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Escápate Hidalgo

POR KAREN ALFARO FOTOGRAFÍAS DE ERICK PINEDO

EL CICLISMO DE MONTAÑA, LOS PROYECTOS AMBIENTALES Y LA CERCANÍA CON CIUDAD DE MÉXICO HACEN DE ESTE SITIO ECOTURÍSTICO UNA OPCIÓN INMEJORABLE PARA RENUNCIAR AL ENCIERRO Y DISFRUTAR LA NATURALEZA. AL MENOS UN FIN DE SEMANA.

“Tienen que venir a Santa Elena –me dijo Martha Ramírez, guía del rancho, incluso antes del confinamiento–. Les va a encantar”. Tras más de un año de pandemia y teletrabajo, atender el llamado de la naturaleza, y la invitación, era necesario.

Con lo indispensable para un fin de semana en la montaña –calzado especial, ropa cómoda, sombrero, impermeable, repelente y protector solar–, nos dirigimos a este rincón natural del estado de Hidalgo, en el municipio de Huasca de Ocampo, unas dos horas al norte de Ciudad de México.

Desde Tulancingo, el navegador indicaba 40 minutos a nuestro destino, tiempo que aprovechamos para disfrutar el trayecto: una carretera de asfalto delimitada por comercios, escuelas, iglesias y parques que rápido se convirtió en un camino de terracería rodeado de árboles, vacas, caballos, gallinas, casas pintorescas alejadas entre sí y uno que otro lugareño despistado.

“Martha, ya llegamos, ¿pueden abrirnos?”, se leía en un mensaje de WhatsApp en el que avisábamos de nuestro arribo y el cual no se enviaría sino hasta horas más tarde, en la cima de la montaña. Al parecer, la desconexión de la ciudad no solo sería física sino también remota: sin señal de teléfono hasta nuevo aviso.

Tras cruzar la reja que resguarda la entrada a Rancho Santa Elena, un bosque de pino y encino de 1 052 hectáreas se desplegó ante nuestros ojos. Pero antes de explorar este edén había que estacionar el auto, llevar nuestras pertenencias al alojamiento –en esta ocasión, en una de las caballerizas– y conocer un poco de la historia del lugar.

Santa Elena se encuentra en una región montañosa conocida como la sierra de las Navajas, que divide la cuenca de México del valle de Tulancingo y cuyo nombre se debe a sus importantes yacimientos de obsidiana.

Ahora conocido como un destino sustentable que fomenta el ecoturismo, el deporte y la observación de flora y fauna, este sitio comenzó a dibujarse en el mapa gracias a Pedro de Paz, un pariente de Hernán Cortés que a finales del siglo xvi fundó la región de San Juan Hueyapan –hoy día localidad del municipio de Cuautepec–, donde fincaría una hacienda homónima a la que pertenecían estos ejidos.

Un siglo más tarde, Pedro Romero de Terreros, conocido como el conde de Regla, dedicaría la hacienda a la explotación minera, actividad favorita de españoles e ingleses en el estado de Hidalgo durante siglos. Con el paso del tiempo –y dueños–, las tierras donde ahora yace Santa Elena sirvieron para la agricultura (de ahí su denominación como rancho). De hecho, cuando el comerciante y político José Landero y Coss fue su propietario, a finales del siglo xix, se construyó la presa de San Carlos, uno de los tres cuerpos de agua de la zona, con el fin de apoyar a la industria.

Fue hace poco más de 40 años cuando Rancho Santa Elena comenzó a dedicarse al aprovechamiento forestal y, más reciente aún, a ofrecer actividades como el ciclismo de montaña, flor imperial de este sitio.

La mayoría de los visitantes acuden a Santa Elena a probar suerte y condición en los senderos destinados al ciclismo de montaña, uno de los deportes que más popularidad ha ganado durante la pandemia, ya que

ha sido refugio de muchos para salir del encierro y ejercitarse, además de usar la bicicleta como un medio de transporte sostenible, con distanciamiento social asegurado y poco riesgo de contagio por SARS-CoV-2.

Martha, bióloga de profesión y guía por vocación en Santa Elena, ya nos tenía listas bicicletas de montaña, cascos y guantes para iniciar el recorrido (si no cuentas con equipo ni bicicleta, los puedes rentar bajo disponibilidad). Luego de verificar que todo estuviera en orden y dar un par de vueltas titubeantes, salimos a la montaña.

Aquí, las cinco rutas establecidas se clasifican como pistas de esquí: una verde (principiantes), tres azules (intermedios) y una roja para los más experimentados. Por sugerencia de nuestra guía, y a fin de no fallar –tanto–, optamos por dos azules: Goyo, de 4.6 kilómetros, y Tobogán, de 5.7; podrán parecer poco, pero exigen fuerza y mucha destreza para no estrellarse contra un árbol, salir volando a causa de una raíz expuesta, perder el control en una curva o bajada accidentada, y sobre todo, no rendirse al subir una pendiente pronunciada.

Por cada pedaleada a lo largo de estos senderos sinuosos (señalados con su color y número correspondientes) brotaba más adrenalina –y sudor–, pero sobre todo una mayor satisfacción: la belleza y tranquilidad de este bosque en excelente estado de conservación. Practicar senderismo es divertido, sin embargo, ganar velocidad montado en una bicicleta es aún mejor.

A mitad del recorrido y con un cansancio evidente, un zumbido constante y cada vez más fuerte se acercaba a nosotros. En un santiamén, el ruido tomó forma: eran dos ciclistas de montaña profesionales, uno de ellos Daniela Campuzano, la máxima representante de esta disciplina a nivel nacional y quien se ha llevado el oro en diversas competencias como los Juegos Panamericanos de 2019. Vaya suerte haber mordido el polvo cortesía de una de las grandes.

Unos cuantos derrapes, golpes y caídas después –saldo blanco, por fortuna–, nos dirigimos a la presa San Carlos. La intención era darse un chapuzón y refrescarse luego del recorrido en dos ruedas, pero la visita a este cuerpo de agua se resumió a un descanso necesario y, al menos, sirvió para mojarse los pies. Además de nadar, también es posible navegar la presa con tu propio kayak. Santa Elena cuenta con algunas de estas piraguas (incluidas en tu reserva), no obstante, el servicio tuvo que pausarse debido a la contingencia sanitaria.

De regreso a la caballeriza donde nos hospedamos, cargamos energía con una comida preparada in situ. En tiempos a. C. (antes de la COVID-19), solía haber servicio de alimentos tipo bufet, hoy día tienes la opción de llevarlos o prepararlos en alguna de las minicocinas equipadas con lo indispensable, como trastos, utensilios de cocina e incluso especias (la finalidad es que los visitantes no lleven plásticos desechables ni unicel). Una vez recobrada la energía, es momento de seguir: el Moab espera.

Además de Vista Alegre y Vista Bonita, Moab es uno de los tres miradores en Santa Elena, predio cuya altitud va de los 2 240 a los 2 980 metros sobre el nivel del mar. Camino a la cima y bajo unas nubes amenazadoras, Martha nos cuenta un poco de los proyectos ambientales: “Tenemos convenios con la UNAM, la Universidad de Chapingo y la

Autónoma del Estado de Hidalgo para que, quienes requieran hacer su servicio social, prácticas o tengan algún proyecto de investigación, lo realicen aquí. Ahora hay un proyecto destinado a erradicar la plaga del escarabajo descortezador que azota este bosque. También contamos con un permiso de colecta y se realizan muestreos de plantas, hongos y avistamiento de fauna”.

En miras de convertirse en un Área Destinada Voluntariamente a la Conservación, en Santa Elena se busca reducir los niveles de basura al máximo: además de reutilizar todo lo que se pueda, cuentan con contenedores especiales de madera para recibir PET, latas, latones, botellas vidrio y envases tetrapack de los campistas; todo lo demás se tiene que llevar de regreso a casa. La intención es hacer conciencia del volumen de residuos que se pueden generar en un fin de semana.

De la misma manera, en las zonas de camping hay botes de basura para residuos orgánicos que van directo a la composta del rancho, así como baños secos cuya excreta se trata como abono para usarse en los árboles frutales de capulín, manzana, tejocote, membrillo y zarzamora. También hay un vivero donde se germinan las semillas de los árboles que en unos años darán oxígeno, sombra y refugio a este sitio ecoturístico.

Por un costo adicional, Santa Elena permite la entrada de tus amigos perrunos. Para evitar a toda costa el uso de plásticos se les pide a los campistas que no usen bolsas al levantar las heces de sus mascotas: hay compostas especiales para depositarlas y, si hacen en los senderos, los dueños deberán cavar un hoyo, enterrar los desechos y cubrirlos de hojarasca.

Mientras escuchamos a nuestra guía, continuamos entre árboles centenarios, arbustos, helechos, peñas que hacen las veces de muro de escalada y de descenso en rappel, rocas cubiertas con musgo, puentes colgantes, un par de cascadas que apenas comenzaban a tomar forma –la caída del agua no era más gruesa que un fideo– y una sinfonía de jilgueros. Las nubes que habíamos visto antes cumplieron su amenaza y una llovizna se unió a nuestro andar.

En la cima, la neblina desdibuja los límites de las montañas y un silencio petrificante sosiega el ambiente. Cuatro amantes de la naturaleza sofocados enfrentan su pequeñez ante la magnificencia del bosque. Tras un breve descanso y admirar cimas verde enebro, pino y escabeche cubiertas por un velo grisáceo cada vez más denso, volvemos a la caballeriza al caer la noche.

Exhaustos, disfrutamos una fogata, una charla con el personal de Santa Elena y un par de cervezas. Para respetar tanto a los otros campistas como a la fauna nocturna, la hora de silencio comienza a partir de las 10:00 p. m. Hora de descansar.

En Santa Elena se tienen registradas 258 especies vegetales, entre ellas más de 40 plantas medicinales (anís, laurel, siempreviva y saúco, por mencionar algunas); 178 hongos como el popular y mortífero Amanita

muscaria; cuatro anfibios (rana de las rocas y sapo pinero); 14 reptiles (lagarto cornudo, culebra de agua, salamandra tigre); 17 mamíferos como mapaches, cacomixtles, coyes y venados cola blanca, así como 97 especies de aves que esta mañana saldremos a buscar.

En una caminata en las cercanías de Santa Elena y con Martha indicándonos dónde prestar atención, los primeros gorriones

cejiblancos dejaron ver sus plumas. Les siguieron golondrinas verdemar, una chara copetuda que pronto se perdió entre el follaje, un ocotero enmascarado, zambullidores, un chipre rabadilla amarilla y un ave desconocida que con suerte logré capturar en una imagen un tanto borrosa, pero que tal vez sume una nueva especie a las 97 reconocidas de Santa Elena.

Ante cada canto y cualquier clase de movimiento que nos hiciera voltear, Martha nos compartía su amor y pasión por las aves, pues explicaba a detalle las características de cada especie vista, si se trataba de una hembra o un macho, y qué tan comunes son en la zona.

Entre el canto de las aves, un bosque en extremo conservado, senderos interpretativos y gente comprometida con el cuidado de la naturaleza, pensar en regresar a casa, al encierro, cuesta trabajo, pero haber atendido este llamado de la naturaleza fue más que suficiente para oxigenarse, tener una buena dosis de adrenalina y valorar siempre poder salir a descubrir el mundo. Valió la pena la espera. Después de todo, Martha tenía razón: Santa Elena nos encantó.

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2021-06-01T07:00:00.0000000Z

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