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El renacer de las Seychelles

Este archipiélago idílico se reinventa con una oferta turística cortesía de sus habitantes más jóvenes.

TEXTO Y FOTOS DE SARAH MARSHALL

Escarba un poco y encontrarás que el paradisíaco archipiélago del océano Índico es mucho más que playas apacibles de arena diamantina y arrecifes tecnicolor. Una nueva generación de seychellenses está cambiando el guion al crear recorridos de aventura, acunar las artes, revivir la cultura creole y llevar la conservación al siguiente nivel.

"Aún no he encontrado el tono de verde perfecto", suspira el artista seychellense George Camille.

Se lamenta sobre su búsqueda interminable por reproducir la selva y sus tonalidades frescas y prolíficas. Desde la ventana de su estudio, a través de sus anteojos con armazón de alambre, el pintor mira la paleta a la que ha dedicado su vida al tratar de recrearla: musgos ácidos como pepinillos, helechos punzantes como cáscara de limón y palmas más extravagantes que las plumas de un perico.

George, un hombre delgado cuyo ceño arrugado de pensamientos se suaviza por una maraña de rizos escasos, es uno de los pocos artistas nativos del país. Su estudio, en la isla Mahé, está repleto de lienzos que representan instantáneas de la vida lugareña: un hombre que sostiene un racimo de plátanos, pescado fresco a la venta en un mercado, la figura de una preciada semilla de coco de mar tan seductora como las curvas de una mujer voluptuosa.

“Empecé con esos temas porque es lo que los turistas querían –se encoge de hombros y saca algunos de sus primaros lienzos–. Hoy día prefiero llegar al meollo de lo que sucede en las Seychelles”.

En un inicio colonizadas por cocos a la deriva, estas islas del océano Índico fueron avistadas por exploradores por primera vez en el siglo xvi y habitadas 200 años después. Atacadas por piratas, pobladas por africanos esclavizados, indios y malayos, y gobernadas entre los dominios francés y británico, las Seychelles consiguieron su independencia en 1976. Un país relativamente joven cuya cultura ha sido siempre difícil de ubicar.

No fue sino hasta hace poco que una distintiva cultura creole tomó forma. La elección el año pasado de la coalición liberal Unión Democrática Seychellense –tras 43 años de gobierno autocrático socialista– significa un viento de cambio bienvenido.

“Hay una energía distinta –dice George–. Todo florece”. Ribeteada por playas de arenas diamantinas y remolinos color zafiro en el océano, las Seychelles tienen la merecida fama de ser la estrella en las portadas de los folletos de viajes y un paraíso para una escapada de luna de miel. Pero escarba un poco más y queda claro que las

115 islas tienen mucho más que ofrecer. Tierra adentro, bosques esmeraldas y picos altos brindan oportunidades para el senderismo. Bajo el agua, un arcoíris de criaturas marinas exóticas promete a los buzos un tesoro. En el cielo, charranes y rabijuncos crean un espectáculo al hacer parvada como querubines en una exhibición celestial.

Saltando entre islas durante tres semanas, quiero hacerlo todo. Como George, busco los colores que componen un cuadro de las Seychelles hoy día. Casas de la época de las plantaciones cuelgan de las empinadas laderas de granito en Mahé, corazón del archipiélago y entrada internacional. Dando tumbos a lo largo de carreteras accidentadas en una Santana Anibal 4x4 vintage, el residente local Franky Baccus me lleva a uno de sus miradores favoritos, donde una turba de plantas odre se da un festín en la base del pico más alto del país, el Morne Seychellois.

“Las restricciones complican el turismo de aventura aquí –admite el energético joven explorador que lleva turistas en safaris todoterreno, caminatas y viajes en pack-raft para explorar los rincones más escondidos de la isla–. No puedes acampar, los kayaks están prohibidos en los humedales y tenemos problemas con las bicicletas eléctricas”.

No es que esto sea un impedimento para el antiguo deportista, quien estaba –cuando era más joven– en camino de convertirse en el primer atleta paralímpico de las Seychelles, aunque no pudo calificar.

Abatido, pero aún determinado por hacer algo de sí, Franky, quien tiene parálisis de Erb Duchenne en un brazo, fundó White Sands Adventures en 2019. En una misión para compartir su pasión por la aventura con otros, se escabulló entre los vacíos legales y esquivó la burocracia para transformar el interior de la isla en un parque emocionante.

Su inteligencia le permitió asegurar una licencia como guía de viajes en kayaks plegables en Grand Police, el último y más grande humedal prístino de Mahé. Al remar en esta compleja pieza de origami acuático, nos deslizamos a través del reflejo palmeras plácidas y nubes apacibles tan perfectamente simétricas que, por un momento, no puedo distinguir arriba de abajo.

“Casi 90 % de nuestros humedales se perdieron por el desarrollo de infraestructura”, se lamenta Franky mientras pasamos junto a manglares que alguna vez estuvieron amenazados por un centro turístico de cinco estrellas, pero que fueron salvados tras las protestas de la población.

El lugar es especial por mérito propio y extraterrenal. Un esbelto banco de arena marcado por cráteres separa las aguas azabaches de las olas color marfil, un contraste tan marcado como la brecha generacional de la república.

“Aquellos nacidos en los años ochenta y noventa tienen una mentalidad distinta –asegura Franky, quien especula que las generaciones anteriores son culpables de haber sido perezosas en el pasado y demasiado

dependientes de un Estado paternalista–. Ahora nos preocupamos más por la naturaleza y tenemos grandes proyectos”.

Como parte de un nuevo movimiento en favor de la sostenibilidad, muchos centros turísticos también se han subido al tren verde. Encajonada entre la popular playa pública de Beau Vallon y las laderas de la selva del Parque Nacional Morne Seychellois, el recién remodelado complejo turístico Story ha trabajado con Marine Conservation Society Seychelles para proteger una laguna en su propiedad.

Al llegar a mi suite contigua a la playa, con su entrada y piscina privadas, apenas puedo percatarme de que estoy en un ecohotel. Pero las buenas y lustrosas apariencias pueden ser engañosas: limpiezas frecuentes de la playa, un proyecto de restauración de coral y la introducción de una planta de ósmosis para abastecer de agua dulce a las habitaciones son parte de un esfuerzo mayor para mantener deslumbrantes las joyas naturales de las Seychelles.

El escenario es similar en la isla vecina de Silhouette, donde el gigante hotelero Hilton administra con destreza el elegante resort de cinco estrellas Labriz sin invadir el 93 % restante del parque nacional protegido. La mayoría de los huéspedes se retiran a un spa construido en la roca volcánica o a las playas esparcidas con sus galerías de peñascos esculpidos, pero yo estoy aquí para enfrentar la caminata más dura de las Seychelles.

Incluso a las 7:00 a.m. el calor es sofocante y se aferra como un vicio. El sendero escarpado y resbaladizo de 6.5 kilómetros que conecta el puerto con la playa Grand Barbe, al otro lado de la isla, sigue la ruta usada de manera histórica por los trabajadores de las plantaciones que partieron cuando la industria del coco cayó como un racimo que se estrella en el suelo selvático.

Protegida por torretas frondosas y murallas de helechos imponentes, la selva de hoy es una fortaleza inexpugnable. Sus galerías sombreadas están vacías, excepto por los rastros resbaladizos de los esquincos, y los caminos crujen con los esqueletos de las hojas muertas que se pudren en un cementerio a cielo abierto.

Mis escoltas son dos conservacionistas veinteañeros que trabajan para Island Conservation Society (ICS), una ONG local establecida para restaurar y conservar los ecosistemas de la isla con asesoramiento del gobierno.

Trayendo consigo su arrogancia callejera a la selva, Vanessa Dufrene luce rastas, botas militares y una gruesa cadena de rapero; está a años luz de los acartonados académicos del pasado. Su objetivo es el escaso murciélago Coleura seychellensis, endémico de la isla de Silhouette, mientras que su igualmente despreocupada colega Said Harryba monitorea la población de tortuga gigante de Aldabra en Grand Barbe.

En el camino, las fanáticas de la naturaleza señalan ruiseñores tropicales del Viejo Mundo, milpiés gordos y cecilias, un anfibio sin extremidades que parece gusano.

Pero el encuentro más extraño sucede cuando conocemos a Abdullah y Elvi Jumaye, dos ermitaños septuagenarios que viven entre las ruinas de un pueblo abandonado en Grand Barbe.

Flores de hibisco rojo cuelgan como besos de bienvenida sobre los campos bien cuidados, donde una parcela florece con verduras y un botiquín de hierbas y especias. “Solo me he enfermado una vez”, exclama Abdullah con orgullo. Es un hombre correoso, tan resiliente como las duras cáscaras de coco que llegan a su costa. Como Said y Vanessa, él disfruta de la vida tranquila de Silhouette.

“Adoro el silencio –cavila mientras rastrilla la yerba quemada por el sol–. Aquí nada es imposible”.

Aves e ideas valientes

Históricamente, los seychellenses se han mantenido lejos de las islas más allá del santuario interno de Mahé, Praslin y La Digue; dejaron los puestos en las tareas de conservación a los extranjeros. Sin embargo, un nuevo interés por la naturaleza emerge en la generación más joven, la cual es ayudada por el nuevo enfoque gubernamental de dar prioridad a los nacionales para la mayoría de los trabajos.

La cineasta, fotógrafa y conservacionista Dillys Pouponeau, quien trabaja para ICS en el paraíso aviar de la isla Aride, es un excelente ejemplo de la nueva guardia. En un lugar donde las aves superan a los humanos 1.25 millones a 10, admite que el atractivo para vivir aquí aún es de nicho, a pesar de que se encuentra a solo 40 minutos de la vecina Praslin.

Hacer tierra en la isla es una aventura en sí misma. En un esfuerzo por evitar la diseminación de especies invasivas, ICS recoge a los visitantes en su propio bote inflable de embarcaciones más grandes mar adentro. A la espera de tomar la ola correcta, avanzamos a toda velocidad surfeando la poderosa cresta blanca que retumba en la playa.

“Anhelo la vida fácil –sonríe Dillys mientras nos sentamos con un par de shamas orientales, una especie amenazada trasladada con éxito de la isla de Fregate–. No puedo entender por qué no querrías esto”.

En ausencia de ratas o gatos, los residentes alados de Aride son temerarios. A mis pies, rabijuncos coliblancos se amontonan en las grietas de las raíces de los árboles; sobre mí, un charrancito delicado de un blanco puro revolotea entre los zarcillos en cascada de un baniano para crear una escena fascinante. Es la época de apareamiento y todos trabajan duro: los noios atraviesan las olas y recolectan pasto marino para sus nidos, mientras que sus parejas mordisquean pedazos de coral arrastrados por el mar para una dosis de calcio.

Aride es una de las muchas islas donde se llevan a cabo esfuerzos para aumentar las poblaciones de aves marinas. Los dueños de un negocio local, la señora y el señor Mason (los seychellenses tienen el intrigante hábito de usar títulos formales), gastaron más de 800 000 pesos para erradicar ratas y minás, una especie invasora que depreda a los polluelos nativos, cuando compraron una isla coralina tipo Robinson Crusoe llamada Denis, a 64 kilómetros al norte de Mahé.

Aunque fue una inversión enorme, el esfuerzo rindió frutos. Al llegar, el cielo es un hervidero de plumas.

“Era una isla tan tranquila cuando la compramos, en 1996 –recuerda el señor Mason al descender de su tractor para recibirme–. Pero ahora tenemos mucho ruido”. Como si hubiese sido coreografiado, un ave defeca en su cabeza.

Dividida entre una granja y un complejo hotelero, la isla Denis es un modelo de sostenibilidad. Cerdos, pollos y vacas proveen alimento para los huéspedes y cualquier sobrante se vende en la tienda de la granja en Mahé. Una mina de ideas brillantes, el vivaz señor Mason ha introducido varias innovaciones: las aguas grises de la lavandería se usan para irrigar las veredas y las hojas de palma se muelen en alimento para el ganado.

Durante un paseo por un bosque nativo de takamaka y almendros, Wilna Accouche, que trabaja en un brazo de la organización no gubernamental de Denis conocido como Green Islands Foundation (GIF), me cuenta de un proyecto ambicioso para atraer a anidar charranes sombríos en la isla. Elaborados en carpinterías locales, replicas de madera pintada de las aves se distribuyen por espacios abiertos donde altoparlantes resuenan con el llamado de los charranes sombríos.

Operativo durante 10 años, el experimento hasta ahora ha tenido poco éxito. Algunos expertos señalan que es un problema de mucho viento en el lugar, explica Wilna. Pero a juzgar por lo primitivo de la decoración de los señuelos, sospecho que estas aves no son tan fáciles de engañar.

En cualquier caso, día y noche, los cielos son un frenesí de actividad. En un recorrido en paddleboard me encuentro junto a rabijuncos que se dirigen a la pesca del día. En la noche, duermo con una sinfonía de trinos y silbidos, como los llamados de marineros que navegan en mares oscuros.

Una tierra dorada en el azul profundo

Dominada por el mar, menos de 1 % de las Seychelles es tierra firme. El año pasado, en un acuerdo vanguardista que permitió al país liberarse de 21.6 millones de dólares de deuda externa, el gobierno acordó ampliar 30 % la protección de sus aguas, una extensión dos veces el tamaño de Reino Unido. Ahora, algunas ONG como GIF discuten cómo este cambio puede instrumentarse. Las mejores oportunidades para explorar bajo la superficie marina se encuentran en las islas externas, cerca de Denis y en el sur lejano del archipiélago, donde una colección de atolones coralinos se extiende entre Mahé y la punta norte de Madagascar.

Me toma una hora llegar por avión a Alphonse, donde la compañía sudafricana Blue Safari administra un complejo ecológico y de pesca con mosca. Bañadas por un batik azul, las playas están vacías. Cangrejos ermitaños corren para protegerse en sus casas rentadas y garzas de piernas larguiruchas caminan de puntillas sobre los troncos inclinados de las palmeras que se doblan como yogis flexibles. Otrora una plantación regulada, la selva en tierra firme es ahora un despeinado desbarajuste, entrecruzado por un entramado de telarañas pegajosas diseñado para mantener a los intrusos a raya.

“Muchos seychellenses aún se rehúsan a trabajar aquí, en principio –explica la británica Elle Brighton, gerente de ecología y sostenibilidad del complejo–. Los niños pequeños están prohibidos, de acuerdo con una ley colonial”.

En cambio, los residentes predominantes aquí son las tortugas gigantes de Aldabra, en un inicio introducidas desde el atolón homónimo Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1999. La incubadora es uno de muchos proyectos de conservación activos en Alphonse, que incluyen el marcaje del jurel gigante para monitorear el impacto de la pesca deportiva y una iniciativa de ciencia ciudadana para identificar mantarrayas.

“Aquí el buceo es muy especial –insiste Elle cuando la acompaño en un viaje a Mogul Canyon, un nuevo sitio de buceo–. Nunca había visto tantas tortugas o variedades de peces”.

Al descender, gorgonias abanico de mar nos acompañan a su reino subacuático con un saludo real. Llamativos nudibranquios decoran los arrecifes como un surtido de caramelos y pulpos diurnos muestran sus tentáculos neón en un alarde de discoteca. Pero el clímax es un grupo de meros, trompetas emperador, peces Napoleón y cazones que atacan en grupo a pargos de rayas azules, una extraña caza colaborativa que, Elle piensa, es única de esta parte del planeta.

A solo 20 metros de la superficie, parece que estamos en otro mundo. Pero la realidad de las influencias externas golpea en casa durante una limpieza de playa a la mañana siguiente: “Una vez recogimos 2 800 sandalias en tres días”, suspira Elle, mientras usa un pico recolector de basura para liberar otro zapato náufrago de entre las raíces de un mangle.

Un estimado de 8.9 millones de toneladas de plástico llega a nuestros mares cada año, el equivalente a un camión de basura cada minuto, dañando arrecifes, tortugas, mamíferos marinos y, al final, personas. Uno de los mejores lugares para hacer un llamado global es la playa. Con la selva de fondo, sembradas de peñascos y suaves como la seda, estas franjas fotogénicas son donde las Seychelles siempre han ganado corazones, y no hay mejor locación para hacer llegar un mensaje de conservación a casa.

La belleza del archipiélago se hace presente durante mi última parada en La Digue, una isla biciamigable célebre por sus playas gloriosas y casas de huéspedes accesibles. Más que en cualquier otro lugar del archipiélago, este es el sitio para probar la vida lugareña.

Para explorar la línea costera desde otra perspectiva, me uno a un recorrido costero con los jóvenes aventureros de Sunny Trail Guide. El guía Warren Bibi, un hombre araña capaz de escalar acantilados verticales, me lleva por una carrera de obstáculos con rocas rosa langosta y túneles tejidos por palmeras hasta una serie de playas de fantasía enmarcadas por las formas surreales de las pinturas de Picasso. No sorprende que el artista local George

Camille haya encontrado mucha de su inspiración en La Digue y, con el paso del tiempo, abriera un espacio de exhibición aquí.

La galería está a unos pasos de mi escondite temporal en la cima, Secret Villa, una cabaña a cielo abierto que sobresale de la ladera como la proa de un barco. A medio camino entre Jim Morrison y Salvador Dalí, Gerard Payet, el anfitrión bohemio de pecho descubierto, me muestra su edén autosuficiente donde ollas y sartenes cuelgan de la pared de granito mientras la selva sube hasta las habitaciones.

“He estado en el paraíso durante los últimos 21 años –reflexiona mientras me ofrece una chirimoya–. Tengo a mis gatos y mis perros, y les hablo a los árboles para que crezcan”.

Despertada por los rayos prematuros de un amanecer rosado, pedaleo en bicicleta hacia Grand’Anse –la playa más grande de la isla– para echar un vistazo final al mar. En mi camino me dejo llevar a través de un túnel de verdor, impulsada por la gravedad y el atractivo de las olas que rugen. Hamacas de macramé se columpian desde los brazos abiertos de los árboles takamaka y una tortuga gigante dormita bajo un bar de playa como recuperándose de una noche intensa.

Las aves silban. La niebla marina avanza. Las montañas brillan en rojo. Ningún sol, mar o cielo son los mismos en las Seychelles: un artista que crea su propia paleta y se expresa de maneras muy distintas.

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2022-03-01T08:00:00.0000000Z

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