mientras camino, las llaves en mi bolsillo tintinean con entusiasmo. Los viajes por carretera en Estados Unidos son material de leyendas a susurros. Forman parte de la psique del país: se escriben en novelas, se cantan en la música y se inmortalizan en el cine. Aquí no solo se conduce, se siguen los pasos de grandes escritores como Jack Kerouac y se rememora a forajidos como en Easy Rider y Thelma y Louise. El paisaje parece cada vez más silvestre con cada curva y se despliega como telón de un clásico del oeste.

De cierta manera, eso es exactamente lo que es. Algunos de los filmes más icónicos se rodaron en Utah, desde La diligencia (1939) hasta Río Grande (1950). Los viajes por carretera no solo son una travesía placentera; es como protagonizar tu propia película, y la actriz principal es una casa rodante plateada que centellea bajo el sol como 100 esferas.

La Airstream es la pieza más emblemática de viajes en autocaravana por Estados Unidos desde 1929, cuando la esposa de su creador Wally Byam se quejó de tanto acampar que le construyó una. Desde entonces ha recibido muchos nombres: la bala de plata, el cohete retro, la tostadora sobre ruedas. En realidad, parece más una nave estelar de una película de ciencia ficción de los años setenta que a algo que se pueda ver en la carretera hoy día. Pero nada de eso importa. La Airstream es a las vacaciones en casa rodante lo que John Travolta es a los reflectores. Hace que sean geniales.

Llevo 10 días manejando por las tierras de los cañones del sur de Utah con una brillante Airstream detrás y nada más que la libertad de la carretera abierta por delante. Miro atrás, a través de ese desierto rojo, y quiero soplar un beso a la brisa. De esto están hechos los sueños de conducción.

El mío comienza en el territorio de Cassidy. En 1889, tras saquear 20 000 dólares del banco del Valle de San Miguel –10.6 millones de pesos en moneda actual–, Butch Cassidy, uno de los forajidos más conocidos del oeste, llegó a lo que hoy es el Parque Nacional de Capitol Reef para esconderse de la ley.

Eligió un lugar precioso. Los primeros colonos la llamaban “la tierra del arcoíris dormido” por la forma en que las paredes de arenisca y los elevados pináculos de roca roja cambian de color con la luz. Conduzco por enormes acantilados de arenisca que se elevan sobre mí como los muros de un castillo gigante y desciendo hacia profundos abismos color rojo burdeos como tapices de piedra,

La carretera brilla bajo el calor; desde donde estoy –al borde del cañón Glen, en el corazón del indomable y alto desierto de Utah–, serpentea por el valle hasta un horizonte infinito. El paisaje es demasiado vasto para contenerlo.

Me siento frente a la tienda de la granja, con los caballos pastando en el campo, un viejo granero y un ahumadero de color marrón raído por el paso del tiempo. Le doy un mordisco a un pastel: las cerezas rojas escurren del hojaldre y gotean por mis labios.

que se vuelven de un naranja ardiente cuando el sol deja caer sus últimos rayos.

Al final de un camino sinuoso y estrecho del cañón, me calzo las botas y me adentro en el desfiladero del Capitolio, un barranco escarpado grabado con petroglifos de soles y cuernos esculpidos por el pueblo de Fremont que hizo de este su hogar hace 1 000 años.

Más abajo comienzan a aparecer inscripciones de los primeros exploradores y buscadores que pasaron por ahí. Durante casi un siglo –hasta que se construyó la autopista, en 1964–, esta fue la ruta principal de los mormones pioneros en busca de un paso a través del Waterpocket Fold, una enorme ondulación de la corteza terrestre que empujaba un nudillo de 160 kilómetros de acantilados y cañones escarpados. Fue un paso arduo y muchos se vieron impulsados a dejar su huella: “M Larson 1888”, “John Rich 1893”. Paso mis manos sobre las letras mientras camino: docenas de vidas y recuerdos superpuestos como crucigramas, grabados en piedra y desvanecidos en el tiempo.

Pero aquellos primeros colonos no solo eran buenos para los grafitis. De regreso, me detengo en Gifford Homestead, en Fruita Valley, una granja histórica de 1908 con una recreación de la vida de los primeros mormones. Fruita tiene un buen nombre. La granja está rodeada de huertos de manzanas, chabacanos, peras y ciruelas. En temporada, puedes recogerlas tú mismo; fuera de esta, hornean la fruta almacenada en pasteles dulces que se han hecho famosos en toda la región. Me siento frente a la tienda de la granja, con los caballos pastando en el campo, un viejo granero y un ahumadero color marrón raído por el paso del tiempo. Le doy un mordisco a un pastel: las cerezas rojas escurren del hojaldre y gotean por mis labios. Wallace Stegner, el gran escritor del oeste, describió este oasis como “un pequeño valle repentino e intensamente verde, opulento en cerezas, duraznos y manzanas”. Aquí, la vida era dura, pero también dulce.

Había planeado una ruta más o menos circular que comenzaría aquí en Torrey, a las afueras de Capitol Reef, y luego se dirigiría hacia el sur hasta Grand Staircase-Escalante y los elevados monolitos del cañón Bryce, antes de volver al este. Pero no tenía prisa. La Utah Scenic Byway 12, que conecta estos tres parques y monumentos nacionales, es una de las carreteras más impresionantes de Estados Unidos. Sin embargo, también es una de las más riesgosas.

Junto con la bala de plata –que brilla en el espejo retrovisor– navegamos durante una hora hacia el sur, un ascenso de unos 2 000 metros a través de bosques de álamos aún cubiertos con nieve primaveral, hasta llegar a una estrecha cresta conocida como Hogsback. No hay ninguna otra carretera como esta en el país. Equilibrada de forma casi imposible en una cima al borde de un precipicio, con una caída de miles de metros a cada lado y sin ninguna barrera de seguridad, se siente más como volar que como conducir. Atravieso la cuchilla con asombro y terror por igual, sin más que la vertiginosa ligereza del aire puro a mi alrededor. Si la Airstream parece una nave estelar, pienso, esto es lo más parecido a despegar. He practicado rapel con menos riesgo.

Pero el viaje merece la pena. Al otro lado del Hogsback se encuentra Grand StaircaseEscalante, un tramo de roca sedimentaria del tamaño de Delaware que asciende de forma gradual a lo largo de 160 kilómetros; conserva millones de años de historia natural de la Tierra en su roca invertida.

Este fue el último pedazo del mapa de los Estados Unidos continentales en ser rellenado, y aún lo parece. Camino entre

Este nuevo sitio, justo al pasar el pueblo de Escalante, es como el hijo predilecto del camping y de un hotel boutique de moda: baños como de un spa de lujo, piscina, cabañas acogedoras, un pabellón común con tocadiscos de época y hora del coctel.

dunas de arena petrificadas, sin un alma alrededor, y encuentro las antiguas ruinas de los anasazi, el pueblo que habitó la zona por milenios. Luego sigo otro viejo camino de carretas mormón a lo largo de 43 kilómetros de baches hasta una de las formaciones más inusuales de Utah: los cañones de ranura.

Estos túneles de piedra se originan cuando el agua de las tormentas cae en cascada por las grietas de las mesetas de arenisca, que se erosionan con facilidad. Se cree que Utah tiene el mayor grupo del mundo. Un cañón es más profundo que ancho, y sitios como Peeka-Boo y Spooky Gulch lo llevan al extremo.

Desciendo hasta un agujero estrecho en una pared de roca en apariencia infranqueable; trepo unos tres metros por una losa vertical de piedra lisa y resbaladiza y entro en la ranura. No se parece a ningún sitio donde haya estado antes. Las paredes suben a ambos lados hasta llegar a una delgada hendidura de cielo en lo alto; ondas de vetas rojas y anaranjadas se arremolinan en la roca como un cuadro teñido. Parece que camino por un jardín de esculturas abstractas.

Es como una clase de contorsionismo más cercana a una atracción de un parque abandonado que a un agradable paseo. Trepo por peñascos y arcos de roca resbaladiza a través de rendijas estrechas tan finas como para rasparme las manos en ambos lados. Luego de descender con una cuerda de tres metros hasta un cañón de 15, el camino se estrecha hasta los 25 centímetros. No puedo ni enderezar la cabeza. Luego de dos horas, salgo a la luz con las rodillas ensangrentadas, los codos arañados, cubierto de polvo y sudor, pero no puedo borrar mi sonrisa. Si esto es claustrofobia, entonces enciérrenme.

Pero no antes de una noche de lujo. Sentarse junto a tu Airstream mientras bebes cerveza y asas malvaviscos es el epítome de acampar. El interior es otra cosa. Sí, es raro: las paredes cilíndricas de metal se curvan por encima de ti como en una obra de arte retro. Pero como en todas las autocaravanas las cosas se rompen, la ducha no es buena y tienes que vaciar tus propios desechos.

Yonder Escalante es la respuesta. Este nuevo sitio de glamping, justo al pasar el pueblo de Escalante, es como el hijo predilecto del camping y de un hotel boutique de moda: baños como de un spa de lujo, piscina, cabañas acogedoras, un pabellón común con tocadiscos de época y hora del coctel.

“Es un camping para quienes no les gusta acampar”, bromea Hayley, la gerente, mientras me pasa un festín gourmet de barbacoa: filetes de verdad, papas asadas, zanahorias bañadas en mantequilla y ajo, todo servido en un kit de asado en la hoguera. Más tarde, mientras limpio los restos de la mejor comida de camping de mi vida, tengo que admitir que no me importaría renunciar a la escuela de acampada de Bear Grylls por esta experiencia al estilo de Gordon Ramsay.

Sobre todo si hay un autocine para el postre. Yonder Escalante se construyó en el terreno de un antiguo cine al aire libre. Lo restauraron, estacionaron una docena de autos clásicos –Pontiacs y Cadillacs de los años cincuenta, un Corvette rojo–, construyeron un quiosco de aperitivos en un Airstream y ahora proyectan películas clásicas a los clientes la mayoría de las noches. Una experiencia estadounidense de época en medio de un viaje emblemático.

Además, la ubicación del camping es perfecta, justo en el corazón del Monumento Nacional Grand Staircase-Escalante, pero también a un corto trayecto en auto de los espectaculares “hoodoos” (término local para referirse a las columnas de roca) del Parque Nacional del Cañón Bryce, que tiene más de ellos que cualquier otro lugar del planeta.

“Mi abuelo decía –comenta Christian, mi guía vaquero de cabalgata– que hay que experimentar dos cosas en la vida: caerte de un caballo y que te den un puñetazo en la cara”.

Por fortuna, ninguna de las dos cosas sucede. Lo que sí consigo, tras un corto paseo de media hora, es la mejor vista del parque. El paisaje cobra más sentido con el trote de las pezuñas. “Las leyendas de los nativos dicen que estos hoodoos eran gigantes –me aclara Christian–. Se convirtieron en piedra porque tomaron más de lo que necesitaban de la tierra”. En este lugar surrealista, donde las piedras surgen del suelo como enormes estalagmitas y los pináculos naranjas cortan las paredes del acantilado como dientes de tiburón, parece que eso podría ser cierto.

Y si es así, los pinos Bristlecone lo habrán visto. Escondidos al final del camino de 32 kilómetros, con extensas vistas que se abren en cada curva, estos árboles en apariencia humildes son, de hecho, el organismo vivo más antiguo del planeta.

Camino un kilómetro y medio por el bosque hasta la punta Yovimpa, un pináculo que domina el extremo sur del cañón con centinelas de rocas rojas, naranjas y blancas que se desvanecen en la distancia. Entonces los veo. Los pinos Bristlecone. Con cerca de 5000 años, son los más antiguos y solo sobreviven en unos pocos sitios del mundo. Pero aquí son jóvenes en comparación: tienen unos 1 600 años. Aun así, paralizan a la vista. Sus raíces son 1 000 años más viejas que Cristóbal Colón. Estuvieron aquí cuando cayó Roma y cuando los invasores normandos ganaron la batalla de Hastings. Toco su corteza, nudosa y retorcida por el tiempo, maltratada por milenios de vientos y tormentas, y me pregunto qué mundo contemplarán dentro de 1 600 años, cuando los gigantes de nuestra era se hayan convertido en hoodoos y polvo.

En el Valle de los Monumentos, hago una excursión por el campo. “Usamos la yuca como champú –explica mi guía navajo Carol Tallis, quien me muestra la tierra con sus ojos–. La hierba de búfalo para los cepillos y la lana de oveja para el hilo. Todo se usa”. Subimos a Tear Drop Arch y vemos el contorno sombreado de los distantes buttes con forma de mesa enmarcados por un agujero similar a un ojo en la roca, como un iris oscuro. “Ahí están Eagle Mesa, el Oso Durmiente, la Gallina”, indica al señalar cada formación. En las leyendas navajo, estas rocas se formaron de los cadáveres de monstruos derrotados. Cuanto más me acerco, más historias veo en ellas.

A pocas horas al norte me baño en las estrellas. El Monumento Nacional de los Puentes Naturales es el primer Parque Internacional de Cielo Oscuro del mundo, designación concedida a un puñado de lugares donde la calidad del cielo nocturno es excepcional. De 90 parques de cielo oscuro en el orbe, 21 están en Utah.

Cocino al fuego y luego desciendo en la oscuridad hasta el puente de Owachomo, de 55 metros de largo, un arco de piedra natural que atraviesa un valle profundo; mis ojos se adaptan lento a la luz de la luna, las piedras bañadas en azul y el silencio. Me tumbo en el puente y miro hacia arriba. La contaminación lumínica es un problema en todo el mundo; muchos de los que vivimos en ciudades nunca hemos visto la verdadera magnitud de las estrellas. Mientras la Vía Láctea se despliega sobre mí, pienso: para eso existen lugares como este, para recordarnos que las noches son algo más que Netflix. Es difícil creer que sea real.

En mi última noche, en el Parque Nacional de Tierra de Cañones, me alejo de las multitudes en el mirador de Green River, al trepar por el acantilado hasta que no hay nadie más. Los rayos del sol atraviesan una nube dispersa como luces de búsqueda que deslumbran los barrancos en repentinos estallidos de color. En ese momento me doy cuenta de que algunas vistas son demasiado amplias para aprehenderlas. Como ver las estrellas o estar en la cima de una montaña, son una sensación, una emoción, más que algo que se ve con los ojos. Te hace sentir pequeño, pero al mismo tiempo parte de algo más grande de lo que habías imaginado. Eso es lo que te hace Utah. De eso se trata el oeste. Por eso vienes.

La carretera aún brilla, pero ahora se extiende detrás de mí. La Airstream, mi protagonista, también está ahí. ¿Hizo su papel a la perfección? Por supuesto que no. Las cosas se rompieron, salieron mal, pero todo es parte de la aventura. Es un pequeño precio por conducir las carreteras más bellas de Estados Unidos en su equipo de acampada más emblemático. Kerouac, el cronista por excelencia del gran viaje por carretera estadounidense, es el que mejor resume este espíritu: “No había ningún lugar al que ir, sino todos los lugares –escribió en 1957–, así que sigue rodando bajo las estrellas”. Y lo cierto es que aquí hay muchas.

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2022-03-01T08:00:00.0000000Z

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