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Pequeñas maravillas

DANTE LAURETTA ESTÁ SERENO MIENTRAS SE PREPARA PARA LOS 17 SEGUNDOS POR LOS QUE HA TRABAJADO DURANTE LOS ÚLTIMOS 16 AÑOS.

POR MICHAEL GRESHKO

Vistas sin precedentes de los objetos más pequeños del sistema solar arrojan nueva luz sobre los grandes misterios cósmicos.

Lauretta, científico planetario de la Universidad de Arizona, está fascinado ante un monitor que muestra tres vistas simuladas de un objeto rocoso con forma de trompo que flota en un mar de estrellas. Es el asteroide conocido como 101955 Bennu. Lo observa sentado en un taburete metálico dentro de un edificio modesto de Littleton, Colorado. El edificio podría confundirse con una oficina común y corriente, pero las calcomanías de las naves espaciales en las paredes y los rótulos sobre cada cubículo –Energía Eléctrica, Telecomunicaciones, Guía, Navegación y Control– revelan su verdadera función: el centro de mando de una misión en Lockheed Martin Space.

Es la 1:49 p.m. zona Pacífico, del 20 de octubre de 2020. La pantalla muestra a Bennu dentro de un círculo verde que representa la órbita de una sonda espacial de NASA. En menos de tres horas, este emisario robótico intentará descender y tocar Bennu por primera vez con la esperanza de extraer una muestra de polvo y guijarros extraterrestres para traerlos a la Tierra.

Lanzado en 2016, OSIRIS-REx tuvo que orbitar dos veces el Sol para llegar a Bennu, que se encuentra a más de 300 millones de kilómetros en este fatídico día de octubre. Con casi 500 metros

de ancho, este asteroide es el cuerpo celeste más pequeño sobre el que haya orbitado una nave espacial. Su superficie es tan accidentada que al equipo de Lauretta le llevó un año cartografiarla en busca de un lugar seguro para el descenso. Todos estos preparativos deberían hacer que el evento principal de hoy fuera un momento tenso, pero en esta última fase de la misión, que cuesta 1000 millones de dólares, Lauretta parece tranquilo. “La nave está de muy buen humor”, me comenta.

¿Por qué pasar por todo este estrés y esfuerzo por dos kilos de polvo y escombros? Para empezar, los componentes del asteroide se formaron durante los primeros días del sistema solar, hace más de 4 500 millones de años. Estas rocas que muestran indicios de contener carbono representan un archivo prístino de cómo se formaron los planetas y, quizá, de dónde obtuvo la Tierra el material de partida para la vida. “Desde el punto de vista científico, se trata de una mina de oro”, afirma Lauretta.

Pero así como Bennu lleva el material de la creación, también tiene el poder de destruir: está lo suficientemente cerca de la Tierra como para que los astrónomos crean que existe una pequeña pero seria posibilidad –una entre 2 700– de que pueda chocar contra nosotros entre los años 2175 y 2199. Las muestras que traiga OSIRIS-REx podrían ser clave para diseñar la defensa adecuada contra un impacto que liberaría más de dos millones de veces la energía de la explosión de nitrato de amonio que sacudió Beirut hace un año.

En una escala mayor, Bennu y OSIRIS-REx simbolizan dos revoluciones paralelas en la astronomía moderna que transforman las concepciones antiguas del sistema solar. Los telescopios actuales pueden observar más objetos pequeños y poco brillantes que antes, lo que permite a los astrónomos examinar el cielo y determinar la población cósmica que rodea a los ocho planetas. Hace 20 años, los humanos conocían unos 100000 cuerpos celestes del sistema solar. A principios de 2021, se catalogaron algo más de un millón de objetos que orbitan el Sol.

Al mismo tiempo, las agencias espaciales de todo el mundo han desarrollado las herramientas y tecnologías necesarias para visitar y explorar estos mundos, e incluso traer a la Tierra trozos de ellos para estudiarlos más a fondo.

Lo que está en juego está lejos de ser abstracto. La imagen del sistema solar que aprendimos en la escuela parece tener una arquitectura lógica. Pero los astrónomos y los científicos planetarios han sospechado durante décadas que algo fallaba, ya que, por su apariencia, es en extremo difícil explicar cómo Urano y Neptuno pudieron formarse donde orbitan hoy día. Parece que a nuestro hogar cósmico le faltan algunos de los tipos más comunes de planetas que orbitan alrededor de estrellas lejanas. Y hasta 2021, la Tierra es el único puerto conocido para la vida.

Así que, ¿cómo acabó aquí nuestro sistema solar y cómo surgieron sus habitantes?

Durante mucho tiempo, los cuerpos pequeños como Bennu fueron descartados como simples sobras en el proceso de creación de los planetas. Sin embargo, ahora los investigadores saben lo importantes que son estos cuerpos en la búsqueda de respuestas a estas preguntas. Al igual que dicho asteroide, muchos son cápsulas de tiempo, en esencia sin cambios desde el nacimiento de nuestro Sol. Otros también podrían suponer una amenaza para la vida en la Tierra. Al rastrear, visitar y tomar muestras de estos mundos primordiales, por fin tenemos la oportunidad de ver de dónde venimos y, con suerte, evitar que estos objetos destruyan lo que somos.

EL INTERÉS DE LA HUMANIDAD por los cuerpos pequeños –en el lenguaje de los astrónomos, todos aquellos objetos naturales que orbitan el Sol y que no son planetas, planetas enanos o lunas– ha estado presente desde que las personas miran el cielo. Durante milenios, las culturas de todo el mundo han observado los cometas y meteoros visibles en el cielo nocturno, considerándolos presagios importantes.

A inicios del siglo xx, los astrónomos ya habían encontrado cerca de 500 asteroides que orbitaban alrededor del Sol; esto lo consiguieron a partir del descubrimiento de Ceres en 1801. El ritmo de los hallazgos comenzó a acelerarse en los años ochenta y noventa con la mejora de los telescopios. En 1992 se descubrió el primer mundo –además de Plutón y una de sus lunas– más allá de la órbita de Neptuno, lo que confirmó la teoría sobre la zona exterior del sistema solar, ahora llamada el cinturón de Kuiper. Hoy día los astrónomos saben que esta región lejana está repleta de miles –quizá cientos de miles– de cuerpos de hielo.

Pero si hubiera que señalar cuándo comenzó el frenesí por los cuerpos pequeños, una opción razonable sería el 11 de marzo de 1998, cuando el

Centro de Planetas Menores (repositorio oficial de todas las órbitas de asteroides y cometas), con sede en Estados Unidos, emitió un comunicado de prensa un tanto amenazador: un asteroide descubierto el mes de diciembre anterior se acercaría a 42 000 kilómetros de la superficie terrestre en 2028, con una probabilidad mínima de chocar con el planeta.

La historia no tardó en llegar a los titulares de todo el mundo y la noticia impactó a un público cada vez más consciente del daño que podía causar un asteroide. Unos años antes, los geólogos habían identificado el cráter que dejó el asteroide que golpeó la Tierra hace 66 millones de años y acabó con todos los dinosaurios excepto las aves. ¿Era la roca espacial entrante el siguiente asteroide aniquilador?

Los astrónomos se apresuraron a comprobar sus cálculos. Al día siguiente, Don Yeomans y Paul Chodas, del Laboratorio de Propulsión a Chorro de NASA, habían calculado que el asteroide pasaría por la Tierra a una distancia de 960000 kilómetros. Vaya, la crisis se evitó. Sin embargo, las idas y venidas evidenciaron el escaso apoyo para la búsqueda de asteroides letales.

En mayo de 1998, el Congreso de Estados Unidos pidió a NASA que encontrara al menos 90 % de todos los asteroides de más de un kilómetro de ancho que estuvieran a menos de 195 millones de kilómetros del Sol, y que lo hiciera en el transcurso de una década. En julio, NASA designó una oficina para supervisar la búsqueda de asteroides.

Los astrónomos no solo tenían la voluntad política de su lado. También contaban con la tecnología apropiada. A finales de los años noventa, los sensores de las cámaras digitales eran lo suficientemente grandes y sensibles como para superar las engorrosas placas de cristal utilizadas para fotografiar el cielo nocturno durante décadas. De repente, los telescopios podían ver objetos más pequeños, borrosos y lejanos. Y como los nuevos datos llegaban digitalizados, los investigadores podían analizarlos con software, lo que simplificaba el proceso.

Mike Brown, astrónomo del Instituto Tecnológico de California en Pasadena, vio de primera mano lo que ocurrió después. En 2002, él y sus colegas decidieron actualizar con una gran cámara digital el telescopio de 1.2 metros de ancho del Observatorio Palomar de California. Cuando Brown orientó el instrumento hacia el cinturón de Kuiper con la esperanza de encontrar objetos más grandes y brillantes que los pocos centenares conocidos en la región, su equipo empezó a descubrir tantos mundos nuevos que “me pareció que las cosas se caían del cielo”, exclama.

Los descubrimientos de Brown incluían tres objetos con al menos la mitad del ancho de Plutón y uno más grande llamado Eris por la diosa griega de la discordia. Por ello, en 2006, la Unión Astronómica Internacional votó para crear la categoría de planeta enano de la que ahora forma parte Plutón. Desde entonces, los astrónomos han hallado otros objetos más allá de Neptuno y han aprendido lo diversos que son en sus movimientos alrededor del Sol.

Algunos objetos de este frígido popurrí tienen órbitas estables y aburridas que implican que se formaron donde están hoy, como el rojizo Arrokoth, por el que voló la sonda New Horizons de NASA en 2019. Otros se dispersaron en órbitas erráticas por la gravedad de Neptuno, y unos pocos raros tienen órbitas tan distantes y alargadas alrededor del Sol que probablemente no sienten los jalones gravitacionales de ninguno de los planetas conocidos.

Estos pequeños cuerpos “desprendidos” son tan extraños que Brown y algunos astrónomos sospechan que delatan la presencia de un planeta no visible varias veces más grande que la Tierra, el cual acecha a decenas de miles de millones de kilómetros del Sol, fuera del sistema solar.

Sin embargo, para realmente empezar a completar el rompecabezas, el ser humano necesitaba traer piezas del cosmos a la Tierra.

AL AMANECER DEL 6 DE DICIEMBRE DE 2020, el helicóptero de Shogo Tachibana aterrizó en la zona prohibida de Woomera, en Australia, unos 450 kilómetros al norte de Adelaida. Esta húmeda mañana de verano, el lugar sirvió como punto de aterrizaje para una nave espacial que regresaba de un asteroide.

Tachibana, científico de la Universidad de Tokio, estaba con su equipo en Woomera a la caza de la cápsula de 40 centímetros de ancho que por segunda vez en la historia de la humanidad traería polvo prístino y guijarros casi tan antiguos como el propio Sol.

Diez años antes, la Agencia de Exploración Aeroespacial de Japón (JAXA), se había convertido en la primera organización espacial en recuperar una muestra de la superficie de un asteroide. La

misión Hayabusa se encontró con el asteroide 25143 Itokawa en 2005, sin embargo, la maniobra para la toma muestras no salió como estaba prevista. Una cápsula que tan solo llevaba una pequeña cantidad de granos de polvo aterrizó en Woomera en 2010. Su sucesora, la nave espacial Hayabusa 2, partió en 2014 hacia el asteroide 162173 Ryugu, cercano a la Tierra.

En el interior de la nave los ingenieros habían colocado un conjunto de instrumentos científicos, un módulo de aterrizaje, tres rovers, un impactador diseñado para crear un cráter artificial y una cámara desprendible que filmaría la explosión mientras la nave principal se alejaba de su alcance por su propia seguridad. Estos accesorios ayudaron a Hayabusa 2 a conseguir su objetivo final: alinearse en dos ocasiones con Ryugu, disparar

AL VISITAR ASTEROIDES, LOS CIENTÍFICOS ESPERAN APRENDER CÓMO LA SUPERFICIE DE LA TIERRA SE CONVIRTIÓ EN UN OASIS PARA LA VIDA.

una cápsula contra su superficie y recoger los residuos que se esparcieran.

Hoy día, 5.4 gramos de granos y guijarros sorprendentemente oscuros se encuentran en un laboratorio a las afueras de Tokio, los cuales fueron transportados desde el interior de Australia por el equipo de Tachibana. Esta es la primera vez que la humanidad observa de cerca la superficie y el subsuelo de Ryugu; los próximos estudios proporcionarán registros de valor incalculable sobre la historia del sistema solar.

Hasta las misiones como Hayabusa 2, los científicos dependían de los meteoritos que habían caído en la Tierra para ahondar en los orígenes del sistema solar. Algunos de estos fragmentos primordiales indicaban que los asteroides que los arrojaron contenían una cantidad sorprendente de minerales con agua, así como los tipos de química carbonosa que pueden dar lugar a algunos de los componentes básicos para la vida. Pero incluso estos conocimientos extraordinarios tienen una trampa: los meteoritos no son por completo prístinos, ya que llegan a la superficie de la Tierra tras sobrevivir a un descenso ardiente a través de nuestra atmósfera.

Al visitar asteroides en el espacio y tomar muestras de ellos, los científicos podrían ayudar a resolver un misterio constante: ¿cómo fue que la superficie de la Tierra se convirtió en un oasis para la vida a pesar de que el planeta se formó tan cerca del Sol? Ya que se configuró hace más de 4 500 millones de años, el mundo pasó por una juventud abrasadora e infernal. Sin embargo, aquí estamos, nuestro pálido punto azul que chapotea en el espacio como un refugio biológico que depende del agua y el carbono.

Algunas investigaciones sugieren que, a pesar de haberse formado en el sistema solar interior, los componentes básicos de la Tierra naciente podrían haber contenido suficiente hidrógeno como para que se produjera gran parte del agua de nuestro planeta. Sin embargo, los meteoritos y cráteres de impacto en el sistema solar apuntan a otra fuente de hidratación paradójicamente violenta: el bombardeo de asteroides y cometas. Hasta ahora, las misiones que se han enviado a los cuerpos pequeños han proporcionado indicios interesantes sobre el impulso que generaron estos impactos antiguos en la química prebiótica de nuestro planeta.

Los 1 500 granos de Itokawa recuperados por la primera misión Hayabusa muestran que los minerales del asteroide contienen agua químicamente similar a la de la Tierra. Y cuando la misión Rosetta de la Agencia Espacial Europea se convirtió en la primera en orbitar y aterrizar una sonda en un cometa, entre 2014 y 2016, reveló que hasta una cuarta parte de la masa de este cuerpo celeste está compuesta por moléculas orgánicas formadas por procesos no vivientes.

Está claro que los cuerpos pequeños no son actores secundarios en la saga épica de la evolución de la Tierra, sino que se trata de personajes centrales. Pero no podemos pensar solo en términos de su utilidad para la Tierra. En todo caso, las misiones robóticas han puesto de relieve que los asteroides y los cometas son mundos diminutos con terrenos propios. Estos objetos cubren una gama tan amplia de formas, tamaños e historias, “es como

si de repente tuviéramos un millón de nuevos tipos de mundos para explorar”, compara Lindy ElkinsTanton, científica planetaria de la Universidad Estatal de Arizona e investigadora principal de una misión de NASA que busca explorar un asteroide extrañamente reflectante y quizá metálico llamado Psique.

Más allá de su composición, los diversos movimientos de los cuerpos pequeños revelan cuán importantes han sido estos mundos en la conformación del sistema estelar que llamamos hogar.

EL MISMO EDIFICIO DE COLORADO que alberga el control de la misión de OSIRIS-REx contiene la sala cavernosa en la que los ingenieros planean otras misiones de NASA, que incluyen una especie de paleontólogo robótico que pronto viajará hacia Júpiter. Para ver el regreso de esta nave espacial en octubre, me puse mis mejores galas: una mascarilla y un overol resbaladizo de pies a cabeza, diseñado para evitar que mi ropa y mi piel contaminaran cualquier cosa. Hal Levison y Cathy Olkin, científicos del Southwest Research Institute de Boulder, se unen.

Levison y Olkin son los investigadores principal y adjunto, respectivamente, de la primera misión para explorar los asteroides troyanos de Júpiter, dos enjambres de objetos primordiales que guían y siguen a Júpiter en su órbita alrededor del Sol. En opinión de Olkin y Levison, los troyanos son los fósiles del sistema solar, por lo que Olkin sugirió que llamaran a la misión Lucy, en honor al famoso esqueleto de Australopithecus afarensis, un primo lejano del Homo sapiens.

Los ingenieros que construyen Lucy prueban un mecanismo clave durante nuestra visita, para mantener la mirada de la nave fija en sus objetivos durante una serie planificada de sobrevuelos a alta velocidad.

Formamos un arco espaciado alrededor de la plataforma. Se mueve lenta, de manera meticulosa; incluso este pequeño movimiento deleita a Olkin y Levison. “¡Está vivo! ¡Está vivo!”, exclama Levison en broma.

Los troyanos de Júpiter no parecen haberse formado en el lugar, pero es muy difícil entrar en sus órbitas. Si los cuerpos pequeños de hoy día intentaran invadir el territorio de Júpiter de esta manera, lo más probable es que colisionaran con el gigante o fueran dispersados por su gravedad; incluso podrían ser expulsados del sistema solar. Entonces, ¿cómo obtuvo Júpiter su séquito?

En 2005, Levison y sus colegas del Observatorio de la Costa Azul publicaron una hipótesis ahora llamada el modelo de Niza, que postula que el sistema solar comenzó con muchos más cuerpos pequeños, y que Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno se formaron más cerca del Sol. A medida que los cuerpos pequeños jalaban por gravedad a los gigantes gaseosos, las órbitas de los planetas se desplazaron hasta caer en una configuración inestable.

De repente, se cree que los planetas se han tambaleado y desviado, y sus órbitas se abombaron hacia sus posiciones actuales, donde Júpiter capturó a sus troyanos. En la refriega, muchos cuerpos pequeños se dispersaron hacia el interior del Sol o fueron expulsados del sistema solar. Los planetas interiores, que incluyen a la Tierra, pueden haber sentido las secuelas como un aumento de los bombardeos. “Es como si alguien hubiera agarrado al sistema solar desde el principio y lo hubiera sacudido con fuerza”, explica Levison.

Tras su lanzamiento, en octubre, Lucy pasará por una serie de troyanos de 2027 a 2033. El color, la composición, la densidad y los cráteres de los cuerpos deberían ayudar a los investigadores a averiguar cuándo y dónde se formó cada uno de ellos dentro del sistema solar, lo que contribuiría a realizar estimaciones similares para el resto de los troyanos de Júpiter. Estos datos suponen un desafío: para tener una oportunidad de ser correctas, las futuras simulaciones de la formación temprana del sistema solar deben replicar cualquier patrón que Lucy encuentre.

“Esta es la última población estable de planetas menores que no ha sido explorada –afirma Olkin–. Es el momento adecuado”.

A PESAR DE TODO ESTE PROGRESO, los astrónomos saben que apenas empezamos a arañar la superficie de lo que hay allá afuera, y qué ventajas o peligros pueden acechar en la oscuridad.

Cuando el Observatorio Vera C. Rubin comience a funcionar en 2023, en Chile, pasará una década cartografiando el cielo nocturno del sur con un detalle asombroso hasta repetirlo unas 825 veces. Željko Ivezić, astrónomo científico del proyecto, suele comparar el reconocimiento con el rodaje de “la mejor película de todos los tiempos”.

Para finales de 2033 se espera que el Observatorio Rubin aumente de manera drástica el conteo de cuerpos pequeños conocidos. La cifra prevista incluye otros cinco millones de asteroides en el cinturón principal, unos 300 000 troyanos de Júpiter, 40 000 objetos más allá de Neptuno y entre 10 y 100 objetos que pasan por nuestro sistema solar y se formaron alrededor de estrellas alienígenas, que se suman a los dos que los astrónomos han encontrado desde 2017.

Para Michele Bannister, astrónoma de la Universidad de Canterbury, en Nueva Zelanda, los descubrimientos potenciales del Observatorio Rubin provocan asombro. “Básicamente hemos sido los niños en la orilla del mar que recogen unas cuantas conchas y admiran lo hermosas que son –comenta–, y a nuestro alrededor se extiende este vasto océano que de repente será algo que podamos explorar”.

Al cartografiar este mar celestial también se espera encontrar otros 100 000 asteroides cercanos a la Tierra, a menos de 195 millones de kilómetros del Sol, algunos de los cuales pueden ser “potencialmente peligrosos” como Bennu: objetos de más de 150 metros de ancho, con órbitas que los lleven a menos de 7.5 millones de kilómetros de la trayectoria de la Tierra alrededor del Sol. Si algo hemos aprendido de la COVID-19, ya no digamos de las crisis climática y de extinción, es que aquellos sistemas que sostienen la civilización moderna son frágiles. Ahora imaginemos que lanzamos contra ellos una gran roca espacial.

“Obviamente, los asteroides y los cometas cercanos a la Tierra son un problema mucho menos probable comparado con algo como esta pandemia –aclara Amy Mainzer, científica planetaria de la Universidad de Arizona especializada en asteroides cercanos a la Tierra–. Pero... con el tiempo, si esperamos lo suficiente, los eventos improbables... ocurrirán”.

Para proteger a la Tierra de un destino semejante no se requerirá una tripulación de astronautas con armas nucleares, como en las películas. Si los astrónomos pueden prever una colisión con suficiente antelación, se podría lanzar una nave espacial a tiempo para chocar con el asteroide y que su órbita sea inofensiva. En 2022, una misión de NASA construida y gestionada por el Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins probará esta maniobra con una tecnología de defensa planetaria llamada DART. Esta chocará con la luna diminuta de un asteroide cercano a la Tierra a unos 24000 kilómetros por hora, lo que acortará la órbita de esa luna hasta en unos 10 minutos.

Si DART tiene éxito, es posible que en el futuro los humanos tengan que utilizar una versión ampliada de esta maniobra para mantener a Bennu bajo control. Pero antes, pedazos mucho más pequeños del asteroide atravesarán la atmósfera planetaria de manera inofensiva.

SON LAS 4:13 P.M. del 20 de octubre de 2020, y los 17 segundos que Dante Lauretta esperaba desde hace tiempo llegaron y se fueron para su deleite.

Dos minutos antes, él y su equipo recibieron la noticia de que OSIRIS-REx se encontraba a menos de cinco metros de la superficie de Bennu y que el sistema de detección de peligros de la nave espacial le había dado luz verde para continuar. Con una máscara de plástico transparente para mostrar su cara, según los protocolos COVID-19, Lauretta sonríe. Al preguntarle cómo se siente, solo se le ocurre una palabra: “Trascendental”.

Después, Estelle Church, ingeniera de sistemas, confirma que las órdenes que envió se ejecutaron. A millones de kilómetros de la Tierra, esquivando rocas más grandes que casas, OSIRIS-REx recoge su recompensa y se aleja.

La punta del brazo recolector de OSIRIS-REx se llenó tanto de escombros que se atascó y quedó abierta, por lo que el equipo tuvo que apresurarse a sellar el contenedor con fugas. Como resultado, no saben qué tanto de Bennu traerán a la Tierra cuando OSIRIS-REx deje la cápsula en 2023. Pero sospechan que será mucho, y que una mirada más cercana a su química sacudirá nuestra comprensión acerca de nuestros inicios biológicos.

“La probabilidad de que haya vida en otra parte de la galaxia, incluso en el universo, es algo que entenderemos mucho mejor”, sentencia Lauretta.

Estamos hechos de materia estelar, como dice el adagio de Carl Sagan. Pero como productos del sistema solar, también nos podríamos ver como hermanos de Bennu, hermanas de Psique, primos de los cometas y parientes de los asteroides que relatan nuestras historias más profundas. En cierto sentido, nosotros también somos los cuerpos pequeños del Sol: infinitamente diversos y hermosos, portadores de los secretos de la vida misma.

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2021-09-01T07:00:00.0000000Z

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