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E N L A O P I N I Ó N D E J AV I E R ________________________________________________________________________

LAS PORTADAS DE LOS DIARIOS cuentan historias todos los días. Conforman, aunque usualmente no nos demos cuenta, la saga más fantástica sobre imperios en tensión y reinos movedizos, guerreros sonrientes que buscan el cariño del pueblo y no pocas veces se convierten en ladrones o traidores, buscadores de oro en los modos más delirantes, soldados que combaten en guerras menos metafóricas, aspirantes a héroes posmodernos que se miden no a través de espadas sino de balones, y bufones sin corte.

Puesto de este modo, creo que los periodistas somos, como se dice hoy, storytellers incansables. El público no quiere perderse ni un episodio de la saga, pero –por algún motivo– lo olvidamos o creemos que no hay nada maravilloso en esos cuentos cotidianos que nos regala la experiencia de vivir.

En una era de inmediatez, el valor de las historias se multiplica, porque la realidad siempre es un caos y, cuando se acelera en likes & deadlines, se vuelve aún más confusa. Las historias son un modo bastante efectivo de darle sentido a todo este maremoto en el que estamos inmersos: la vida aquí y ahora. Las historias imponen estructuras, tienen fórmulas y elementos que nos ayudan a comprender lo que le pasa al prójimo, e, incluso, a uno mismo.

Un lingüista soviético, Vladimir Jakovlevich Propp, estudió las fábulas del folclore eslavo hasta identificar 31 funciones narrativas básicas que se repiten —no todas juntas— una y otra vez: el héroe y su antagonista se enfrentan en combate directo; uno de los miembros de la familia se aleja; recae una prohibición sobre el héroe; etcétera, etcétera. ¿Es esto una cárcel para leer la realidad? No lo creo: Propp muestra que hay mecanismos inconscientes con los cuales interpretamos todo lo que ocurre. Y nos ofrece hacerlos emerger.

También creo que siempre hay algo nuevo para decir, pero antes de decir hay que saber mirar alrededor: en el caos de la realidad ocurren cosas en simultáneo, mezclándose, y somos nosotros quienes las ordenamos en cadenas de causa y consecuencia. Así, muchas veces sin pensarlo, creamos tramas. Una mirada nueva es una apreciación inédita y crea una historia distinta, incluso sobre un tema conocido. Las historias que no olvidamos son hechas con la arcilla de la empatía, la tensión, el detalle y una solución que nos deja emocionados o, al menos, entusiasmados. Encuentro uno de mis ejemplos favoritos de todo esto en Capote, película protagonizada por Philip Seymour Hoffman que cuenta cómo Truman Capote investigó y escribió Asangrefría.

En un momento del filme, Capote está harto de los dos criminales a quienes ha entrevistado innumerables veces; bueno, en realidad está harto de su texto. Quiere terminarlo y publicarlo de una vez, pero resulta que los dos criminales —presos y ya juzgados— apelan la condena a muerte. Capote le pondría un final abierto, una especie de “Continuará…”, pero su editor lo obliga a esperar la sentencia y a cerrar el texto con ese destino, que, como sabemos, a la larga fue la confirmación de la pena de muerte.

Lo que quiero decir es que extraer una historia de la realidad puede ser un hábito no siempre sencillo: ¿ dónde empieza y culmina una historia? Capote quería terminarla antes. Quería contar, de este modo, otra historia: la de dos hombres que cometen un crimen y esperan una sentencia, no la de dos hombres que comenten un crimen y mueren en la horca. Pero, por suerte, Capote le hizo caso a su editor. Asangrefría es una interpretación de algo que ocurrió, una entre miles. Así — mirando, interpretando— se construyen las buenas historias. Y hoy, entre swipes & tweets, son más necesarias que nunca.

NOTAS CORTAS

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2021-09-13T07:00:00.0000000Z

2021-09-13T07:00:00.0000000Z

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