Las temperaturas bajo cero dieron paso a un sol abrasador de mediodía que pareció prender una mecha en la mas

2023-09-01T07:00:00.0000000Z

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Editorial Televisa

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EXPLORA

En 1866, Charles Francis Hall escribió que había conocido a un inuit de nombre Kok-lee-arng-nun, quien dijo que lo habían invitado a un barco en la costa de la isla Rey Guillermo. El inuit describió al capitán del barco como “un hombre mayor con hombros amplios, grueso… de pelo cano, cara redonda y calvo”, y lo llamó Too-loo-ark (cuervo). Tom nos mostró una copia de un daguerrotipo de Franklin. El barco estaba anclado en una bahía grande, donde “muchos, muchísimos hombres en el hielo tenían armas + muchos tenían cuchillos con mangos largos”. Formaban una línea en la bahía, acorralaban a los caribúes en el hielo y “mataron a muchos”. Cuando terminó de leer, Tom preguntó: “¿Qué harían los inuit si vinieran a cazar en la isla Rey Guillermo y descubrieran a hombres blancos matando a su presa?”. Se quedó mirando a Jacob, pero su amigo no dijo nada. Tom había vivido buena parte de su vida entre los inuit, por lo que estaba habituado a esos silencios, y respondió su pregunta: “Los chamanes inuit les hubieran echado una maldición a los hombres de Franklin. Estoy seguro de que, alguna vez, los inuit supieron dónde estaba la tumba de Franklin, pero no querían que la encontraran porque estaba maldita”. UN MES DESPUÉS, rodeado de hielo en medio del Paso del Noroeste, tenía preocupaciones más importantes que nuestra búsqueda infructuosa. Después de salir de la Isla Rey Guillermo, Jacob se incorporó a nuestra tripulación del Sol Polar para guiarnos precisamente en una situación como aquella. Pero, dada la cantidad de hielo, nadie podía hacer nada, salvo esperar a que un temporal del sureste limpiara todo el hielo de la bahía. En cambio, el viento sopló hacia el noroeste. Muy fuerte. Todos los días se acumulaba cada vez más hielo en la bahía, amenazando con aplastar el Sol Polar. O quizá peor, empujarlo hacia la orilla y sacarlo del agua, donde residiría para siempre como señal de infortunio en este paisaje magnífico y como un monumento a mi propia soberbia. Y cuando ya habíamos perdido toda esperanza, tuvimos suerte, la que había eludido a Franklin: las temperaturas bajo cero dieron paso a un sol abrasador de mediodía que pareció prender una mecha en la masa de hielo que rodeaba nuestro barco. Cada par de minutos, en la bahía se oía el eco de los trozos que se derretían y caían al agua. Dos días antes habíamos amarrado un cabo en torno a un témpano grande que nos había protegido de los trozos deambulantes. Ahora, sin previo aviso, se desprendió un fragmento enorme de hielo que produjo una ola, la cual meció nuestro barco como si lo hubiera embestido una ballena. “Es hora de irnos”, indicó Jacob, recogiendo los cabos mientras el primer oficial de cubierta del Sol Polar, Ben Zartman, encendía el motor. Jacob y yo nos posamos en la proa. Ben nos condujo a una cuenca de agua abierta del tamaño de una alberca, pero el hielo nos seguía bloqueando. Ben aceleró el motor. “¡Ey, baja la velocidad!”, grité. Pero Ben no me escuchó o no quiso hacerlo. El barco se estrelló con el hielo y produjo un crujido nauseabundo que levantó la proa del agua. Se inclinó y cayó de nuevo con sus 17 toneladas, dejando una mancha negra de pintura en el hielo. Pero la maniobra agresiva de Ben funcionó. Un pedazo de hielo del tamaño de un tráiler se rompió y dejó abierto un sendero estrecho para pasar. Las siguientes dos horas seguimos por un canal diminuto tras otro hacia el norte, al estrecho de James Ross. Cuando el Sol Polar salió al mar abierto, saber que todavía nos faltaban 2100 millas náuticas de travesía —el equivalente a cruzar el océano Atlántico— mitigó mi alivio, ya que cualquier día el hielo podría viajar desde el mar de Beaufort e impedir nuestro escape por el estrecho de Bering. Mientras el verano llegaba a su fin, escapamos hacia el oeste y cruzamos el Ártico central, presionando al Sol Polar. Regresó la noche, pero del cielo se suspendía una cortina de nubes grises y no podíamos ver las estrellas. Quería absorber la belleza natural de aquel lugar, los paisajes que Franklin hubiera disfrutado. Vimos grupos de ballenas belugas y enormes grupos de morsas oscilando en el mar gélido. Constantemente, las gaviotas rodeaban el barco y bajaban en picada frente a la proa. También vimos otras embarcaciones, incluido el rompehielos canadiense Henry Larsen y un enorme barco rojo que navegaba en un patrón de cuadrícula, quizá buscando reservas de petróleo en el mar. Doblamos Point Barrow, en Alaska, y dimos la vuelta hacia el sur, hacia el estrecho de Bering, la meta no oficial del Paso del Noroeste. Al cruzar el mar de Chukchi, recibí un texto por satélite de mi esposa. “¿Sabes del tifón Merbok?”, preguntaba. El Servicio Meteorológico Nacional lo estaba llamando “la tormenta más fuerte en más de una década”. Fondeamos a unos kilómetros de la costa de Point Hope, Alaska, para dejar pasar los vientos huracanados y el oleaje de 3.3 metros. Mientras el viento rugía entre el cordaje del Sol Polar, pasé el tiempo leyendo sobre Franklin y reflexionando sobre la eterna pregunta de qué les pasó a él y a sus hombres. De los 105 hombres que abandonaron el barco en abril de 1848, a la fecha solo se han encontrado los restos de 30. Entonces, ¿qué pasó con los demás? En la década de 1870, un grupo de inuit le contó a un ballenero estadounidense que había conocido a un grupo de hombres blancos años antes, en la península de Melville, a casi 480 kilómetros de la Isla Rey Guillermo. Los hombres blancos tenían a un líder que vestía un uniforme con tres franjas en la manga. Los inuit testificaron que aquellos forasteros habían almacenado papeles dentro de un túmulo y, como prueba de su encuentro, mostraron una cuchara de plata que llevaba la cresta de Franklin. En torno a esa época, otro inuit le presentó una espada a un comerciante en un puesto fronterizo de la Hudson’s Bay Company y reportó que un “gran oficial” de la expedición de Franklin se lo había dado en 1857, para agradecerle por haber cuidado a sus hombres en el invierno. ¿Acaso Crozier era este “gran oficial” que pudo haber sobrevivido hasta mediados de la década de 1850? De cierta forma, me resultó la parte más triste de la historia: que Crozier, o alguien más, sobreviviera una década en los inviernos del Ártico para morir a poca distancia de un centro de intercambio comercial y la posibilidad de regresar a casa. En ese momento, durante la cola del tifón, creí entender cómo sintieron nostalgia por su hogar. EL POLAR SUN entró al puerto interior de Nome a las 7:30 p.m., el 20 de septiembre. Después de 110 días y 5 877 millas náuticas, tenía sentimientos encontrados por el final de la expedición. En parte porque no estaba Jacob para ayudarme a atracar en la dársena pública. Se había separado de la expedición después de escapar del hielo. Pero, antes de partir, Jacob había detonado una bomba: “Ya sé dónde está enterrado Franklin. Tom cree que ya buscamos ahí, pero no es así”, comentó. Jacob señaló un punto en un mapa a unos kilómetros de donde habíamos buscado. Ahí estaba. Explicó que conocía aquella ubicación como parte de la sabiduría familiar, por ancestros que habían viajado a la punta norte de la Isla Rey Guillermo para recolectar madera. Hacía mucho, su bisabuela había encontrado una tumba en una cresta de grava. No sabía si era “la casa de piedra”. Por lo que fuera, Jacob había esperado para contármelo cuando ya no podía hacer nada con la información. Cuando lo presioné para que me explicara por qué, sonrió y dijo que tal vez regresaría a Gjoa Haven algún día para continuar la búsqueda con Tom, desde luego. Más tarde le llamé a Tom para contarle lo que Jacob me había compartido. “¿Cuál es la ubicación?”, preguntó Tom. Le conté. Se produjo una larga pausa. “Ya buscamos ahí”, dijo. Otra pausa. “Tal vez volvamos a buscar ahí el próximo año”. Adaptación de Into the Ice, de Mark Synnott, que Dutton, sello de Penguin Publishing Group, publicará en 2024. Copyright ©2024 Mark Synnott. Renan Ozturk fotografió la búsqueda de una nueva especie de rana en las aisladas montañas de Pacaraima en Guyana para la edición de abril de 2022.

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