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Un safari a pie por la sabana africana revela maravillas nunca vistas

POR BEN LERWILL FOTOGRAFÍAS DE GREG FUNNELL

Un intrépido safari a pie por la sabana keniana, que colinda con la reserva nacional Masái Mara, revela a corta y fascinante distancia el rico drama de este ecosistema africano único. Explora terrenos inaccesibles para los vehículos y camina por lodges remotos y lujosos campamentos a cielo abierto en las zonas protegidas menos visitadas, donde los guías comparten su conocimiento íntimo sobre criaturas grandes y pequeñas.

Es temprano en las llanuras de Kenia y caminamos directo a una masacre. Los depredadores se amontonan adelante. Sus presas condenadas se dispersan sin dirección. Los cuerpos se agitan, las mandíbulas se cierran, las extremidades se desgarran. Un batallón de hormigas Megaponera analis lanza un ataque sobre un montículo de termitas y el resultado es un caos (lástima por cualquier pobre termita que busque descansar), aunque la jirafa sudafricana que deambula cerca, ágil y sola en los pastizales, ni siquiera mueve sus pestañas largas. Un buitre vuela sobre todas sus cabezas no menos indiferente.

Sin embargo, cuando estás con el guía correcto, los dramas se arremolinan en la tierra. También los hechos. Aprendemos que las Megaponera toman su nombre en inglés (matabele) de una histórica raza de guerreros conocidos por sus ataques violentos; pero estos insectos despiadados también son los únicos invertebrados que cuidan a sus heridos. Por otro lado, un montículo de termitas es tan complejo y está tan calibrado como una metrópoli habitada por millones. “Está hecho de un suelo tan rico en hierro que las mujeres embarazadas consumen trozos de él a diario por tradición”, susurra Roelof Schutte, el guía en cuestión, de sombrero ancho y uniforme caqui. Miro de nuevo la escaramuza, una microbatalla para todas las edades a la luz de la mañana. Cuando vas a pie, las razones para detenerte y mirar son múltiples.

Soy parte de un grupo pequeño que camina entre los santuarios Masái Mara, vastas zonas protegidas a orillas de la famosa reserva nacional homónima cuya historia se remonta solo una década atrás. Aquí el nivel de visitantes se regula más que en la reserva nacional, pero la densidad de la vida silvestre no es menos emocionante. Y a diferencia de la reserva, los safaris a pie están permitidos. Si imaginas una caminata rápida antes del atardecer para admirar aves, piénsalo de nuevo. Caminamos casi 15 kilómetros al día.

Un safari a pie es extraordinario. Entra en la sabana y en poco tiempo tu percepción del mundo a tu alrededor comienza a cambiar: los ruidos se amplifican, los olores se intensifican, las distancias se transforman. Cuando nada te separa del paisaje, no puedes evitar atestiguarlo de forma más clara que si estuvieras en un vehículo. A pie, lo pequeño y sutil se vuelve tan absorbente como lo grande y peludo.

Pero esperen... ¿Ese rugido gutural es lo que creo? “Quédense cerca de mí todo el tiempo”, dice Roelof, un hombre tan familiar con los mara que Disney lo buscó para ayudar con la logística del remake de El Rey León

(2019). De sus hombros cuelga un rifle Winchester Magnun .458. “Caminemos en una sola fila –continúa–. Hagan un chasquido o silben para llamar mi atención y nunca entren en pánico”.

La caminata frente a nosotros es de tres días, aunque hay versiones más largas y cortas. Ya pasamos un día en la reserva nacional, donde nos adaptamos al paisaje extenso en vehículos 4x4 y en un campamento fresco de lino donde te despiertan con café y galletas. Uno de los objetivos de nuestro itinerario –diseñado por Asilia Africa, especialista en África Oriental cuyos alojamientos se

usan en el viaje– es mostrar el contraste entre la reserva transitada y las zonas menos visitadas.

Eso no quiere decir, por supuesto, que la primera sea una especie de premio cualquiera. Luego de que nuestro pequeño avión aterrizara en Olkiombo vamos a un abrevadero agitado por hipopótamos. Más allá, el África de la pantalla grande se extiende hasta el horizonte en una infinidad de colinas doradas salpicadas de cebras.

Poco después, nuestro todoterreno se detiene junto a un árbol frondoso y bajo. Ranas invisibles croan mientras estorninos de cola larga brillan en el cielo. La tarde es cálida y con olores terrosos. En la rama sobre nosotros, una leopardo observa el paisaje con majestuosa despreocupación, con sus motas realzadas con detalle exquisito por la brillante puesta de sol. Miramos en silencio hasta que nuestro conductor Jacob nos voltea a ver. “¿Gin tonic?”, pregunta mientras señala una nevera portátil. Como digo, no es un premio cualquiera.

Al día siguiente manejamos hacia el norte para llegar a los santuarios. El viaje es intermitente por los avistamientos, que van de una manada de ñus a una mafia de cocodrilos del Nilo. A pesar de que la reserva y los santuarios trazan fronteras, no hay rejas entre ellos, así que la vida silvestre vaga con libertad de uno a otro, como las gacelas de Thomson que trazan nuestra ruta con sus flancos rayados en tonos bronceados, negros y blancos.

Llegamos a Naboisho Conservancy. Nuestra base para esta noche es el campamento Naboisho, donde nos reciben con toallas aromáticas frías y el almuerzo, la piscina infinita reluce a la par. Nuestra caminata larga empieza mañana, pero un viaje en auto al atardecer insinúa lo que ofrece la zona: chacales que se arrastran por los matorrales o avestruces que se pavonean por las llanuras. Y, con una rapidez acelerada, una exploración revela cinco leones orgullosos que descansan. Durante 20 minutos observamos a los animales estirarse y moverse. Luego, cuando el sol se desvanece, el macho se levanta, sacude su melena y se adentra en la noche. Escóndanse, impalas.

Fronteras entre humanos y vida silvestre

A pesar de los merodeadores carnívoros, la historia de la región se define tanto por la influencia humana como por la vida silvestre. Antes de 2011, las zonas hoy protegidas eran enormes ranchos comunales donde pastoreaban y vivían comunidades masái. El conflicto entre humanos y naturaleza era común. Los pastores se beneficiaron de manera mínima del lucrativo turismo que tenían junto, en la atareada reserva nacional, mientras su ganado, ovejas y cabras, al consumir grandes cantidades de vegetación, dieron forma, para mal, a un ecosistema más amplio.

Luego se lanzó el proyecto de conservación para beneficiar a las comunidades, la vida silvestre y el turismo. Implicaba convertir a los masái en propietarios oficiales de los ranchos. Más tarde, estas zonas fueron alquiladas a los masái por compañías de turismo para crear espacios de conservación amigables con la naturaleza y con un número de visitantes controlado. En cierto sentido, sería un plan de recuperación masiva: los masái conservarían los derechos de pastoreo y ganado en ciertas zonas, pero sus numerosas ovejas y cabras no saldrían de la reserva.

“Tomó un año de negociaciones”, señala Daniel Sopia, director general de Maasai Mara Wildlife Conservancies

Association durante unos tragos en Naboisho. El resultado es que la reserva ahora colinda con 15 santuarios de vida silvestre que juntos cubren más de 141 640 hectáreas. “Pertenecen a 14 500 terratenientes masái –subraya Daniel–. El arrendamiento que reciben suma más de siete millones de dólares al año”. Mientras tanto, la vida silvestre se ha extendido. El proyecto ha tenido un impacto del tamaño de un paquidermo.

Daniel no nos acompaña a las 6:15 de la mañana el día siguiente, cuando caminamos del campamento a las llanuras resplandecientes en su quietud cubierta de rocío, pero tenemos compañía: caminamos con Mbatinga, un sabio rastreador masái en túnica escarlata. En minutos, un rugido rasga el silencio de la mañana. “Simba. León”, dice mientras sonríe y señala hacia un bosque. Pisamos en silencio por el perímetro de los árboles. Nada visible. El felino está en algún punto de la espesura, tal vez con una presa. Investigar de cerca no es una opción.

Llevamos menos de 15 minutos de la caminata de tres días, pero nuestro lugar en la jerarquía mara está claro. Si estuviéramos en un todoterreno nos habríamos acercado más, envalentonados por el refugio de metal que es el vehículo. A pie somos otro grupo de animales que se mueve en la sabana: minimizamos los riesgos, observamos alrededor, planeamos el siguiente movimiento. Aún con poca luz, un topi nos espía a 50 metros y emite un ronco resoplido doble. “Es su manera de decir ‘te veo’ –explica Roelof–. ‘No me vas a atrapar’”.

Lo que por supuesto sería correcto. No hay nada aquí con cuatro patas que un humano pueda dejar atrás y además no tenemos prisa. Caminamos a paso mesurado en pasto a la altura de la rodilla y bajo el calor del día naciente. Los paisajes de los santuarios son, en esencia, los mismos que en la reserva –pastizales extensos sembrados con árboles ocasionales– pero con una paz aún mayor, y sudorosa, que brinda el andar a pie. El destino del primer día es un campamento temporal armado entre los arbustos, a unas siete horas de camino (una versión de la tosquedad que, según parece, involucra cerveza, comida y bolsas de agua caliente bajo el edredón).

Antes de eso, sin embargo, cubrimos kilómetros. Las distracciones al alcance de la mano son constantes. Aquí, un nido de canario de vientre blanco hecho con telarañas y pelo de cebra; allá, una polilla del cuerno que se alimenta solo de las pezuñas y las cornamentas de ungulados muertos. También aprendo que los animales que aquí representan la mayor amenaza no son los que había imaginado. ¿Leones y leopardos? No es probable que se acerquen. A pie, debemos evitar a los herbívoros grandes: pesos pesados que pueden pasar de la tranquilidad a la belicosidad en un instante. Hipopótamos y búfalos entran en la categoría, al igual que otro gran peso pesado.

“Elefantes”, suelta Mbatinga en seco. Hemos andado a los ritmos de la media mañana: abubillas que van de un arbusto a otro, jirafas que desayunan en árboles espinosos, jabalíes trotadores que parecen llegar tarde a reuniones cruciales. Ahora, una silueta gigante a la distancia trae una tensión fuerte. De todas las diferencias entre un safari en coche y uno a pie, esta es una de las más pronunciadas. Si ves un elefante al conducir, tendrás la oportunidad de admirar de cerca un animal enorme. Si ves uno cuando caminas, lo primero que pensarás es: cuidado.

Los elefantes, por lo regular tranquilos, pueden embestir si se sienten amenazados. La única vez que Roelof ha usado su rifle, nos cuenta, fue para hacer un disparo de advertencia a una hembra. Los siguientes tres días tenemos numerosos encuentros con estos extraordinarios y longevos gigantes, incluida una hora donde permanecimos a sotavento de un macho lleno de testosterona. En un safari a pie se aprende lo que significa respeto.

Y no son las únicas criaturas que agudizan los sentidos. Una mañana caminamos por el borde de un acantilado hacia una prominente higuera silvestre. El cadáver de un antílope cuelga de una rama, restos de una comida en la copa de un árbol. Entonces, el tiempo se congela. Un leopardo se materializa cuesta arriba, a no más de 15 metros de nosotros. Por un segundo, el mundo se detiene –sorpresa, calor, pánico–, luego el animal regresa por donde vino. Vemos cuartos traseros, una cola, luego nada. Mi corazón no se detiene durante horas.

Encontrar el balance

Salvaguardar el futuro de los mara no es tarea sencilla. Asilia trabaja y dona a varios grupos conservacionistas. Conocemos representantes de Mara Predator Conservation Programme –nos platican, entre otras cosas, que los guepardos de las zonas protegidas crían más cachorros que sus contrapartes de la reserva, donde hay muchos más turistas– y Mara Elephant Project, que lucha por proteger la especie y reducir el conflicto humano-elefante. La caza furtiva ha decrecido un notable 95 % desde que se fundó la organización, en 2011, aunque la afición de las criaturas por los cultivos masái significa que la tensión continúa, como lo evidencian las trampas confiscadas.

Esto toma relevancia para Maa Trust, organización que busca un balance entre la conservación y el desarrollo sustentable. Llegamos a las oficinas para encontrar mujeres sentadas a la sombra que bordan trabajos intrincados con cuentas. “Es una de nuestras empresas sociales”, dice la directora Crystal Mogensen, quien cambió su vida al noreste de Inglaterra por una granja masái y ahora recibe encargos de diseñadores internacionales.

Los trabajos con cuentas son solo el inicio. La organización generó 60 000 dólares en 2014, cuando arrancó. Con otros proyectos, aumentó a 900 000 dólares al año, lo que ha beneficiado la salud y educación local. “El mensaje a las comunidades es que esto ocurre solo gracias a la vida silvestre –menciona Crystal–. Hay niños que llegan a casa y le piden a sus padres: ‘No lastimen a los animales. Es por los elefantes y los ñus que puedo ir a la escuela’”.

De vuelta en las llanuras, la rutina de caminar se ha vuelto adictiva. La mayoría de nuestra ruta pasa entre dos zonas protegidas, Naboisho y Mara North, y cruza terrenos inaccesibles en vehículo. La mañana comienza temprano, con neblina en la llanura y un sol como toronja que se asoma por el horizonte. Descansamos bajo los árboles o en afloramientos de basalto y observamos las colinas del Serengueti. Pasamos la noche en campamentos diferentes de los primeros: tomamos duchas con cubetas al aire libre mientras las luciérnagas parpadean entre los árboles

y dormimos con un soundtrack de ranas. En tres días solo vemos tres safaris en vehículo.

Procesar todo lo que ves en 48 kilómetros de caminata por lo silvestre cuesta trabajo. Están los obvios destacables –guepardos que se escurren entre la sabana y una hiena en una loca carrera por un impala herido–, pero igual de memorables son los dramas bajo tu nariz. En un punto estamos agrupados detrás de un arbusto para observar un elefante cuando Mbatinga toca mi hombro: su rostro dibuja una sonrisa y su dedo apunta a dos metros de distancia. “Pitón dormida”, añade.

Roelof también está al pendiente. Localiza la madriguera de un cerdo hormiguero, zorros de orejas de murciélago y avispas cazadoras de arañas. Nos lleva por el espumoso río Olare Orok, con los pantalones doblados hasta las rodillas, para encontrar un punto donde observar hipopótamos. Localiza un árbol entero envuelto al estilo Halloween con la seda de orugas de polilla de armiño. Ninguna rareza queda sin explicación (¿mangostas que hurgan el excremento de búfalo? Hay una razón para eso: es altamente nutritivo).

“Cuando las zonas protegidas iniciaron había mucho menos vida silvestre”, explica Roelof al final de la caminata mientras desatamos nuestras botas en la ladera de Mara House, parte de Mara Bush House. “Pero en tres años, las cosas han comenzado a cambiar. Hay más pasto, lo que significa mayor diversidad de especies. Ya han visto cómo son las cosas ahora”.

Los proyectos de conservación han sido marcados por el éxito en varias formas, aunque su futuro es incierto. El ingreso del turismo no será suficiente para sostener las zonas protegidas de manera indefinida, por lo que quedarán a expensas de los donativos corporativos. Mara Proyect Elephant y Mara Predator Conservation Programme tienen un serio déficit en su financiamiento.

La conciencia de lo que está en juego solo puede ayudar. Más que nada, ahora me doy cuenta de que la caminata ha sido una manera de acercarme a un ecosistema espectacular para comenzar a comprender la interdependencia e ingenio de sus innumerables partes móviles. Una experiencia como esta desmitifica lo grande y magnifica lo pequeño. Recordaré los emocionantes encuentros con ejemplares de caza mayor y los amaneceres, pero también recordaré las mariposas y los escarabajos peloteros, y que, en algún lugar, en medio de un furioso combate en una llanura remota, una colonia de termitas tiene una mala mañana.

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