La traidora romana Tarpeya fue castigada por los beneficiarios de sus acciones, los soldados sabinos.
2023-03-01T08:00:00.0000000Z
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Editorial Televisa

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Alcibíades, Emístocles, Hipias, Demarato, Pausania
los plebeyos ya tenían a su líder perfecto. El respaldo popular fue tal que, como muestra de apoyo, el pueblo se vistió de luto y se dejó crecer la barba en señal de protesta. Ego me patronum profiteor plebis, llegó a decir Marco Manlio Capitolino, según nos cuenta Livio en su Historia de Roma: “yo me proclamo patrono de la plebe”. Pero la élite romana, temerosa de que la revolución en ciernes terminara por derrocar al gobierno patricio, lo llevó a juicio por traición. El desafío al Senado romano y al patriciado se saldó con una condena a praecipitatio: lanzado al vacío desde la Roca Tarpeya. La conjura de Catilina El caso de Manlio guarda ciertas similitudes con un amago de revolución sucedido trescientos años más tarde. La célebre conjura de Catilina, en la que ese aristócrata –cuyo linaje, aseguraba, se remontaba a los primeros fundadores de Roma– quiso pasar también por aliado del pueblo para erigirse en mandatario único. En el año 63 a. C., Lucio Sergio Catilina se encuentra sumergido en un mar de deudas. ¿El motivo? Durante dos ocasiones había optado sin éxito al cargo de cónsul. Pero la campaña electoral –exitosa o no– exigía en aquella época fuertes inversiones de dinero. Y dos fracasos seguidos dejaron maltrecha la economía de Catilina. Como, por otro lado, la de tantos romanos de la época, que figuraban en las temidas listas de morosos. En un alarde populista, Catilina prometía cancelar todas las deudas –gran afrenta para los terratenientes– y, también, eliminar a la clase dirigente e, incluso, incendiar la ciudad entera. Pero enfrente se encontró a un rival de la talla de Cicerón. Gran orador que se encargó de dejar para la posteridad un retrato de Catilina que lo convierte en el paradigma del villano. El revolucionario dispuesto a todo para asegurarse su cuota de poder. Célebres son sus Catilinarias, los discursos que pronunció en el Senado, donde puso en evidencia los planes de Lucio Sergio Catilina. Cicerón contaba con buena información: había entre las filas del ejército que Catilina logró reunir en Etruria, traidores dispuestos a vender a su jefe. Como Fulvia, amante de Quinto Curio, uno de los conjurados, que se convirtió en agente doble. Traidora entre traidores. No fue la única. Y Cicerón, además de evitar la muerte segura en un atentado contra su persona planifi para el 7 de noviembre del año 63 a. C., logró truncar los planes de los revolucionarios, con Catilina a la cabeza. Sólo un día más tarde, Cicerón se dirigía al Senado, exponiendo a su rival. El pintor Cesare Maccari reprodujo este momento en un cuadro de 1889 que muestra a Cicerón como un triunfante orador y a Catilina cabizbajo y aislado frente a la gens togata , los senadores vestidos con sus características togas blancas. Las primeras palabras de ese discurso han pasado a la historia: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (“¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?”). Y el traidor quedó retratado para la posteridad, en un discurso tan brillante como maniqueo que no atiende a los motivos que hay detrás de aquel alzamiento: en aquella Roma de finales del milenio existían profundos problemas sociales, que obvia Cicerón. Y, si Catilina tuvo apoyos entre aristócratas endeudados y clases plebeyas, fue porque no era el único que discutía un sistema que primaba el bienestar de algunos pocos sobre otros muchos. ¿Traidor o revolucionario? Seguramente ambas cosas, como ocurre tan a menudo. Y, como muestra, el lúgubre final del propio Cicerón, sólo dos décadas más tarde de erigirse en salvador de Roma. En los convulsos tiempos que siguieron al asesinato de Julio César, el triunvirato formado por Octavio, Antonio y Lépido condenó a muerte a Cicerón: su cabeza y su mano derecha fueron exhibidas en el Foro. ¿Qué pasó durante esas dos décadas para que se diera este giro de la historia? Nada más y nada menos que la gran traición que nos ha legado la historia de Roma: el asesinato de Julio César a manos de los senadores. Han quedado grabados como protagonistas los nombres de Marco Junio Bruto y su amigo Cayo Casio Longino, pero fueron dos decenas los que participaron directamente en el magnicidio, aquel famoso 15 de marzo del año 44 a. C., los idus de marzo en el calendario romano. César, gran recado
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