Escenas de la historia
El máximo líder y dictador soviético, cuyo apellido significa “hecho de acero”, partió de este mundo mirando con pavor a la muerte, hace 70 años.
Por Luis Felipe Brice
2023-03-01T08:00:00.0000000Z
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Editorial Televisa

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SUMARIO
La agónica muerte de Josef Stalin, el “Zar Rojo”. “La tarde de hoy el estado del camarada Josef (Iósif) Stalin ha empeorado y, a las 21:50, ha fallecido”. Tal fue el escueto comunicado oficial con el que se dio a conocer la muerte, a los 74 años, del presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética, el 5 de marzo de 1953. A través de la radio, un locutor fue algo más prolijo al expresar: “El corazón del colaborador y seguidor de la obra de Lenin, el sabio líder y maestro del Partido Comunista y del pueblo soviético, ha dejado de latir”. El deceso había ocurrido en su casa de campo (dacha), a las afueras de Moscú, capital de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, luego de que la noche del 28 de febrero tuviera una reunión con dos de sus más cercanos colaboradores: Lázar Kaganóvich y Kliment Voroshílov. Según una versión no oficial, antes de ir a dormir, Stalin había visto con ellos una película; de acuerdo con otra, habían tenido una fuerte discusión. Lo cierto es que al otro día, primero de marzo, su jefe de seguridad llamó a su habitación sin obtener respuesta, por lo que alertó a los miembros del Presídium del Soviet Supremo. Inmediatamente acudieron a la residencia, además de Kaganóvich y Voroshílov, Viacheslav Mólotov, Lavrenti Beria, Gueorgui Malenkov y Nikita Jrushchov. Este último cuenta que debieron forzar la puerta del aposento, siendo Beria el primero en entrar. “Yo estaba detrás de él. Sobre el piso, vestido con su uniforme de mariscal, yacía Stalin como fulminado […] De pronto la voz de Beria se oyó, aguda, estridente, triunfante: ‘¡El tirano está muerto, muerto, muerto!’. No sé qué oscuro instinto me hizo caer de rodillas, muy cerca de la cabeza de Stalin. Y entonces vi sus ojos, grandes, abiertos, alucinados, que me miraban. No eran ojos de muerto. Eran los ojos de Stalin vivo”. Hasta las 4:30 del 2 de marzo, Malenkov telefoneó al Kremlin, para solicitar la presencia de los médicos, quienes diagnosticaron que Stalin había sufrido una hemorragia cerebral, situación que se agravó al sobrevenirle trastornos respiratorios, sin que las reanimaciones cardiovasculares surtieran efecto alguno. Además, había perdido el uso del habla y tenía paralizados un brazo y una pierna. Fue así como su agonía se prolongó durante varios días. A decir de su hija, Svetlana Alilúyeva: “Mi padre tuvo una muerte terrible y difícil. La agonía fue angustiosa. Se extinguía ante todos. De repente, en el último minuto, abrió los ojos mirando furibundamente a quienes estaban alrededor de su lecho, especialmente a Lavrenti Beria. Aquella era una mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez, y de pavor ante la muerte”. ¿Hecho de acero? Nacido en la ciudad de Gori, Georgia, el 18 de diciembre de 1878, Iósif (Josef) Vissariónovich Dzhugashvili nunca gozó de cabal salud. Su madre, Yekaterina Gueladze, reconocía que “Soso” (como cariñosamente lo llamaban) era débil, frágil, delgado. “Si había una enfermedad, era el primero en contagiarse”. Así pues, durante su infancia padeció sarampión, escarlatina y viruela, quedando en su rostro las marcas características de esta última enfermedad y recibiendo por ello como apodo el “Picado de viruela” (Chopura). Además, había venido al mundo con una condición congénita denominada sindactilia, que en su caso consistía en tener dos dedos del pie izquierdo unidos por una membrana. Por si fuera poco, a los 12 años, fue atropellado por un carruaje. “Las heridas eran tan graves que ‘Soso’ fue ingresado en el hospital […] y tuvo que faltar a la escuela varios meses. Sufrió graves lesiones en las piernas. Años después, ya en el seminario, se quejaba de ‘dolor en las piernas’ e, incluso una vez recuperado, caminaba con paso marcadamente claudicante, rasgo que le haría ganarse otro mote: el ‘Picado de viruela’ se convertiría así en el ‘Cojo’ (Geza). Entonces, más que en cualquier otro momento, debió desear demostrar su fuerza, pero también disfrutaría de la seguridad que le daba el hecho de superar una adversidad tan grande”, refiere el historiador británico Simon Sebag Montefiore en Llamadme Stalin. Fue precisamente esa seguridad la que lo motivó a cambiar en 1912 su apellido por Stalin (“hecho de acero”, en ruso), que definiría su personalidad y conducta como revolucionario, dirigente de partido y jefe de Estado, durante el resto de su existencia. Para colmo, ya de joven y hasta su partida de este mundo, Stalin padeció de neumonía crónica y psoriasis, una molesta e incurable enfermedad dermatológica. El fin del “Zar Rojo” Si bien la salud del denominado “Zar Rojo” (por la sangrienta forma en que ejerció el poder) nunca fue buena, empeoró notablemente al llegar a la séptima década de su vida. “Su memoria comenzó a fallar, se agotaba fácilmente y su estado físico empezó a decaer. Vladímir Vinográdov, su médico personal, le diagnosticó una hipertensión aguda e inició un tratamiento a base de pastillas e inyecciones. A su vez, recomendó al dirigente comunista que redujese sus funciones en el gobierno. Por supuesto, Stalin apreció una conspiración en el consejo médico y no solamente se negó a tomar medicinas, sino que despidió a Vinográdov”, explica el divulgador de la historia español César Cervera en “La agónica muerte de Josef Stalin”. Este deterioro en su salud coincidió con la gran derrota política que sufrió, en octubre de 1952, cuando en el XIX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética se favoreció la postura de su cercano colaborador Gueorgui Malenkov y no la suya con respecto a un tema de política exterior. Como respuesta, el ya para entonces considerado dictador y tirano (comparándolo incluso con su acérrimo enemigo Adolf Hitler), con casi 30 años al frente del gobierno soviético, recrudeció las llamadas purgas, que consistían en perseguir, encerrar en campos de trabajos forzados (gulags) y ejecutar a sus opositores. Entre esos adversarios incluía a los médicos acusados, sin fundamento, de prescribir fármacos inadecuados a pacientes de las élites política y militar, aun él mismo. Así pues, por su presunta participación en un supuesto complot, decenas de galenos fueron objeto de las purgas. Esta nueva oleada represiva sólo pudo frenarla la muerte de Stalin que, según la versión oficial, fue por causas naturales; pero, de acuerdo con otra, se trató de un asesinato cometido por un distinguido miembro de su círculo más cercano: Lavrenti Beria.
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