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EL MAR SE ENCUENTRA CON LA DUNA

Los paisajes de otro mundo del noroeste de Namibia –desde las dunas azotadas por el viento en la costa de los Esqueletos hasta los áridos parajes del valle de Hoanib– amenazan con eclipsar tanto a la fauna como a los remotos alojamientos de lujo que lo llaman hogar. Por Hannah Summers

A pocos metros, un cachorro de león de una semana de edad sale de la sombra y me mira directo a los ojos. Sobre él, la roca roja se despliega hacia un cielo cian; por abajo, la polvorienta extensión del lecho del río Hoanib. Se aleja un poco más antes de que su madre salga de su siesta, lo levante con el hocico y regrese a su cueva.

En un safari normal, el avistamiento de una manada de crías de león recién nacidas y adaptadas al desierto sería lo más destacado del día. Sin embargo, estoy distraída. Por primera vez en mi viaje a Namibia, la vida silvestre no es el principal atractivo; a mi alrededor hay un paisaje tan magnífico que exige toda mi atención.

Con una población de apenas 2.5 millones de personas y una superficie del tamaño de Francia e Inglaterra juntos, la naturaleza virgen no escasea en Namibia. Pero aquí, en el valle de Hoanib, adquiere un significado totalmente nuevo.

Mi viaje hasta aquí comenzó el día anterior. Estacioné mi vehículo rentado en el pueblo de Sesfontein, donde me recogió Ramón, mi guía de voz suave del campamento del valle de Hoanib. “Es un traslado de unas tres horas”, me dijo. Reprimí un gruñido.

Pero lo que Ramón calificó de “traslado” en realidad fue uno de los viajes más memorables de mi vida. Primero a través de amplias extensiones de arena y arbustos, luego por el valle, donde seguimos el curso de un río que va y viene con las estaciones. Varias horas después, llegamos: ante nosotros, un puñado de lujosas tiendas de campaña dispersas sobre la base de una montaña. ¿La vista desde mi suite?, una vasta extensión de arena color mantequilla con montañas gris acero en la lejanía.

El paisaje de este sitio explica el comportamiento apacible de Ramón. A horas de la civilización, no hay lugar para las voces altas ni las palabras mordaces, o para ninguna palabra en realidad. En su lugar, solo quiero sentarme y absorber todo lo que tengo a mi alrededor. Los colores que hasta ahora había descartado como simples –marrones y beiges– adquieren un nuevo y deslumbrante aspecto de azafrán y escarlata mientras medito sobre ellos. Me resulta cautivador por completo.

Durante tres días me deleito en su crudo esplendor, con horas salpicadas de avistamientos de rinocerontes negros solitarios, tímidas jirafas y cientos de árboles retorcidos y arbustos puntiagudos que se han adaptado a la vida en este entorno abrasado por el sol.

Es difícil imaginar que el océano se encuentra detrás de las montañas, a 64 kilómetros de distancia. Es un viaje directo de siete horas que solo emprenden los aventureros más intrépidos; las historias de gente que se pierde durante días me convencen de tomar una carretera más lenta y clara. Por fin, las ruedas crujen sobre una franja de grava que corre paralela a uno de los litorales más traicioneros del planeta: la costa de los Esqueletos.

La mayoría de los días, los huesos de ballenas blanqueados por el sol y las carcasas de los naufragios y aviones abandonados estarían bajo un manto blanco de niebla. Pero hoy, un cielo azul brillante convierte las olas retumbantes en un turquesa que invita. Me estaciono en Mowe Bay y espero por un conductor más capaz para que me lleve por el tramo final.

En el Shipwreck Lodge, nuestro guía Shiimi nos saluda con una sonrisa antes de llevarnos en las cuatrimotos veloces del hotel. Nos ponemos en marcha y aceleramos por dunas tan altas y empinadas que me siento como si me precipitara hacia el cielo. Llegamos a la cresta y bajamos en picada por el otro lado. Ante nosotros se extienden kilómetros y kilómetros de arena dorada. Más allá está el Kaokoveld o “costa de la soledad” en herero, el idioma local.

Sin embargo, hay maneras más dóciles de disfrutar el remoto entorno de este lodge ubicado en la desembocadura del río Hoarusib. Aquí, 10 cabañas diseñadas al estilo de barcos naufragados discurren paralelas al océano y están equipadas con acogedoras estufas de leña.

Shiimi y yo nos instalamos a la orilla de la playa, donde se prepara un festín de barbacoa junto a una audiencia de focas juguetonas. Más tarde, me siento en el techo de un jeep mientras Shiimi se abre camino por la costa; se detiene para señalar los restos de los barcos que encallaron en estas formidables costas, y los chacales y las hienas que buscan comida aquí. “Ver este paisaje (el mar y las dunas) fundirse en uno, es lo que hace que este lugar sea tan especial para mí –comenta–. Este lugar me tranquiliza el alma”.

No puedo estar más de acuerdo. La mañana siguiente, me envuelvo en una manta para protegerme de la peor brisa de Benguela; me siento en un sillón de mi terraza exterior y bebo un café con la banda sonora de las olas y el viento que azota las dunas. En la lengua nama local, la palabra “Namib” se traduce como “vasto lugar de la nada”. Y no desearía nada más.

CÓMO HACERLO: Abercrombie & Kent ofrece la experiencia de 12 noches Discover Namibia desde 110 800 pesos por persona (compartiendo en pareja); incluye estancias en Hoanib Valley Camp y Shipwreck Lodge, renta de auto, traslados privados, gastos de safari en régimen de pensión completa y vuelos internacionales (abercrombiekent. com; shipwrecklodge.com.na ).

NAMIBIA

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2022-03-01T08:00:00.0000000Z

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Editorial Televisa