EL ROSTRO DE LA PERFIDIA
Por José Luis Hernández Garvi
2023-03-01T08:00:00.0000000Z
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Editorial Televisa

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En La Segunda Guerra Mundial
Que un político arribista como el noruego Vidkun Quisling o un caprichoso miembro de la nobleza británica como Oswald Mosley cayeran en manos del fascismo y traicionaran a su país entra dentro de lo posible; no tanto, que lo hiciera un hombre que había llevado la corona de Gran Bretaña, como el duque de Windsor, ni un héroe francés condecorado como el mismísimo mariscal Pétain. Sin duda las oscuras aguas de la traición son tentadoras. En el contexto de un conflicto bélico, donde la independencia de un país puede estar en peligro, el papel ignominioso de los traidores o el de los colaboracionistas con la potencia ocupante simboliza una pérdida de valores que puede afectar gravemente a la moral de resistencia contra el enemigo. Durante la Segunda Guerra Mundial encontramos numerosos ejemplos de personajes de esta naturaleza que todavía avergüenzan las conciencias nacionales de sus países de nacimiento. Sir Oswald Mosley A mediados de la década de los 20, sir Oswald Mosley era un joven y prometedor político militante en las filas del Partido Conservador británico. Hijo de un rico terrateniente de la campiña inglesa y veterano distinguido de la Gran Guerra, se sirvió de un discurso vehemente y populista para, en 1918, llegar al Parlamento inglés en unas elecciones que ganó con facilidad. Crítico con las medidas políticas que el Gobierno de su partido aplicó en Irlanda, que él consideraba demasiado benévolas, se distanció de sus filas para pasar a ser independiente. Partidario del uso de la fuerza contra los nacionalistas irlandeses y desengañado con la actitud de los conservadores al respecto, inició un acercamiento hacia el Partido Laborista donde fue bien acogido sin importar demasiado que sus ideas radicales pudieran resultar en algún momento políticamente incorrectas. Su contundente oratoria y el ímpetu de su juventud hicieron que en algún momento se postulase como posible candidato laborista al puesto de primer ministro. Sin embargo, como era de esperar, las diferencias no tardaron en aparecer y el idilio entre el joven político y los laboristas acabó en ruptura. Mosley quedó fascinado por la ideología y la estética fascista después de un viaje a la Italia de Mussolini. Inspirado por sus mensajes y decidido a encontrar su propio espacio político, en 1932 fundó el BUF (British Union of Fascists, “Unión Británica de Fascistas”), partido de claro corte totalitario muy apartado de las opciones políticas tradicionales que habían dominado la vida parlamentaria británica. El carisma del líder de la nueva formación atrajo a destacados personajes de la vida pública, como fue el caso del magnate de la prensa Lord Rothermere, dueño de cabeceras tan importantes como el Daily Mail y el Daily Mirror, que brindó a Mosley el apoyo de su imperio mediático. El ideario del BUF, de inspiración nacionalista y anticomunista, no descartaba el uso de la violencia contra sus rivales políticos. El partido experimentó en poco tiempo un notable crecimiento hasta alcanzar los 50,000 afiliados. Al mismo tiempo que Mosley radicalizaba su discurso, el BUF asumió la parafernalia exhibida por la Italia fascista y la Alemania nazi con la exhibición de banderas y símbolos en sus mítines y desfiles. Entre sus filas también se formó la Fuerza de Defensa Fascista, una milicia paramilitar del partido creada a imitación de los camisas negras italianos o los camisas pardas del NSDAP hitleriano. En 1936, Mosley cambió el nombre de su organización política por el de British Union of Fascists and National Socialists (Unión Británica de Fascistas y Nacionalsocialistas), siglas que no dejaban lugar a duda sobre cuáles eran sus pretensiones. Un año después pasaría a ser llamado British Union (Unión Británica), al mismo tiempo que su líder estrechaba vínculos personales con los nazis: en 1936, Mosley contrajo matrimonio con su segunda esposa en la residencia personal de Joseph Goebbels, ministro de propaganda del régimen nazi. A la ceremonia acudió Hitler como invitado. Los jerarcas nazis siempre vieron al líder fascista británico como un aliado que les podía resultar muy útil en sus planes para hacerse con el control de toda Europa. Sin embargo, los incidentes protagonizados por los Blackshirts y los vientos de guerra que empezaron a soplar en el continente hicieron que su formación perdiera apoyo popular. Al comienzo de la contienda, y ante el temor de que los militantes de la Unión Británica, con su líder al frente, pudieran actuar en contra del gobierno británico, Mosley fue detenido junto a los miembros de la directiva del partido y muchos de sus militantes al amparo legal de la Regulación 18B de Defensa, norma que permitió la suspensión de derechos fundamentales en tiempo de guerra y facilitó su internamiento. Aunque era sospechoso de traición, la justicia británica no presentó cargos contra Mosley y al término de la Segunda Guerra Mundial fue puesto en libertad. Considerado por muchos como un traidor, en la década de los 50 intentó relanzar su movimiento con escaso éxito. Partidario de una Europa unida bajo una sola bandera que rechazase la llegada de extranjeros de fuera de sus fronteras, falleció el 3 de diciembre de 1980 en Orsay, a las afueras de París. Las amistades peligrosas del duque de Windsor La figura polémica del duque de Windsor fue desde muy joven una fuente constante de problemas. El hijo mayor de Jorge V, inmaduro y mujeriego incorregible, estaba destinado a suceder a su padre, pero nunca se mostró muy entusiasmado con la idea. Cuando llegó el momento y se convirtió en el rey Eduardo VIII planteó una crisis constitucional al manifestar su deseo de contraer matrimonio con su amante Wallis Simpson, una divorciada norteamericana que había conquistado su corazón. Decidido a continuar adelante con su amor, Eduardo optó por abdicar sin llegar a ser coronado y después de un reinado de apenas 325 días. Liberado de las responsabilidades y obligaciones ligadas a la Corona, el duque de Windsor inició a partir de entonces una vida ociosa al lado de Wallis, a la que convirtió en su esposa. Sin embargo, en vez de mantenerse en un discreto segundo plano alejado de cuestiones políticas, su personalidad inestable le llevó a tomar una serie de decisiones equivocadas que afectaron gravemente a la imagen de la familia real británica en medio de un periodo convulso para su país. En contra de la opinión manifestada por el gobierno británico, el duque de Windsor y su esposa aceptaron en octubre de 1937 la invitación para viajar a la Alemania nazi, donde fueron recibidos con honores de jefe de Estado. La pareja fue agasajada por los principales jerarcas del régimen y recibida en audiencia por el propio Hitler en el Berghof, su refugio de alta montaña situado en los Alpes Bávaros. En las imágenes de aquellos días la pareja aparece sonriente y en algún momento Eduardo devolvió el saludo de sus anfitriones con el brazo en alto. Aunque la visita no tenía carácter oficial, fue aprovechada por las autoridades nazis para mostrar ante el mundo las simpatías que el duque de Windsor sentía por su ré gimen. Aunque la figura del que había sido rey de Inglaterra fue claramente utilizada por la propaganda nazi para sus siniestros fines, lo cierto es que Eduardo nunca ocultó su admiración por los logros alcanzados por Adolf Hitler. Defensor de la vergonzosa política de apaciguamiento que apoyaron destacadas figuras políticas británicas, la amenaza del comunismo reforzó sus opiniones favorables sobre los nazis, que albergaron la esperanza de restituir en el trono a un rey dispuesto a permitir un régimen fascista en Gran Bretaña. Las declaraciones y gestos de la pareja en Alemania provocaron la indignación de un amplio sector de la población británica y un nuevo quebradero de cabeza para el Gobierno. En un intento por alejarse del foco de atención, el duque de Windsor y su esposa se instalaron en Francia. El estallido de la Segunda Guerra Mundial los sorprendió ahí, y ante el avance de las tropas alemanas atravesaron España antes de llegar a Portugal, donde fijaron su residencia. Preocupado por la seguridad de sus mansiones en París y la Costa Azul, Eduardo solicitó a las autoridades de ocupación alemanas que pusieran guardias para vigilarlas, petición que fue atendida. Mientras la pareja permaneció en Lisboa se extendieron rumores que les acusaban de haber filtrado a espías alemanes información sensible sobre planes militares británicos. Sus contactos con simpatizantes nazis y la publicación de declaraciones comprometedoras colmaron la paciencia de Churchill, que amenazó al duque de Windsor con someterle a un consejo de guerra si no regresaba inmediatamente al Reino Unido. Su salida precipitada frustró las intenciones alemanas, que habían diseñado un plan para secuestrar a Eduardo en suelo portugués. El duque de Windsor fue enviado entonces a las Bahamas para ocupar el cargo de gobernador del archipiélago, con la esperanza de que en ese apartado destino dejaría de crear problemas. Sin embargo, su presencia estaría rodeada de polémica desde el momento de su llegada. Eduardo se sintió humillado y alentado por su esposa, manifestó su desagrado por la decisión política que le había llevado hasta lo que consideraba una colonia de tercera categoría poblada por nativos indolen tes. Al mismo tiempo, siguió concediendo entrevistas en las que defendía la figura de Hitler mientras pedía al presidente Roosevelt que ejerciera de intermediario entre Alemania y Gran Bretaña para alcanzar la paz. Ignorada por casi todos y despreciada por muchos, al terminar la guerra la pareja usó muchos de sus privilegios para llevar una vida despreocupada entre París y Nueva York. En esos años se llevó a cabo una campaña oculta para borrar pruebas comprometedoras de su incómodo pasado mientras el duque de Windsor intentaba lavar su imagen declarando que nunca había defendido a los nazis, mientras en privado comentaba con alguno de sus más allegados que “Hitler no había sido un mal tipo”. El mariscal Pétain: el traidor a Francia Al principio de la Segunda Guerra Mundial nadie podía imaginar en Francia que el mariscal Philippe Pétain, “el vencedor de la Batalla de Verdún”, el héroe que había salvado a la República en la Gran Guerra, se iba a convertir en un traidor a la nación. Pétain era una figura muy admirada y popular dentro de su país. Había ocupado varias puestos ministeriales en distintos gobiernos y la posición de embajador ante el régimen de Franco. Su imagen pública de venerable anciano y héroe de Francia era querida y respetada por sus compatriotas, aunque en los últimos tiempos sus opiniones políticas se hubieran acercado peligrosamente a los postulados defendidos por los regímenes fascistas. París fue ocupado el 14 de junio de 1940 por las tropas alemanas, que desfilaron por los Campos Elíseos ante las miradas incrédulas y bañadas en lágrimas de los habitantes de la capital. El ejército francés, considerado el más poderoso de su tiempo, poco pudo hacer ante el ímpetu ofensivo de las divisiones panzer. El Gobierno de la República se refugió en la ciudad de Burdeos, en un intento desesperado por mantener cierta apariencia de resistencia. Muchos de sus integrantes eran partidarios de un armisticio, entre ellos el primer ministro Paul Reynaud y destacados mandos militares como Pétain. Ante la situación dramática que atravesaba el país, el presidente Albert Lebrun decidió entregar las riendas del poder al viejo mariscal con el consenso de los presidentes de las dos cámaras legislativas. Pétain no dudó en aceptar la responsabilidad y una de sus primeras medidas fue anunciar la solicitud de un armisticio que fue aprobado por el consejo de ministros y el presidente de la República antes de firmarse el 22 de junio de 1940. Una semana después, el Gobierno se instaló en la ciudad de Vichy, en la zona de Francia no ocupada por los alemanes. La decisión de trasladar allí todo el aparato del Estado francés se tomó por las infraestructuras de comunicaciones y los establecimientos hoteleros que podían albergar a las sedes de los ministerios y organismos oficiales. De esta forma, la ciudad balneario se convirtió en capital de la que fue llamada Francia de Vichy, Estado títere al servicio de los nazis y en el que Pétain ejerció como jefe de Estado. Desde un primer momento se instauró el culto a la personalidad del mariscal, al mismo tiempo que se adoptaban medidas propias de un Estado totalitario como la suspensión de derechos y libertades. Aunque no se puede decir que la Francia de Vichy fuera un aliado de Alemania, sí se puede afirmar que colaboró estrechamente con los nazis con la excusa de mantener la independencia del país. Hitler intentó profundizar en este acercamiento y que ambas naciones fueran aliadas, pero no consiguió convencer a Pétain en la entrevista que ambos mantuvieron el 24 de octubre de 1940 en Montoire. Mientras se producían estos acontecimientos, el régimen de Vichy siguió dando firmes pasos en su camino hacia una dictadura. Con independencia de las órdenes emanadas desde Berlín, el Gobierno colaboracionista empezó a perseguir a comunistas, masones, judíos y opositores en general, medidas que contaban con la aprobación de Pétain. Se calcula que 150,000 judíos franceses fueron deportados por las autoridades de Vichy a campos de concentración de los que la mayoría no regresó. De la misma forma, el mariscal eludió las críticas a los abusos de los nazis en suelo francés, mientras condenaba expresamente las acciones de la Resistencia o los bombardeos aliados sobre ciudades galas. La Milicia Francesa, fuerza paramilitar creada en 1943, participó activamente en la represión de sus compatriotas, al mismo tiempo que miles de voluntarios franceses combatían a los rusos junto a las tropas alemanas en el frente oriental. Cuando la derrota nazi era inminente, Pétain fue trasladado en contra de su voluntad a la ciudad alemana de Sigmaringen, donde fue internado. Desde allí siguió lanzando mensajes al pueblo francés, en los que no dudaba en presentarse como “Jefe Moral de Francia”. Ante el fin del Gobierno de Vichy y el colapso del régimen que lo había sostenido, el mariscal se entregó a las nuevas autoridades francesas el 26 de abril de 1945. Se planteó entonces el problema de cómo se debía tratar el caso de un traidor que había sido héroe de Francia. Pétain fue encerrado en la fortaleza de Fort du Portalet, en los Pirineos, a la espera de juicio. El proceso se inició el 23 de julio de 1945 y en la primera jornada el anciano mariscal afirmó haber colaborado secretamente con De Gaulle y declinó cualquier responsabilidad en los crímenes del régimen colaboracionista. En la sala pudieron oírse numerosos testimonios en su contra y durante las sesiones se negó a contestar a las preguntas de la acusación. El juicio terminó el 15 de agosto y Pétain fue declarado culpable de alta traición y condenado a muerte, pena que le fue conmutada por la de cadena perpetua debido a su avanzada edad. Como penas secundarias sufrió la “degradación nacional” y confiscación de sus bienes, aunque se le permitió conservar su dignidad de mariscal de Francia. Encarcelado en el Fort de la Citadelle, en la Isla de Yeu, su salud comenzó a resentirse al mismo tiempo que manifestaba síntomas evidentes de demencia senil. En junio de 1951 se autorizó su salida de prisión por razones humanitarias y el 23 de julio falleció en su residencia familiar. Hasta tiempos recientes su tumba en el cementerio de Yeu siempre tuvo flores frescas y en la actualidad sigue siendo lugar de peregrinación para aquellos nostálgicos de un régimen político que avergonzó a Francia. Quisling, sinónimo de traición Menos conocido que otros traidores de la Segunda Guerra Mundial, Vidkun Quisling escribió una de las páginas más oscuras de la historia reciente de Noruega. Hijo de un estricto pastor luterano, militar disciplinado, diplomático brillante y hombre poseedor de una gran cultura, desde muy joven parecía destinado a ocupar un puesto destacado en la vida política de su país. Durante los años 20 y principios de los 30 adquirió gran experiencia en relaciones internacionales durante sus estancias en Gran Bretaña, Francia y sobre todo Rusia, viajes que le permitieron conocer de primera mano los cambios convulsos que se estaban produciendo en el continente. Atraído al principio por el comunismo, llegó a ofrecer a sus dirigentes noruegos la información que el Estado Mayor del Ejército disponía sobre ellos. Implicado en una oscura operación de contrabando de rublos, Quisling reunía los rasgos de un oportunista que sabe sacar ventaja de las dificultades de otros mientras se presentaba ante los demás como un idealista comprometido y dispuesto a cambiar las cosas. En este sentido, todo apunta a que consiguió sacar de la Rusia bolchevique una colección de valiosas obras de arte con las que traficó en Europa para hacer fortuna. A su regreso a Noruega, Quisling se mostró desencantado con el comunismo y empezó a dar forma a un proyecto político de corte totalitario. En sus escritos defendió la formación de “un gobierno fuerte y justo”, con toques racistas y xenófobos, que pudiera defender al país de injerencias comunistas. Nombrado ministro de defensa en el Gobierno del Partido Agrario presidido por Peder Kolstad, envió tropas para sofocar los conflictos laborales que paralizaban Noruega. Ante las críticas recibidas desde ciertos sectores de la izquierda por su desproporcionada reacción, Quisling sugirió la formación de una milicia armada que pudiera actuar a las órdenes de las autoridades al margen de las fuerzas del orden y el ejército. En 1934, Quisling ya no ocultaba sus simpatías hacia el fascismo. Líder del partido NS (Nasjonal Samling, “Unidad Nacional”), formación política que en su programa de clara ideología antisemita denunciaba la existencia de una conjura judeo-marxista, empezó a ser conocido como “el Hitler noruego”. A pesar del despliegue de una campaña populista que atizó los miedos de la población, el NS nunca dejó de ser una fuerza minoritaria que no obtuvo el respaldo masivo de los votantes. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el político noruego entró en contacto directo con los nazis, reuniéndose en persona con Hitler, al mismo tiempo que facilitaba a los agentes alemanes información sobre las defensas y planes de contingencia previstos por el Ejército de su país. La intervención aliada en Noruega adelantó los acontecimientos al provocar la invasión alemana. En Berlín todos creían en la caída inminente del Gobierno noruego, paso previo a la captura de sus miembros y del rey Haakon VII. Sin embargo, para sorpresa de todos se encontraron con la firme resistencia de las máximas autoridades del país, que refugiados en la localidad de Elverum se negaron a abandonar sus puestos. Fue entonces cuando Quisling planteó a sus amigos nazis la posibilidad de un golpe de Estado. La idea recibió el visto bueno y comenzaron a darse los primeros pasos en ese sentido. Con el apoyo de las tropas alemanas que habían tomado Oslo, Quisling pronunció un discurso radiado a la nación en el que acusó al Gobierno legítimo de haber huido. Después anunció la formación de un nuevo gabinete presidido por él y revocó la orden de movilización general contra el invasor. Sin embargo, las órdenes de detención dictadas contra el gobierno y el rey no se ejecutaron. Apremiado por los alemanes, Quisling se reunió en Elverum con las autoridades legítimas del país para convencerlas de que depusieran su actitud. Sin embargo, el encuentro se zanjó con una negativa y este fracaso hizo que el traidor cayera en desgracia ante sus amos alemanes. Cuando se consolidó la ocupación nazi de Noruega, Quisling demostró su capacidad de supervivencia y resurgió de sus cenizas para ponerse al frente de un Gobierno títere y colaboracionista bajo la apariencia de cierta independencia. El NS (Nasjonal Samling) lideró un régimen de partido único y miles de voluntarios noruegos se alistaron en las SS, donde fueron bien recibidos por cumplir con los estándares nórdicos de la raza aria. En esa misma línea, Quisling endureció la persecución contra los opositores políticos y los disidentes de su propio partido. También miró hacia otro lado cuando se produjeron las primeras detenciones de judíos por parte de las autoridades de ocupación, que en estas operaciones siempre contaron con la colaboración de funcionarios noruegos. Sus medidas dictatoriales eran cada vez más rechazadas por la población, mientras los alemanes veían en él a un político sin carisma en el que no se podía confiar plenamente por su incapacidad para resolver problemas. Aislado con sus propias convicciones, Quisling visitó a Hitler en los últimos meses de la guerra para manifestarle su compromiso de ayuda hasta el final. Por otro lado, consciente de la derrota nazi, intentó lavar su imagen adoptando una serie de medidas para mitigar las consecuencias de sus errores. Quisling y los ministros de su Gobierno se entregaron a la policía y a los representantes de la resistencia noruega el 9 de mayo de 1945. Trasladado a la fortaleza de Akershus en Oslo, el juicio contra él comenzó el 20 de agosto. Quisling tuvo que hacer frente a una larga serie de cargos penales que iban desde la conspiración para dar un golpe de Estado a su participación en la “solución final” aplicada por los nazis en Noruega, sin olvidar las acusaciones de asesinato, robo y malversación de fondos públicos. La estrategia de su defensa se basó en el débil argumento de que todo lo hizo por la prosperidad de su país en tiempos difíciles. El 10 de septiembre de 1945, Quisling fue declarado culpable de los delitos más graves y condenado a muerte. El político fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento en el patio de la fortaleza de Akershus en la madrugada del 24 de octubre de 1945. Su apellido pasaría a la historia como sinónimo de traidor.
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