Galería de la infamia

Por Alberto de Frutos

2023-03-01T08:00:00.0000000Z

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Editorial Televisa

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La Hazaña (casi) Imposible De Sobrevivir A La Guil

Traidores y conspiradores de toda índole son celebrados con alabanzas y monumentos por todo el mundo. ¿Cómo es posible? Porque, en el fondo, las fronteras entre traición y patriotismo son a veces muy sutiles, y los malos de aquí son los buenos de allá. Cerramos el círculo de los antihéroes con un tótum revolútum de distintos tipos y sus circunstancias. Desde la creación del Estado de Israel en 1948, dos personas han sido condenadas en ese país a la pena capital: uno, el criminal de guerra Adolf Eichmann (en 1962); el otro, el capitán de las Fuerzas de Defensa Meir Tobianski, acusado de traición el mismo año de 1948. Tras un consejo de guerra solventado en apenas 45 minutos, un pelotón de fusilamiento ultimó al reo, víctima de un error del jefe de la inteligencia militar Isser Be’eri: este, en las tensiones de la guerra árabe-israelí, o de la Independencia, se equivocó de espía. Un año más tarde, Tobianski fue rehabilitado y su cuerpo sepultado con todos los honores. Su viuda, al menos, pudo consolarse con ese reconocimiento póstumo, ya que no siempre la justicia acierta a restaurar el nombre de los inocentes que han sido tildados de traidores. Y es que, al fin y al cabo, la historia la escriben los vencedores, y son estos también quienes reparten las culpas y los laureles. ¿Traidor o héroe? ¿Quién podría decirlo en el caso de Mordejái Vanunu? En 1986, este ingeniero, nacido en Marruecos en el seno de una familia judía ortodoxa, reveló al diario The Sunday Times los entresijos del programa nuclear israelí, que conocía de primera mano gracias a su trabajo en el Centro de Investigación Nuclear del Néguev, cerca de Dimona. Cuando empezó a “cantar” ante la prensa y difundió las fotografías que había tomado en esas instalaciones, el Mossad organizó una de esas operaciones como de película a la que nos tiene acostumbrados: lo secuestró en Roma y lo facturó a Israel en barco. Juzgado por traición y espionaje –“No soy ni un traidor ni un espía, sólo quería que el mundo supiera lo que está ocurriendo”, señaló– fue sentenciado a 18 años de prisión (y gracias, porque sus “delitos” le podían haber conducido al patíbulo). Desde su puesta en libertad en 2004, Vanunu ha soportado la segunda parte de su penitencia, ya que no puede abandonar el país y vive bajo la permanente vigilancia de las autoridades. A la inversa, citaremos el nombre de otro espía, en este caso un “amigo”, a quien le sienta como un guante la pregunta anterior, ¿traidor o héroe? Para Estados Unidos, Jonathan Pollard sería lo primero; para Israel, obviamente, lo segundo. En los años 80, este analista texano trabajaba en la ATAC, un organismo que se ocupa de analizar las amenazas exteriores contra su Armada, cuando fue reclutado por un veterano de la Fuerza Aérea Israelí. A cambio de considerables sumas de dinero, Pollard facilitó información sobre redes de vigilancia electrónica, por lo que fue condenado a cadena perpetua en 1987. Desde hace un par de años, reside en Israel, que le concedió la ciudadanía cuando aún estaba entre rejas, y es una voz muy respetada en su pueblo, hasta el punto de que el mismo Benjamín Netanyahu lo recibió a pie de pista en el aeropuerto de Tel Aviv cuando dejó atrás Estados Unidos. Complot en Corea El precio que los traidores pagan por sus actos depende del sistema judicial de cada país y, en algunos casos, de que ese sistema sea independiente y no esté sometido a otros poderes. En 2013, los medios occidentales se hicieron eco de la ejecución en Corea del Norte de Jang Song-thaek, tío del Líder Supremo Kim Jong-un, víctima de una purga en el país más hermético del mundo. Ejecutado por traición, la Agencia Telegráfica Central de Corea (KCNA) le atribuyó todo tipo de excesos, como su participación en orgías o el consumo de drogas, si bien su muerte coincidió con la de otros altos cargos del partido, que, al igual que él, habrían exhibido su disidencia. La KCNA no escatimó críticas contra Jang, a quien calificó de “despreciable escoria humana” por traicionar “la profunda confianza y el más cálido amor paternal mostrado por el Partido y por el Líder”. Muchas décadas antes, en 1905, cuando Corea era un Estado unido, aunque en la órbita del Imperio japonés, se produjo un claro episodio de traición que implicó la pérdida de la soberanía del país y, poco después, su anexión por el emperador Mutsuhito. En efecto, el Tratado de Eulsa, que entró en vigor el 17 de noviembre de 1905, no habría sido posible sin el concurso de cinco ministros pro-japoneses que dieron la espalda a su nación y permitieron que el enemigo empezara a controlar la política exterior y el comercio de la península, pese a la oposición del emperador Gojong. La herida sigue abierta en Corea, que, en pleno siglo XXI, ha activado diversos comités para saldar cuentas con los colaboradores de los japoneses en el pasado, los llamados chinilpas. Sin ir más lejos, los descendientes de los cómplices del asesinato de la emperatriz Myeongseong, la mujer de Gojong, han visto, incluso, cómo se les confiscaban sus tierras. El colaboracionismo es un lastre no menos costoso para la memoria de China. La figura de Wang Jingwei, que sobrevolaba la cinta taiwanesa de Ang Lee Deseo, peligro, sobre el gobierno nacionalista títere de Nankín, es la más controvertida. ¿Qué llevó a ese hombre a confraternizar con el invasor al que había combatido tiempo atrás? Quizá cierto pragmatismo –estaba convencido de que los japoneses ganarían la guerra– y, cómo no, su simpatía por los regímenes fascistas (no en vano, Franco fue uno de los pocos líderes que reconoció su régimen, en julio de 1941). Su condena fue póstuma, pero inmediata: fa llecido en un hospital de Nagoya en 1944, lo enterraron junto al mausoleo de Sun Yat Sen, el padre de la China moderna, pero, tras la debacle de Japón, su tumba fue destruida con explosivos, su cuerpo quemado y sus cenizas esparcidas al viento. Edad Moderna, viejas costumbres Cada nación, a la postre, debe lidiar con sus propias sombras y fantasmas, desde nuestro Don Julián hasta el samurái japonés Akechi Mitsuhide, quien, en 1582, asaltó el templo de su señor, el daimyō Oda Nobunaga, en Kioto, y lo forzó a cometer seppuku, esto es, a suicidarse abriéndose el vientre. Al grito de “¡El enemigo aguarda en Honnō-ji!”, Akechi rompió su juramento de lealtad, ya por ambición personal, ya porque culpara al señor de la muerte de su madre años atrás. En cualquier caso, el samurái sobrevivió al daimyō sólo unas semanas, y su caída en la batalla de Yamazaki nos impide perfilar sus verdaderas motivaciones. Porque una cosa está clara: concretar las intenciones de los traidores no es tarea fácil, especialmente cuando las pistas se han diluido con el correr de los siglos. ¿A qué obedece que personajes que habían seguido una trayectoria sin equívocos cambien de bando y respalden a sus otrora enemigos? Ese fue el caso, en otras latitudes, del mestizo brasileño Domingos Fernandes Calabar, cuyas andanzas se desenvolvieron allá por el siglo XVII, cuando la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales se introdujo en Brasil para comerciar con esclavos y conquistó la colonia portuguesa de Salvador de Bahía –hay que recordar que, desde 1580, Portugal y España constituían una unión dinástica–. Ciertamente, la Jornada del Brasil de 1625 restituyó el dominio del Imperio español, pero los neerlandeses insistieron en su acoso y acabaron tomando Pernambuco en 1630. En ese contexto, Fernandes Calabar apoyó con sus emboscadas a los lusos, pero, a partir de 1632, y por motivos que se desconocen, se ofreció al almirante holandés Jan Lichthart y facilitó su avance desde Río Grande hasta Recife. Al final, las tropas portuguesas apresaron al traidor, que fue agarrotado, des cuartizado y exhibido en una plaza pública para enseñanza de quienes pensaran seguir sus pasos. Ahora bien, como sucede con otros traidores de su abolengo, a Fernandes Calabar no le faltan defensores; en 1933, vio la luz A reabilitação histórica de Calabar, del historiador Francisco de Assis Cintra, y el presbítero holandés Frans Leonard Schalkwijk ha tratado de desentrañar las razones de la desafección en un documentado estudio, Por qué, Calabar? O motivo da traição. Todo por el dinero “¿Lo ves? ¡Yo tenía razón! Lo que era traición para mí hace treinta años, ahora es patriotismo”, dijo Aaron Burr, el político que mató en un duelo a Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos. Denigrado e insultado por la mayoría, una asociación defiende su buen nombre e, involuntariamente, nos recuerda que el bien y el mal absolutos son muy inusuales. Incluso cuando el vil metal –las 30 monedas de plata– se asoma como el motor de la infamia, aparece la conocida escala de grises. ¿Vendió Judas a Jesús para salvar a Israel?, se preguntó el profesor de filosofía Nicola Grimaldi en El libro de Judas. ¿O qué decir del “cobarde” Robert Ford, que mató al jefe de su banda de forajidos, el célebre Jesse James, para cobrar una recompensa de 10,000 dólares y obtener el indulto de las autoridades? Visto el historial de James, el juicio de sus contemporáneos podría haber sido un poco más benévolo con Ford, pero nada de eso: la víctima fue glorificada como una especie de Robin Hood y su asesino vejado en los famosos museos de 10 centavos, donde narraba la historia del asesinato a su conveniencia –no decía, por ejemplo, que había atacado a su amigo por la espalda– y posaba para fotografías con el pie: “El hombre que mató a Jesse James”. Así hasta que un tal Edward Capehart O’kelley le dio un tiro en el cuello y entonces se convirtió en “el hombre que mató al hombre que mató a Jesse James”. De espionaje se ha hablado largo y tendido, y, como se ha alegado, el dinero suele doblegar las voluntades más férreas. La del coronel Alfred Redl era más bien laxa. Tras ascender a la cúspide del contraespionaje en el ya moribundo Imperio austro-húngaro, empezó a trabajar para los rusos. En principio, claudicó por un chantaje, tras la amenaza de que divulgarían su condición homosexual ante sus superiores, pero pronto esa espada de Damocles pasó a segundo plano, y Redl no dudó en ampliar la lista de sus clientes entre franceses e italianos, con tal de acumular más y más riquezas y entregarse a sus placeres. Desenmascarado en 1913, se suicidó tras redactar una breve confesión que cerró con esta despedida: “La pasión y la ligereza me han destruido. Pago con mi vida por mis pecados. Rezad por mí”. Traición cultural A la vista de todas estas reflexiones, podría decirse que hay tantas traiciones como causas (y quizá como seres humanos), pero conviene especificar que la traición requiere de voluntad. Sin duda, la coerción invalida la responsabilidad, por lo que no cabría hablar de traición en el caso de los confederados negros que sirvieron en las filas del ejército del Sur –la mayoría como mano de obra, ya que la Confederación no los aceptó como soldados hasta marzo de 1865, cuando la guerra estaba terminando–, ni, por

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