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Un faro de esperanza para la conservación marina

POR CRISTIAN LAGGER

“Como una hoja suelta en una tormenta”,

así me sentía en el caos previo que reinaba horas antes de nuestra expedición. En ese mismo momento suena mi celular y escucho las palabras mágicas de nuestro capitán: “Confirmado, Cristian. Zarpamos mañana con las primeras luces del día”. Había planificado esa expedición durante un año y no diré que no sentí cierto temor al pensar en todas las cosas que podrían salir mal a partir de aquel momento. Sin embargo, cuando giré mi cabeza y observé a todo mi equipo atento a las novedades, como niños que esperan los regalos de Navidad, automáticamente me tranquilicé. Había formado un equipo multidisciplinario de 11 profesionales, entre ellos biólogos marinos, oceanógrafos, buzos científicos, fotógrafos, documentalistas, artistas audiovisuales, educadores y apneístas. Cómo líder de la expedición, confiaba plenamente en cada uno de ellos. Conocía perfectamente sus habilidades, pero, más aún, la fuerte determinación que tenían todos para llevar a cabo el proyecto que nos convocaba: explorar e investigar uno de los ecosistemas más inhóspitos e inexplorados del planeta, los bosques de macroalgas gigantes del fin del mundo.

Tres días antes de zarpar, todo el equipo ya había arribado a Ushuaia. Zarparíamos justamente

desde el puerto de esa ciudad, la más austral de Argentina. Normalmente, los días previos al comienzo de una expedición científica son muy caóticos y yo sabía que esta no iba a ser la excepción. Compras de último momento, puesta a punto de todo el instrumental científico, revisión de los equipos de buceo, carga de víveres y bolsos en los barcos, reuniones con autoridades, solicitud de permisos para zarpar, etc. Nada podía quedar al azar en una expedición en la que 13 personas conviviríamos en dos veleros de 12 metros de eslora durante una semana completa en los confines de la tierra.

Jueves 15 de septiembre de 2022: amanece frío y algo ventoso. Los primeros rayos de sol comienzan a asomarse por detrás de las altas montañas que rodean la ciudad, tiñendo de un naranja rojizo el puerto de Ushuaia. Un paisaje digno de un cuadro impresionista. En el muelle, flotando en un mar bastante agitado, nos aguardan el Ksar y el Pic La Lune, los veleros que serán nuestro hogar por los próximos días. Todos los miembros del equipo estamos listos y cargados de adrenalina. Pasadas las ocho de la mañana soltamos el último cabo de popa que nos retiene al muelle y zarpamos. Mientras avanzamos por el canal Beagle van desapareciendo detrás de nosotros los últimos rastros de presencia humana para darle lugar a uno de los paisajes más salvajes y prístinos que quedan en nuestro planeta. Durante parte del recorrido nos escoltan grupos de delfines australes que surfean las olas que producen los veleros

al avanzar. A lo lejos podíamos ver también los resoplidos de varias ballenas jorobadas que se asomaban a la superficie para respirar. Después de 15 horas de navegación a vela y motor por uno de los mares más fríos e impredecibles de la Tierra llegamos finalmente a nuestro primer sitio de buceo: Punta San Gonzalo, en la península Mitre. Todavía recuerdo perfectamente las caras de asombro de todo el equipo al ver esos paisajes de película, típicos de cualquier episodio de El señor de los anillos. No importaban las olas de agua salada que nos golpeaban en la cara o el cansancio tras una navegación agitada. Ahí estábamos: habíamos llegado a uno de los sitios más australes del planeta. Nuestros veleros parecían dos cáscaras de nueces diminutas flotando en un mar revuelto, rodeados de enormes montañas cubiertas de nieve en sus picos más altos, evidencia de un crudo invierno que aún se sentía en el aire. Sin embargo, nuestros pensamientos estaban enfocados plenamente en lo que pasaba debajo del casco de nuestros veleros. Habíamos ido a explorar “ese” mundo, el que permanece oculto debajo de la delgada línea azul.

Situada en el extremo oriental de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, la península Mitre abarca una superficie aproximada de 350 000 hectáreas. El estrecho de Le Maire la separa apenas 30 kilómetros de la isla de los Estados, donde, entre otras maravillas naturales, se encuentra el famoso faro de San Juan de Salvamento, inspiración para la novela de aventuras

de Julio Verne, El faro del fin del mundo. Prácticamente deshabitada, a excepción de unos pocos puesteros y un destacamento de la armada argentina, la península Mitre es un ambiente tan salvaje como hostil. Azotada por tormentas, vientos impredecibles y corrientes fuertes, sumados a las grandes distancias que la separan de puertos seguros, esta región es una de las latitudes más peligrosas para la navegación. A su vez, la baja visibilidad producida por la neblina o las precipitaciones que esconden de imprevisto sus afiladas costas con rocas sumergidas han convertido este lugar en un gran cementerio lleno de naufragios. Estas duras condiciones han determinado que la península Mitre sea uno de los lugares más inexplorados y poco estudiados del hemisferio sur. El día había amanecido calmado, algo inusual en esa región. Apenas una leve brisa marina que mecía suavemente nuestros veleros de un lado al otro. Podía ver a través de una pequeña ventana cómo la cubierta del barco estaba todavía tapizada de escarcha de la noche anterior. Por suerte, dentro del barco teníamos una estufa que nos abrigaba del frío exterior. Atilio, nuestro capitán, y el primer valiente en incorporarse, rápidamente preparó el desayuno para todos. Aprovechamos el momento para trazar el itinerario del día y programar el primer buceo. En mi cabeza no podía dejar de pensar en lo fría que estaba el agua: nuestro sensor subacuático marcaba 5 °C. Cuando salimos a cubierta, quedé hipnotizado con lo que veían mis ojos. Enormes manchones de bosques de macroalgas gigantes extendían sus frondas (hojas) varios metros sobre la superficie. Se superponían unas con otras para formar una sola alfombra interminable que seguía el dibujo que marcaban las olas. Estábamos flotando, literalmente, sobre “las copas” de enormes bosques sumergidos. Era hora de volar el dron. Conocidos con el nombre de “bosques de kelp”, los bosques de macroalgas submarinos se encuentran entre los ecosistemas más biodiversos y productivos del planeta. Actualmente ocupan 28 % de las costas del mundo, lo que significa que, agrupados en un solo lugar, ocuparían un espacio similar al de los bosques tropicales del Amazonas. De la misma manera que los bosques terrestres, la estructura tridimensional de estos bosques de macroalgas sustenta un elevado número de especies. Brindan refugio y funcionan como zonas de cría, guardería o áreas de desove, promoviendo significativamente el reclutamiento de una gran cantidad de organismos. Estos bosques poseen un altísimo valor debido a su gran biodiversidad y alto porcentaje de endemismos, pero también porque ofrecen servicios esenciales que benefician de forma directa e indirecta a los humanos, incluidos la protección contra las marejadas ciclónicas y el aumento del nivel del mar, el reciclado de nutrientes, la provisión de seguridad alimentaria para comunidades costeras o la recreación turística. Por otro lado, estos ecosistemas de vegetación costera contribuyen a mitigar el cambio climático al almacenar grandes cantidades de carbono orgánico a escala global. Esta capacidad les ha valido el reconocimiento como depósitos de “carbono azul” y, en los últimos años, se han incrementado significativamente los esfuerzos para

La estructura tridimensional de estos bosques alberga una enorme cantidad de especies.

incluirlos en los presupuestos globales de carbono. Las marismas, los manglares y las praderas de pastos marinos han sido señalados como grandes ecosistemas de almacenamiento de carbono; sin embargo, los bosques de algas marinas han sido ignorados en las evaluaciones de este carbono azul, subestimando significativamente el almacenamiento y secuestro de carbono potencial de estos ecosistemas. Actualmente, la incorporación de las algas marinas gigantes en la contabilidad del carbono azul es algo imperativo, sobre todo al considerar que los bosques de algas marinas son ecosistemas que dominan extensas franjas costeras alrededor del mundo.

Una de las principales especies de estos bosques de macroalgas es Macrocystis pyrifera. En Argentina, si bien esta especie se distribuye a lo largo de la costa patagónica, la península Mitre constituye uno de los sitios con mayor concentración de estos bosques. Conjuntamente con M. pyrifera existen otras especies de macroalgas pardas de menor tamaño, como Lessonia flavicans y L. searlesiana, que constituyen la base y la estructura de los bosques de esta región. A escala global, 38 % de los bosques de macroalgas se han reducido en los últimos 50 años. Las causas de esta disminución incluyen el incremento de la temperatura global, olas de calor, sobreexplotación, contaminación, introducción de especies exóticas, alteraciones en las redes tróficas o cambios en las concentraciones de nutrientes en el agua. Sin embargo, investigaciones a escala regional, utilizando series temporales de imágenes satelitales, fotografías aéreas y estudios in situ, no han evidenciado cambios en las últimas décadas en la cubierta del dosel, en la densidad o en la distribución de estos bosques a lo largo de las costas de la península Mitre y sus alrededores.

En un planeta donde la gran mayoría de los ecosistemas marinos está en alerta roja, estas evidencias temporales convierten estos bosques sumergidos en uno de los ecosistemas marinos menos perturbados de la Tierra y, por lo tanto, en un área marina prioritaria para desarrollar planes de conservación.

Previo a la expedición habíamos trazado nuestra hoja de ruta y elegido los posibles sitios de muestreo con base en tres requisitos básicos: 1) debían albergar densos bosques de macroalgas, 2) tenían que estar frente a costas expuestas al oleaje (no en bahías cerradas) y 3) que no hubieran sido estudiados previamente. Estos requisitos eran fundamentales para la originalidad de nuestra investigación. Sin embargo, esto implicaba un alto costo logístico, ya que al muestrear sitios expuestos al mar abierto (y totalmente desconocidos, incluso para nuestros experimentados capitanes) resultaba peligroso quedar fondeados durante la noche y exponerse a posibles cambios repentinos en la rotación o intensidad de los vientos. Por lo tanto, al finalizar los buceos, debíamos navegar por varias horas para retornar al reparo de las bahías más cercanas.

Al llegar a cada sitio de buceo, inmediatamente después de equiparnos, nos lanzábamos al agua como niños que se tiran del trampolín de la pileta del barrio. Saber que esos sitios no habían sido explorados por nadie más nos dibujaba una sonrisa inmensa en la cara. Mi sensación era la de entrar por un portal a una dimensión desconocida, donde el asombro ganaba cada vez más protagonismo conforme descendía. Sentía que podía “volar” entre cientos de columnas formadas por enormes macroalgas de más de 15 metros de altura. Era como hacer tirolesa entre las copas de los bosques tropicales. A medida que seguía descendiendo empezaba a descubrir un fondo minado con invertebrados de todos los tamaños y colores: esponjas tubulares amarillas, colonias de ascidias con forma de almohadones, erizos rojos como bolas de Navidad, estrellas de mar más grandes que la palma de mi mano, cangrejos pequeños asomándose entre las grietas, algas de color rosado que tapizaban las rocas del fondo, etc. La sensación de bucear en esos bosques era mágica, como viajar en una máquina del tiempo, entendiendo que nada ahí había cambiado en cientos de años. No encontramos ningún rastro de presencia humana bajo las aguas. Éramos solo nosotros, privilegiados por haber sido testigos de esas maravillas submarinas.

En la superficie, la planificación y coordinación de la metodología científica es fundamental. Debajo del agua, la comunicación es muy limitada, por lo que antes de cada inmersión teníamos una breve charla grupal para enumerar y detallar cada una de las actividades que debíamos realizar, y el papel de cada uno de los buzos. Básicamente, mi función consistía en descender hasta la profundidad máxima (alrededor de 15 metros), donde comenzaba a desplegar por el fondo una cinta métrica de 20 metros de largo, siguiendo el rumbo trazado con mi brújula de buceo. Una vez que la cinta quedaba firme, retomaba su recorrido y comenzaba a recorrerla para contar las especies de macroalgas y su abundancia a ambos lados de

la cinta. Al mismo tiempo, otro de los buzos documentaba la abundancia de todas las especies de invertebrados que observaba a lo largo de la cinta. Detrás de nosotros, un tercer buzo fotografiaba superficies de 50 por 50 centímetros a los costados de la cinta, para luego estimar densidades por metro cuadrado.

Después de estar sumergido por más de 45 minutos en aguas frías podía sentir cómo mis extremidades comenzaban a entumecerse. Pero aún no habíamos terminado nuestro trabajo, de hecho, todavía teníamos que tomar algunas mediciones de los grampones (“raíces de fijación”) de ejemplares de M. pyrifera. Tomar notas bajo el agua ya de por sí es un desafío, pero hacerlo con los dedos entumecidos es un reto tremendo. Antes de subir definitivamente a la superficie, nos quedaba la pesada tarea de desprender del fondo algunos ejemplares de Macrocystis para luego medirlos y pesarlos en la cubierta del barco. Durante nuestra campaña llegamos a medir ejemplares de M. pyrifera de más de 22 metros de altura y 120 kilogramos de peso húmedo. Estas maniobras de medición y pesaje no eran para nada sencillas, teniendo en cuenta además el espacio reducido de la cubierta del velero y el frío que experimentábamos durante y después de las inmersiones. Esta faena, que repetíamos después de cada buceo que realizábamos, dejaba nuestros dedos de las manos y los pies casi congelados. Sin embargo, también dejaba en nuestros rostros una enorme sonrisa por haber logrado los objetivos propuestos.

En la “oficina” del mar, ningún día es igual al anterior. El último día de muestreo fue uno de esos que nunca se olvidan. Fondeados en el punto más lejano de nuestro recorrido, estábamos literalmente rodeados de inmensos manchones de bosques de macroalgas. Había volado el dron a más de 400 metros de altura y, aun así, no podía abarcar los límites de toda su extensión. El mar estaba tranquilo, pero el viento comenzaba a aumentar su intensidad. Era hora de saltar al agua. A medida que descendía, noté la increíble visibilidad que había en ese lugar: más de 20 metros de agua sorprendentemente clara, algo inusual para la región patagónica. En el momento justo que terminé de desplegar la cinta métrica, noté un rápido movimiento delante mío que llamó mí atención. Al levantar la mirada, me encontré con un pulpo colorado patagónico a pocos centímetros de mi cara. Debo confesar que pensé que

La Isla de los Estados y Península Mitre podrían convertirse en verdaderos refugios de agua fría para esta especie, amenazada por la “tropicalización” de los mares de otras regiones del mundo.

aquel encuentro duraría apenas unos pocos segundos. Estaba equivocado. Lejos de eso, el pulpo permaneció flotando en el mismo lugar, con la misma postura e, incluso, sosteniéndome la mirada. Casi sin pensarlo, extendí la mano con mi palma hacia abajo, como quien se acerca para acariciar por primera vez a un animal que no conoce, en señal de sumisión. En ese mismo momento, el pulpo trepó por mi brazo y se aferró con sus tentáculos a mi muñeca, para no soltarme sino hasta unos pocos minutos antes de terminar el buceo. Quedará por siempre en mi corazón la felicidad de haber vivido un encuentro tan cercano y auténtico con un animal que demostró no tenerle miedo a otro, de mayor tamaño y que con seguridad nunca antes había visto en su vida.

En colaboración con la fundación Por el Mar (PEM), Unplastify, el Instituto de Diversidad y Ecología Animal (IDEA/Conicet) y el Centro Austral de Investigaciones Científicas (CADIC/Conicet), este proyecto de National Geographic Society buscó obtener resultados científicos relevantes, pero también poder comunicarlos más allá de las fronteras del ámbito académico. De esta manera, a lo largo de toda la expedición, nos propusimos elaborar contenido audiovisual y material artístico subacuático para crear empatía y concientizar sobre la importancia de conocer y proteger estos increíbles ecosistemas submarinos. Siento un profundo orgullo por mi equipo, por lo que hemos logrado. Estoy convencido de que todo el equipo supo capturar momentos que ayudarán a proporcionar nuevas y emocionantes formas de ver el mundo submarino, así como motivar a una mayor cantidad de personas para convertirse en verdaderos protagonistas de la conservación de nuestros océanos.

A lo largo de toda la península Mitre y la isla de los Estados se extienden miles de hectáreas de bosques de macroalgas que almacenan grandes cantidades de carbono orgánico, lo que les ha valido la reputación de ser uno de los grandes bastiones naturales para mitigar de forma natural la actual crisis climática. Estos ecosistemas marinos costeros no solo están estrechamente relacionados con las zonas circundantes, sino también con los ecosistemas más profundos. Cuando las macroalgas se desprenden del sustrato, o se rompen en fragmentos más pequeños, son transportadas largas distancias por corrientes superficiales a zonas de mar abierto. Allí, una vez que se hunden, representan una enorme fuente de residuos orgánicos para las comunidades de las profundidades y contribuyen de manera significativa al almacenamiento de dióxido de carbono atmosférico en el océano profundo. Por otro lado, según los modelos predictivos, el sur de Sudamérica se convertiría en uno de los pocos lugares donde el calentamiento progresivo de los océanos sería más lento que en otras regiones del globo. De esta manera, esta región es un verdadero refugio de agua fría para estos bosques sumergidos, amenazados por la “tropicalización” de los mares en otras regiones del mundo.

El 6 de diciembre de 2022, después de tres décadas de trabajo en conjunto con la comunidad local, la legislatura de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, anunció finalmente la declaración de la península Mitre como área

natural protegida. De los 10 000 kilómetros cuadrados protegidos por ley, 6 800 corresponden a la parte marina, que se suman a los 15 483 kilómetros cuadrados de superficie costera protegida ya existentes en Argentina. La reciente declaración del Área Natural Protegida Península Mitre se une a los esfuerzos de conservación marina que ya se han realizado en zonas adyacentes del sur de América Latina, como la declaración de las áreas marinas protegidas Namuncurá/Banco Burdwood, Yaganes y Diego Ramírez-Paso Drake, lo que permite extender este corredor biológico marino que alberga una elevada biodiversidad y constituye una parada obligada para muchas especies que realizan sus migraciones anuales.

En la actualidad, menos de 10 % de la superficie del mar argentino continental está protegido, lo que significa que Argentina aún está muy lejos del 30 % que se propone internacionalmente como superficie mínima protegida para 2030. Con esta reciente declaración, la provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur ha mostrado el liderazgo ambiental que se necesita en estos tiempos de crisis planetaria, al posicionar la península Mitre como un ejemplo de conservación y un faro de esperanza para la protección marina a escala global.

CHINA

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2023-03-01T08:00:00.0000000Z

2023-03-01T08:00:00.0000000Z

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