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La vida pastoral en Occitania muestra el pasado y presente de la región

Goiat es un oso grande que pesa al menos 250 kilogramos; está cerca y también tiene hambre.

FOTOGRAFÍAS DE MARKEL REDONDO POR ADRIAN PHILLIPS

UNA SEMANA EN LOS PIRINEOS CENTRALES, ESCONDIDOS EN EL EXTREMO SUROESTE DE LA REGIÓN FRANCESA DE OCCITANIA, REVELA UNA VIDA PASTORAL QUE POCO HA CAMBIADO EN SIGLOS. AQUÍ, ENTRE CIUDADES MEDIEVALES Y VALLES EXUBERANTES ACECHADOS POR OSOS, EL HILO DEL PASADO SERPENTEA ENTRE EL PRESENTE COTIDIANO.

Pasado mañana se sabrá que atacó y mató a dos ovejas en la cresta boscosa a nuestra derecha. Quizá esté levantando su hocico en nuestra dirección para olfatear el aire con su nariz siete veces más sensible que la de un sabueso. Sí, está al tanto de nosotros, pero no sabemos nada, solo caminamos por un sendero en el suroeste de Francia para reunirnos con un pastor.

El camino se desdobla en la Montagne d’Areng desde el pequeño pueblo de Jézeau y no es difícil imaginar a los osos entre los pinos de este bosque solitario en los Pirineos. “Es un bosque muy puro –dice Éric, nuestro guía que vive en Jézeau–. Algunos de los árboles tienen 300 años”. “Los sonidos son encantadores”, añade Penny, mi compañera de caminata. Mientras avanzamos por bancos de musgo y claros bordeados por helechos, escucho el perezoso zumbido veraniego de los nidos de abejas ocultos, el sonajeo de los saltamontes y el batir de alas de un pájaro carpintero negro al desprenderse de un árbol muerto.

“Solo hay 50 osos en los Pirineos franceses –comenta Penny–. Se dice que uno grande llamado Goiat ha estado en algún lugar de esta región durante la última semana”. El corazón de Penny ha estado cosido al entramado de este lugar desde que se mudó aquí, hace 13 años. Organiza excursiones de bajo impacto que llevan a los visitantes más allá de las estaciones de esquí para introducirlos en la naturaleza y los placeres de la vida pastoral.

Uno de estos placeres se conoce como trashumancia, tradición consagrada al comienzo de cada verano cuando los animales de los agricultores –vacas, ovejas, cabras, incluso caballos autóctonos de los Pirineos– son conducidos desde las laderas hacia los pastos de montaña en una migración. “Todos los lugareños participan –comenta Penny–, hay un verdadero ambiente festivo”. “¡Bebemos mucho vino!”, declara Éric con entusiasmo.

Eso fue hace varios meses y poca gente ha recorrido la zona desde entonces. Ahora está en manos de los pastores. Doblamos una esquina y, adelante, hay un refugio de piedra en medio de pastizales amarillentos. Nicolas nos ha visto desde la distancia y baja por una pendiente pronunciada. Ha estado cuidando a sus ovejas (quizá las mismas que pronto serán presa de Goiat). “Este es el año más caluroso que he visto –dice mientras sacude la cabeza–. Las ovejas tienen que llegar a lo alto para encontrar buena hierba, pero algunas están preñadas y pierden sus corderos en el esfuerzo de subir”.

Por sus gafas de snowboarder y una camiseta de Rip Curl, Nicolas no es lo que se espera de un pastor, pero sus dos perros lo delatan, cada uno echado a la sombra. Son collies, aunque muchos otros pastores prefieren una raza pirenaica musculosa llamada gran pirineo. “Tienen un ladrido que te hace temer a Dios”, dice Penny. En el pasado, todos los pastores de montaña franceses tenían un gran pirineo, pero en el siglo xix, cuando los lobos y osos eran cada vez más escasos, se dejaron de necesitar perros tan feroces para vigilar los rebaños. Ahora que los depredadores han vuelto, los gran pirineo también.

“Los cazadores les disparaban a los osos pardos hasta hace poco –explica Penny–. Aún en los años ochenta del siglo xx se llevaban a los cachorros para entrenarlos como osos bailarines en ferias”. Ya no hay osos pirenaicos de raza pura. Sin embargo, desde 1996, un programa de reintroducción ha traído ejemplares como Goiat desde Eslovenia. La población crece en los Pirineos Centrales.

“Los lobos también están llegando y se extienden desde España e Italia –dice Éric–. Los osos pueden llevarse una o dos ovejas, pero los lobos las matarán una tras otra”. Rebaños enteros han caído por los acantilados al huir de sus depredadores, y las tensiones crecen entre quienes quieren que estas magníficas especies vuelvan a las montañas y los que pastan allí. Penny trabaja con una organización local que enseña a los ganaderos a proteger mejor a sus animales por la noche con perros y vallas eléctricas.

Es una historia familiar en el siglo xxi: conseguir que la naturaleza y el hombre coexistan en armonía.

Nicolas se esmera en preparar un almuerzo típico de las montañas y coloca la comida sobre una pila de tarimas que forman una mesa improvisada afuera de su cabaña. Habla poco. La cabaña en sí es diminuta y sus paredes de piedra ocultan un par de habitaciones que se llenan con facilidad con sus pocos objetos, su cocina de gas y su colchón. No hay electricidad ni agua corriente. Por un momento, me sorprende la decisión de un joven de pasar meses de soledad en la ladera de la montaña, pero al comer pan crujiente y rodajas de pato color rubí mientras el sol brilla sobre el valle, todo cobra más sentido.

Mientras devoramos los últimos bocados, llega a nuestros oídos el tintineo de los cencerros, al principio tenue, pero cada vez más fuerte a medida que surgen decenas de vacas color crema a lo largo de la pista. “Solo la ‘reina’ lleva un cencerro –comenta Éric–. Cuando el pastor encuentra a la ‘reina’, sabe que el resto del rebaño también está allí”. Aquí hay cuatro o cinco “reinas” ; varios rebaños se unieron. Se apiñan a unos metros, pastan y nos observan mientras nosotros masticamos y les devolvemos la mirada.

“Soy un anciano –anuncia Éric, de mediana edad, de sopetón–. La gente de los Pirineos es la más antigua en Europa”, continúa orgulloso y me dice que sus antepasados vinieron a la península ibérica en una época en la que gran parte del resto del continente estaba cubierto de hielo. Entiendo por qué su mente se ha vuelto hacia el pasado; un día moderno no tiene mucho que ver con este momento en las montañas. Comienza a cantar una canción de antaño sobre los Pirineos y su gente. Nicolas se une a la canción y las vacas miran. En algún lugar, Goiat escucha.

Días felices

En los días siguientes soy cada vez más consciente de que el pasado se cuela en el presente. Al conducir por carreteras sinuosas, entre árboles que se han vuelto otoñales por este verano letalmente seco, me encuentro por casualidad con una casa de campo abandonada con la entrada desierta y las ventanas ennegrecidas. Un viejo molino con el tejado astillado y derrumbado se levanta entre un maizal cortado. En un paseo con Éric por el valle de PiauEngaly, las marmotas silban y los buitres leonados vuelan por la zona, pero es una cabaña de pastor en desuso la que atrae mi imaginación. Cubierta de ortigas, lleva aquí dos siglos; fue construida junto a un peñasco que la protege de las avalanchas.

Estas construcciones en decadencia aparecen de manera fugaz, arrojadas por el paisaje antes de ser tragadas de nuevo, pero cada vez que lo hacen me encuentro extrañamente sensible a las vidas que se han vivido en su interior: las comidas, las discusiones, las familias, los problemas. Solo puedo captar a medias estos recuerdos imaginados, como si viera fotografías con poca luz.

Pero durante mi mañana con Happy no hay que mirar hacia atrás: cuando llevas la correa de un perro de 45 kilogramos, vas a toda velocidad. Con ganas de ver más del campo, llego a Base Nordique Sherpa, en Peyragudes, un centro de adiestramiento de huskies que ofrece excursiones por el bosque. “Para saludar a tu perro, pon la mano bajo su hocico y luego dale abrazos –aconseja Elodie,

quien se encarga de los 37 huskies, cada uno con su propia perrera de madera junto a un arroyo–. Pero hay que tener cuidado con los grandes, porque cuando te abrazan te pueden tirar”, advierte. Happy es grande; es una husky de Groenlandia de pelo blanco, una raza leal y trabajadora pero menos inteligente que los huskies siberianos más elegantes que también se crían aquí.

Mi primer trabajo es ponerle el arnés a Happy, lo que no es tan fácil como Elodie ha hecho parecer durante su demostración. Happy parece estar más feliz durmiendo al sol afuera de su perrera y es necesario tirar de su collar para convencerla de que se siente derecha. Una vez despierta, le gusta el juego de colocar el arnés: lame con alegría mi cara cada vez que me agacho para pasar uno de los lazos sobre su cuerpo. Cuando un tirante pasa por fin por su cabeza y consigo lo mismo con sus patas delanteras, descubro que su cabeza está por donde una de las patas y viceversa; así comienza de nuevo la alegre farsa de lamer la cara.

Finalmente el arnés está colocado, lo sujeto con una cuerda a un grueso cinturón alrededor de mi cintura, y

Happy y yo nos unimos a la fila de ocho perros y ocho visitantes. Elodie se pasea de un lado a otro de la fila, como un sargento mayor en el patio de armas. “Cuando caminemos, mantén la cuerda tensa entre tú y tu perro. Recuerda que son fuertes. Inclínate hacia atrás o podrías salir volando como Superman”. Happy está echada en el suelo, dormitando de nuevo; no puedo imaginar un perro con menos posibilidades de tirarme.

Y entonces, con un coro de gritos y aullidos excitados, los perros que nos preceden se ponen en marcha; Happy se levanta y va tras ellos. Su cabeza baja y sus patas traseras se esfuerzan por mover mi peso muerto, pero rápido se pone en marcha y yo tropiezo y derrapo mientras me arrastra hacia delante. “¡Happy, para!”, le ordeno con desesperación mientras intento recomponerme, pero ella finge no oír y lucha con tanta fuerza para ganar terreno a la pareja de adelante que su jadeo suena casi asmático.

Soy un muñeco de trapo humano a su paso hasta que, en un arranque de capricho notable, toda la persecución se olvida de manera abrupta cuando Happy se abstrae para localizar la fuente de algún olor en un arbusto al lado de la pista. Recupero el aliento mientras ella entierra su cabeza en el follaje y tiro en vano de la cuerda en un intento de devolverla a la tarea en cuestión. Al fin, y a su tiempo, se da cuenta de que todo está bien y vuelve a salir con frenesí tras los demás. “¡Happy, alto...!”.

Poco a poco controlo mejor los movimientos de Happy y nos acomodamos en nuestro paseo. Tener un perro fuerte atado a la cintura es como contar con el apoyo de un motor en una bicicleta eléctrica, lo que hace que cualquier pendiente sea pan comido. Caminamos durante dos horas en una ruta circular por un sendero moteado que sube y baja con suavidad por el bosque. En una colina lejana, tres ciervos se perfilan contra el cielo. Es otro día caluroso y los perros se turnan para beber y refrescarse en un arroyo que cruza el camino. Sin embargo, es un trabajo fácil para ellos.

“En invierno recorren esta ruta en la nieve y tiran de trineos que pesan 200 kilogramos –me cuenta Elodie–. Este paseo es una fiesta para ellos”. Al igual que los gran

pirineo y los collies, son perros de trabajo, elementos de una vida pastoral en la montaña. Son parte de un modo de vida que ladra y es frenético, una tradición que mantiene un vínculo con el pasado de la región, aunque remodelado para sus visitantes de hoy día.

Pasado y presente

Mi semana en los Pirineos está llena de tradiciones vivas que se conservan: el hilo del pasado serpentea en el presente cotidiano. El jueves por la mañana, en la ciudad medieval de Arreau, los puestos se instalan bajo las columnatas del mercado cubierto, como lo han hecho durante siglos. Los comerciantes vociferan su mercancía: mermeladas de bayas, tomates rojos como pelotas de críquet, ruedas de queso de oveja y salchichas de cerdo negro de Bigorre. Pruebo el vino en tazas pequeñas mientras el productor espanta a las avispas que merodean. En otro lugar, un hombre pone una cucharada de masa sobre un asador para hacer el clásico gâteau à la broche, un pastel con forma de árbol sobre un fuego abierto. Se dice que la receta la trajo Napoleón de una de sus campañas. Cerca, el río Neste burbujea bajo un puente de piedra.

En La Barthe de Neste visito a los chocolateros Marie y Bernardino en su tienda Les Flocons Pyrénéens. Las estanterías están repletas de tabletas de chocolate y montones de golosinas hechos a mano por Bernardino en una cocina que parece un laboratorio. Le observo calentar, verter y doblar mientras trabaja en sus creaciones. Su especialidad es el flocon, un chocolate con centro de praliné basado en una receta que data del siglo xix. Pero Bernardino también se inspira en el espíritu de nuestra época. “Nuestro éxito de ventas es el Chocolat Virus”, me confía Marie, quien me da una bola de chocolate salpicada de glaseado de fresa y frambuesa que parece un coronavirus visto con microscopio.

Al pie de las colinas, a unos 20 kilómetros al este, exploro la ciudad de Saint-Bertrand-de-Comminges, cuyos edificios del siglo xvi muestran magníficos entramados de madera y ladrillos en espiga. Su catedral imponente contiene los restos de su constructor, San Bertrand, así como un incongruente cocodrilo disecado que cuelga de una pared desde que se tiene memoria.

Pero es cerca, en las grutas de Gargas, donde el recuerdo del pasado es más notorio. A través de una entrada en la ladera, un guía me conduce a cámaras poco iluminadas con estalactitas –que lucen más blandas que sólidas–, abultadas como medusas o que caen en cascada al suelo en grandes pliegues como cortinas fruncidas. Estas cuevas se descubrieron en 1906, pero estuvieron ocupadas desde la prehistoria hasta la Edad Media.

Mi guía apunta con su linterna a una pared y de la penumbra emergen los contornos de docenas de manos estarcidas en rojo y negro. “Se hicieron hace 27 000 años –susurra–. Los habitantes de las cuevas colocaron sus manos en la roca y rociaron el pigmento a su alrededor soplando con la boca”. Las huellas de las manos son

de todos los tamaños. Muchas tienen dedos atrofiados o ausentes; algunos investigadores concluyen que se perdieron por la lepra o la amputación ritual. Yo prefiero imaginar que las manos no estaban dañadas, que los dedos se doblaron deliberadamente para crear identificadores únicos, que se trata de un muro de firmas.

En mi último día recorro un sendero de montaña por el valle de Louron para ver la cascada de Pouy Millas. En Pont du Prat, me meto en un camino forestal; bajo los pies, las agujas de los pinos amortiguan mis pasos mientras los racimos de bayas de serbal cuelgan por encima. Al cabo de media hora, los árboles dan paso a un peñasco de roca lisa que sobresale del borde del desfiladero. Me alejo, pruebo cada paso, y ahí está la cascada. La cara del acantilado bruñe con el más brillante de los negros y resalta las vetas color naranja.

Al alejarme de la orilla, observo enormes rocas aplanadas más adelante en el sendero que pueden llevarme aún más arriba. La erosión las ha marcado con líneas y cruces tan ordenadas y perfectas que parecen creadas por una mano experta. Trepo hasta la cima y me enderezo para admirar la cascada. Entonces veo la parte posterior de la cabeza de un hombre. Está parado al pie de las rocas y mira con atención la cúspide. No se da cuenta de mi presencia. Lo observo durante un rato antes de alejarme en silencio para dejarlo que arroje sus pensamientos al agua, sumándolos a los de todos los demás que han tropezado alguna vez con este lugar oculto.

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2021-09-13T07:00:00.0000000Z

2021-09-13T07:00:00.0000000Z

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