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Leyendas celtas y mitos artúricos dan vida a la costa de Gales

POR JULIA BUCKLEY FOTOGRAFÍAS DE RICHARD JAMES TAYLOR

Serpentea por la costa occidental de Gales desde la ventosa península de Llŷn, al norte, hasta la ciudad de Saint David’s, en el sur. Sigue el camino de mitos artúricos y misterios de la Edad de Bronce a lo largo de la Ruta de la Costa: un viaje de 290 kilómetros por carretera que incluye piedras antiguas en pie, minas de pizarra y árboles prehistóricos petrificados.

MIENTRAS PERMANECEN COMO FOCAS EN LAS PLAYAS DE YNYSLAS, ME DETENGO A PRESENCIAR UN ENFRENTAMIENTO DE 5 000 AÑOS.

Veo sus formas oscuras que se enfrentan al mar, cabezas que se curvan hacia el cielo, cuerpos largos que se derraman detrás de ellos. Hay cientos alineados a lo largo de la arena, como soldados. Tensos por la acción, esperan pacientes al enemigo.

Y así es. La escucho venir antes de verla. El viento la delata. Tira de las olas mientras se inclina hacia adelante y atrás. Juega con las manchas oscuras como un gato con un ratón. Para empezar, está lejos; el ruido es un silbido suave. Durante el tiempo en que la veo se hace más hambrienta: las olas surgen más rápido, golpean más a las formas oscuras, sorben más fuerte mientras giran alrededor de ellas. La marea está en camino, y una vez que llegue, estas focas, estos soldados, estas figuras oscuras amorfas ya no existirán.

Hace 5 000 años esto no era una playa. En la Edad del Bronce, el pueblo de Ynyslas era un bosque de robles, abedules y pinos. Entonces sucedió algo. Quizá fue el aumento del nivel del mar; quizá, dice la leyenda, fue el día en que una sacerdotisa local permitió que un pozo de hadas se desbordara. En fin, el bosque fue tragado por el mar. Reapareció en 2014, cuando las tormentas invernales arrancaron la arena de la bahía de Cardigan y desenterraron troncos fantasmales que habían dormido durante miles de años.

De cerca, nadan para tomar forma. Ya no son focas elegantes sino árboles reales con troncos torcidos por la edad (incluso puedo contar sus anillos). Sus raíces, como tentáculos de pulpo, encuentran agarre en la arena. Algunos están envueltos en algas, otros han sido limpiados por el mar. Todos tienen el tronco cortado a la altura de mi rodilla, como si un gigante los hubiera atravesado con una guadaña antes de ahogarlos en la bahía.

¿Es esto, como algunos dicen, parte de Cantre’r Gwaelod, la mítica Atlántida galesa en algún lugar bajo la bahía de Cardigan? ¿O se trata de un descubrimiento arqueológico más ordinario? Aquí, en la costa occidental de Gales, llena de mitos, es difícil separar la realidad de la fantasía.

Llevo la tradición costera en la sangre. Crecí en Cornualles, entre páramos cubiertos de megalitos y acantilados en los que se respira la leyenda artúrica. Así que no es de extrañar que mi viaje de cinco días por carretera en Gales, a lo largo de la Ruta de la Costa –que recorre 290 kilómetros junto a la bahía de Cardigan, desde la península de Llŷn, en el norte, hasta Saint David’s, en el extremo sur–, me resulte familiar.

En realidad vine por la belleza: la elegante Portmeirion con sus casas artísticas apiladas en el acantilado; Aberdyfi y Aberaeron, con sus pequeños puertos llenos de casitas de colores pastel, muy alejados de los rústicos pueblos pesqueros en los que crecí. Mientras busco lo cursi, es la naturaleza la que me cautiva: la costa verde e irregular repleta de flores silvestres, los castillos medievales que se desmoronan en el paisaje y los tocones de los árboles de Ynyslas que esperan estoicos a que la marea los entierre de noche. Con sus cuentos de míticos luchadores galeses y pozos de hadas, esta tierra extranjera, donde hablan una lengua que no entiendo, se siente como si volviera a casa.

LA BELLA Y LA BESTIA

“¡Pobre de ti!”, me dice una mujer en la cima del acantilado de Porth Simdde, cerca de Aberdaron. No es la reacción habitual que recibo al revelar mis raíces; por lo regular, cualquier mención de Cornualles provoca una mirada tierna. Pero no en Llŷn, una garra de aspecto córnico que se extiende 48 kilómetros hacia el mar, al noroeste de Gales.

“Tenemos la misma costa, pero ustedes se quedan los turistas”, dice mientras me deja sola en el promontorio rociado de tojos olor a coco y dedaleras color neón. Bajo el sol, el mar de Irlanda destella un color plata como caballa y la costa se pierde a la distancia: rocas heladas teñidas de verde con campos esmeralda, mostaza y marrón grabados en la cima.

En este momento, el clima es engañosamente perfecto. Al otro lado del mar verde azulado se encuentra la isla Bardsey, donde vivían monjes y los enfermos buscaban curarse en la época medieval.

Hace unas horas la situación era otra. Al despertar, el viento soplaba en la bahía y mi barco a Bardsey se había cancelado. Pude ver por qué: la noche previa llegué a Aberdaron

en medio de una tormenta tan fuerte que el personal de mi hotel tuvo que pastorear una bandada de patitos que salieron volando de la playa. Pasé la velada calentándome con ginebra local sabor alga (la orgánica Dà Mhìle); la única que hablaba inglés en el bar. Bardsey era conocida por los peregrinos medievales como “la Roma de Gran Bretaña”: el viaje para llegar era tan traicionero como cualquiera a la capital italiana.

Al igual que Cornualles, Llŷn es una tierra silvestre de colinas ondulantes color jade y acantilados plagados de senderos. En Nefyn me acerco a un promontorio escarpado; el camino se interna entre maleza alta. Al llegar a “tierra firme”, en la costa de la bahía de Cardigan que se extiende hasta el mar de Irlanda, todo se vuelve más refinado. Al menos en la superficie, porque la naturaleza nunca está lejos. Portmeirion, el pueblo pesquero pseudoitaliano estilo art déco situado una hora al este de Aberdaron es una maravilla. Pero 20 minutos hacia el interior, en las montañas de Snowdonia, está Blaenau Ffestiniog, la antigua ciudad minera de roca pizarra cuyas laderas están repletas de piedra friable. En las cavernas de Llechwedd, a 198 metros de profundidad, el aire se humedece mientras Freya, la guía, nos muestra cómo trabajaban los hombres, al tanteo entre la oscuridad de las entrañas de la montaña. Arriba, Brian –o “Rata”, como se hace llamar por ser un antiguo trabajador de la mina– me lleva al interior de la cantera que cerró en 1978. “Pasé 10 años allí abajo”, dice al señalar la roca. Su voz resuena entre los huecos.

Desde aquí, la ladera de la montaña parece despojada hasta el hueso, con grandes trozos de carne arrancados durante décadas. De pie, sobre una roca de 25 toneladas, Brian señala las cámaras en las que trabajaba: algunas son enormes hendiduras en la roca, otras son tajos estrechos que apenas tienen el tamaño de una rata de verdad. Vistos desde arriba, los picos de la cantera forman una mini-Snowdonia. En un día claro se puede ver hasta el esquelético castillo medieval de Harlech, pero no con la niebla de hoy.

Al día siguiente me dirijo a la realidad: un viaje por el Parque Nacional de Snowdonia, camino a Machynlleth. La carretera se abre entre laderas forradas de musgo, con nubes grises bajas que devoran los picos alrededor de Talyllyn, una franja vidriosa de lago glacial al sur de Snowdonia. No hay tiempo para detenerse: tengo una cita con Owain Glyndŵr.

El último príncipe de Gales que se levantó contra los ingleses en 1400 y desapareció nueve años más tarde, cuando su última fortaleza (Harlech) fue tomada, es materia de hechos históricos y leyendas. Las tácticas de guerrilla de Glyndŵr le dieron victorias; en un momento controló la mayor parte de Gales. Y su desaparición (su esposa e hijos fueron capturados en 1409, pero a él nunca se le encontró) acrecentó la leyenda. “Decimos que volverá –asevera Rhiain Bebb en Machynlleth, el sitio donde Glyndŵr celebró su parlamento–. Esperamos que nos guíe a la independencia”. Puedo sentir la expectación en el aire.

Glyndŵr eligió Machynlleth, a orillas del río Dyfi, ya que la ciudad era considerada un límite entre el norte y el sur de Gales. Aquí se coronó príncipe, y el edificio en el que estoy es una reconstrucción de finales del siglo xv. Un granero imponente con paredes gruesas, ventanas bajas y un techo alto con vigas enormes.

Pero lo más fascinante es la exposición sobre Glyndŵr (“El David de Gales contra el Goliat de Inglaterra”, dice Rhiain, orgullosa). Antigua tutora de galés en la universidad, toca el arpa triple galesa y dirige sesiones de idiomas sin cita previa para la creciente población de Machynlleth que no habla galés y que, al menos hoy, me incluye. Ella me hace sentir como en casa al sacar una lista de vocabulario para demostrar que el galés y el córnico son similares. “El galés es fonético, así que una vez que hayas aprendido los sonidos, podrás hablarlo”, dice animada. En pocos minutos, logra transformar para mí lo que hace dos noches en Aberdaron era un idioma extraño a uno accesible. Aprendo la sutil diferencia entre la “ch” (el sonido que se produce en la parte posterior de la garganta) y la “ll” (que sale por un lado de la boca); de repente puedo pronunciar “Machynlleth”. Contamos del 1 al 10. Cuando me voy no solo puedo decir “diolch a hwyl fawr” (gracias y adiós), sino que Rhiain me ha hecho sentir un nuevo respeto por mis raíces.

Si Owain aún duerme o no, esta parte de Gales tiene un aire místico. Cerca de la Casa del Parlamento de Owain Glyndŵr, la pizza frita y el pan de frutas bara brith me llevan a Blasau Delicatessen, un salón de té dirigido

por Sabrina, una italiana que cambió Venecia por Machynlleth porque cultivó “una pasión por los mitos británicos –el rey Arturo y el Hombre Verde– desde que era pequeña”. Más arriba, en el Corris Craft Center, está Spellbound Herbals, donde la dueña Sarah infunde jabones y cremas con hierbas medicinales en lo que parece una tienda de velas y destilería de ginebra. Huelen tan bien que, de vuelta a casa, sedienta de Gales durante el encierro, le envío un correo para pedir más.

Al oeste de Machynlleth, camino a la costa de Aberdovey, se encuentra Llyn Barfog, un lago rodeado de páramos donde se dice que el rey Arturo mató un monstruo temible. En la Biblioteca Nacional de Gales, en Aberystwyth, encuentro el Vaso de los Nanteos, un cuenco de madera del que se cree, como mínimo, tiene propiedades curativas, y como máximo, que es el mismísimo Santo Grial (la ciencia lo data, sin tanto adorno, en la época medieval). Hoy día, apenas queda la mitad debido a generaciones de creyentes enfermos que lo royeron en busca de un milagro. Aun así, los profundos anillos de la edad en su interior, ennegrecidos por siglos de pociones curativas, son poderosos de contemplar. No es de extrañar que me vaya con las hadas al llegar a Ynyslas, y a esos árboles prehistóricos a mitad de la costa galesa.

MERLÍN Y MEGALITOS

La mitad inferior de la bahía de Cardigan, al sur de Aberystwyth, parece más poblada, pero incluso aquí, entre negocios de pescado y papas fritas, hay un límite. En New Quay, mientras los turistas se atestan en el puerto de arena para observar delfines (la bahía de Cardigan es uno de los mejores sitios en Europa para verlos), subo una colina como de montaña rusa hacia el Black Lion, el bar favorito de Dylan Thomas. El poeta y escritor galés vivió aquí entre 1944 y 1945; se dice que el somnoliento pueblo de Llareggub (léase al revés), que aparece en la radionovela

Under Milk Wood (1954) de Thomas, se basa en New Quay. Desde la cervecería observo las colinas verdes que descienden hacia el mar y los barcos que oscilan en el agua lapislázuli alrededor de manchas que podrían ser olas o delfines. Detrás hay fotos antiguas de Dylan Thomas; junto a la barra hay una pintura de un hombre que sonríe con furia mientras blande una pinta. “No es él –dice

la mujer tras la barra mientras apunto con mi cámara–. Es una broma, es solo un personaje”.

En Cardigan me dirijo al castillo y encuentro algo muy diferente a lo que esperaba, y más interesante. Solo quedan las almenas, en las cuales se encuentra una casa señorial georgiana. Ahora un museo, cuenta la historia de la peste negra, la incursión fallida de Owain Glynd'r y un sangriento asedio de la Guerra Civil en 1644. En medio de todo este drama, un cartel en el estacionamiento dice “cuidado con la marea” (podría reclamar mi auto). Por muy altas que sean las almenas, parece que la naturaleza nunca está lejos.

Debajo de Cardigan, hacia Saint David’s y la costa de Pembrokeshire, los mitos se imponen. Nada de lo que veo en mi viaje es tan espectacular como Pentre Ifan, donde un gigantesco dolmen –una tumba megalítica construida hace 3 500 años– se alza en un campo sobre las ovejas, las colinas y los promontorios vecinos hacia Fishguard. La bahía de Cardigan brilla entre las cuñas de piedra de dos metros de alto blanqueadas por siglos bajo el sol; la losa superior, curvada como un escudo, parece flotar en el aire como un ovni (apenas roza los pilares). Tiene un aire de Stonehenge, creo. No es de extrañar: las “piedras azules” de Stonehenge, que se encuentran a casi 320 kilómetros al este, provienen de aquí, de las colinas de Preseli.

Tres kilómetros al sureste del dolmen conduzco por un vado de aguas rápidas, subo por una carretera empinada y doy la vuelta en una curva para ver la tierra que se desploma alrededor de Craig Rhos-y-felin, un afloramiento vasto y silvestre en el que los trozos de roca se amontonan como en una caja de cerillos; megalitos que casi se desprenden. Cinco kilómetros más lejos está Carn Goedog, una de las antiguas canteras neolíticas que suministraban la roca de Stonehenge. Puedo distinguir sus piedras colosales clavadas en el cielo a un kilómetro de distancia, pero no hay señales de sendero y unas ovejas mugrientas me miran con atención. No quiero invadir el terreno, así que me doy la vuelta.

Hay más misticismo esperándome adelante. En Nevern, una aldea cercana a

Newport, encuentro una avenida de tejos tolkienescos de 600 años de antigüedad

(uno de los cuales gotea savia color rojo sangre por su tronco retorcido) que conduce a una iglesia normanda. Se encuentra en un emplazamiento eclesiástico del siglo vi. Fundado por un monje irlandés, era una parada para los peregrinos que se dirigían a Saint David’s. En su interior se halla una piedra ogham, una losa inscrita en una misteriosa lengua celta primitiva; en el exterior está una cruz larguirucha del siglo x tallada con trenzas y nudos celtas.

Y aún hay más. En la colina que domina el pueblo, camino alrededor de las murallas de un castillo tipo mota feudal suavizado por los siglos en un parque enmarcado por árboles y lleno de flores silvestres. Cerca de ahí, al seguir un sendero del bosque, está la “cruz del peregrino”, un crucifijo tallado en la pared de la roca que se dice forma parte de la ruta de la peregrinación a Saint David’s. Al menos esa es la versión oficial, que ignora la “puerta” en forma de ataúd grabada en la roca bajo ella. La versión no oficial es que detrás de la roca hay una cueva, y que en ella yace Merlín, el Santo Grial o el rey Arturo vestido con una armadura completa listo para resucitar.

Mi viaje termina en Saint David’s, donde la tierra se hunde en el mar, el punto más occidental de Gales. Es la ciudad más pequeña de Reino Unido en cuanto a población: un pueblo no más grande que los demás que he visto, pero que cuenta con una imponente catedral en su base que, se dice, alberga los huesos del santo patrón galés.

Al día siguiente podré ver la catedral, con sus arcos y bóvedas grabados con trenzas, giros y galones. Pasearé por el ruinoso Palacio Episcopal de Saint David’s, donde un silencio eclesiástico aún se cierne sobre las ruinas.

Pero esta tarde estoy aquí por la puesta de sol. Salgo a lo largo del acantilado y pronto me veo en Aberaeron (incluso las dedaleras brillantes se cuelan en el sendero estrecho). Solo que aquí, en Pembrokeshire, la costa se extiende en un pliegue tras otro, tan interminables como un salón de espejos. Más allá está Pen Dal-aderyn, el nudo más occidental de Gales continental, donde la tierra se siente saturada de generaciones pasadas: la península está densamente cartografiada con piedras en pie, asentamientos antiguos y capillas celtas. Pero por ahora, con el mar que brilla bajo el cielo rosado y las flores silvestres como vecinos más cercanos, la única magia que necesito está aquí.

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2021-06-01T07:00:00.0000000Z

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